El Dharma en casa de mi madre
Durante estos meses he gozado de un gran privilegio en casa de mi madre, de una de esas fortunas que no se pagan con dinero y de las que uno, al tomar consciencia de las mismas, se muestra con gratitud calma y sincera ante la dicha percibida.
He tenido, a lo largo de este tiempo, 4 monjes budistas tibetanos con los que mi santa y yo hemos convivido, compartido y, ante todo, reído.
La convivencia, al principio, fue extraña y algo forzada, más que nada por aquello que Brislin llamaba Choque Cultural (verles tomar sopa era todo un espectáculo sonoro y agitado), por no hablar del idioma; ni ellos hablaban castellano ni nosotros tibetano, pero poco a poco, gracias a la universalidad del lenguaje gestual, nos fuimos entendiendo, la comunicación se abrió paso y, la ironía y el sarcasmo, mis dos afables compañeros, se hicieron presentes, dando lugar a una relación fundamentada en la risa y la cercanía.
La verdad es que ellos, los cuatro, con sus claras diferencias individuales, tenían una presencia peculiar, desconocida para mí hasta entonces, que se caracterizaba por la transmisión de una paz constante, de una alegría plena y de un interés sincero y amable por el otro, por todo ser humano.
En ocasiones mi carácter occidental, por medio de la tiranía del hemisferio izquierdo, desechaba tales actitudes y las juzgaba de falsas, de inventadas… no eran más que una apariencia; no podían estar felices cada segundo del día.
La desconfianza fue dando lugar a la sorpresa y ésta, una vez asentada, a la plena admiración, pues veía que ellos, realmente y a diferencia de lo dictaminado por cualquier manual de autoayuda, eran realmente felices.
Yo, como budista aficionado, tengo en mente que la base de la paz mental proviene de la contemplación, la ecuanimidad y la interiorización del sentido de impermanencia, integradas todas ellas por el amor incondicional hacia uno y todos los seres.
Ante tales máximas siempre he pensado que qué fácil es la palabra; qué fácil es decir ama, ama a aquel que te hace daño, ama a aquel que te quita, que te humilla, que te atosiga o te juzga… qué fácil es la palabra y qué difícil la acción.
Por esta razón, por mi juicio de imposibilidad, veía ante tales sonrisas una insidia escondida, un mal camuflado, una postura débil y falsa que, a pesar de mis firmes y oscuras convicciones, fueron desmoronándose día tras día hasta no quedar nada de las mismas.
Veía que ellos, esos grandiosos monjes, amaban y estaban felices cada día, que aceptaban su realidad como era, sin que esa aceptación fuese en momento alguno ligada a la resignación.
Veía que ellos, cuando te sonreían, te hablaban o simplemente te abrazaban, lo hacían de verdad, de forma sincera, sin esperar nada a cambio. Eran auténticos.
Estaban donde estaban, no había nada más; no había caos mental ni juicio sobre su situación, no había recelos hacia lo que el otro tenía y ellos no, no había rencor hacia el que les miraba mal, y al no haber nada de ello, lo que si había era presencia y felicidad verdadera.
De tal modo fue así que la risa, esa maravillosa y gozosa risa, invadió nuestra casa día tras día, segundo tras segundo, y dejó, tras su ida, una energía que parece eterna y divina, un brillo que parece haber iluminado un poco más cada rincón, como si antes de la misma hubiera una oscuridad que al disiparse nos permitió ver detalles que antes no existían.
Una vez, en uno de esos momentos que gozamos de traductor, éste vino muy triste porque su novia le había dejado.
Ellos, en cuanto oyeron tal desdicha, se rieron al unísono en una inmensa carcajada que pareció no hacerle demasiada gracia al traductor, o al menos a su dolido corazón.
Él, se puso a hablar en tibetano con ellos y acabó riéndose también. Cuando le pregunté sobre lo que le habían dicho me contestó que el maestro sentenció; ¿De qué te preocupas? Cuando se te rompe un vaso te compras uno nuevo, ante lo que el traductor contestó Pero es que me duele mucho, frase que cortó la risa del maestro al decir Claro, es que estás bebiendo de un vaso roto.
Esa simpleza es la que define su felicidad, su calma mental; no hay lugar a la neurosis compulsiva propia del occidental; Es que ya no sirvo, nadie me quiere, estoy solo, me hundo, no encontraré a nadie… todo este entramado psicópata y perverso desaparece en la nada, en el lugar que realmente merece, quedando tan sólo la visión de la realidad tal y como es; sin juicio ni artificios inventados… simplemente se ha roto un vaso, el resto, lo que nos molesta, no son más que nuestras propias interpretaciones, aquellas que distorsionan el hecho.
Es esta maravilla de lo simple, esta capacidad de ver sin juzgar, de aceptar sin resignarse, la que se esconde tras esa sonrisa.
La publicidad, los noticiarios, los celos, la competitividad constante, la comparación con el vecino y el consumismo a ultranza nos impiden mantenernos en la misma, a la par que nos conducen hacia ellos para no estar quietos, para estar invadidos por un ruido que nos aleje del temido silencio, de aquel que nos lleva al juicio sobre nosotros y nuestra realidad.
Consumimos porque tememos estar a solas con nosotros y enfrentarnos a que no somos aquello que deseamos o deberíamos ser, a que las cosas no son como nuestro ego nos dice que tienen que ser, a que nuestra vida no tiene sentido… todo ello según el que hemos convertido en nuestro amo y señor, nuestro todopoderoso ego.
Los monjes nos enseñan que esta vida interpretativa, que este falso recorrido que se nos ha dado por cierto y hemos tomado como tal, no es más que eso, una creación mental que nos rechaza de la máxima de la que habríamos de partir; ser lo que somos, amar lo que hacemos y gozar de nuestra presencia y la ajena, sin más, sin esperas ni ilusiones o distorsiones mentales. Todo lo que se aleje de esto no es más que un escollo en el camino de la propia felicidad.
Pablo Jiménez Cores.