Hoy me he levantado con una curiosa sensación y un sorprendente pensamiento: no tengo nada que envidiar.
Realmente he sido sorprendido. Tanto, que aunque han pasado unas horas desde entonces, sigo en una nube de maravilla, a gusto y en paz.
Pero sigo en la misma idea: no tengo nada que envidiar.
Sí es cierto que me gustaría tener algo que no tengo, o ser de otro modo en ciertos aspectos, o conocer cosas que desconozco, pero eso no me hace ser corroído por el veneno infausto de la envidia, ni que me muerda las uñas de rabia, ni que maldiga a los dioses porque repartieron mal los dones.
No siento tristeza, no deseo lo ajeno, no hay codicia ni desazón en mi alma.
Soy quien soy, o lo que soy, y eso me basta para tenerlo todo.
Me acepto y me parezco suficiente. Amo este mi rostro, la seriedad tan austera cuando se manifiesta, la belleza de mis manos, mi sonrisa contagiosa, lo poco que habita en mi cabeza, y cada rincón de mi corazón.
Me apaño con lo que me ha sido dado.
No quiero más.
No soy prisionero de la envidia.
Me tengo a mí, y a la vida, y eso ya me es suficiente.