MINI DIARIO
He necesitado sesenta años
para llegar hasta aquí
y a esta edad;
para llegar a esta forma de no prejuzgar
y de comprender sin censura.
Admito haber intentado todos los atajos,
y acepto tener un espíritu tramposo que ha pretendido,
sin éxito,
encontrar la serenidad en los libros,
la cordura en los miedos,
y la sensibilidad en lo racional del pensamiento.
Lo único que me ha servido es... esperar.
He tenido que desmontar mis urgencias muy lentamente,
con una fe irrazonable como única razón,
mintiéndome con excusas,
confiando sin certidumbre en lo porvenir.
Ahora sí me creo despierta,
pero no de un sueño de cama,
sino despierta a la vida.
Parece que las cosas penosas me duelen menos,
que las prisas circulan a cámara lenta,
que el fin todavía queda lejos,
y valoro incluso lo que no tengo.
No quiero que falten las sonrisas,
aunque no sean para mí,
aunque yo no me las vea.
No quiero que cesen las músicas,
ni que terminen los bailes,
o que no nazcan besos.
No quiero que desaparezca la juventud,
aunque yo ya no la tenga.
No quiero que se pare el mundo,
aunque yo muera.
Desde esta atalaya adulta,
que parece un corazón gigante,
se ve todo más pequeño
y más inmenso;
todo más dudoso
y más cierto;
todo más cercano
y más lejos.
Los ojos se han vuelto expertos,
se sienten ávidos de nuevas miradas,
ansiosos de encuentros,
y buscadores de mis sueños muertos
para traerlos al instante presente
y resucitarlos a besos.
Ahora, o nunca, es el momento,
antes de que mis huesos
se conviertan en polvo,
antes de que mis párpados
se cierren irrevocablemente,
antes de que mi voluntad se oponga,
y antes de que mi cuerpo se acabe,
he de encontrar mi salvación
en rescatar deseos y anhelos
del desierto del olvido
y del baúl añejo
donde yacen enclaustrados.
¿Qué no hice...?
¿Qué quisiera hacer...?
¿Qué me gustaría...?
Y, cuando lo sepa, hacerlo.
He necesitado sesenta años
para comprender esto,
para sentirlo en el alma...
y para seguir sin saber todo lo que quiero.
Me doy cuenta de que me niego
un poco de tiempo para escucharme,
otro poco para estar atenta,
otro poco para vivir,
y otro poco para perderlo.
El tirano que me lo administra,
despilfarrador y usurero,
no encuentra la medida,
ni la justeza,
ni el punto medio:
se equivoca a raudales.
No me deja estar conmigo
en un abandono lento,
no me deja disfrutar
de algunos segundos eternos,
no me deja descansar
de mis sesenta años ya muertos
para que pueda encarar con calma el resto.
No me deja oler la vida,
ni besar el aire,
ni tocar un recuerdo:
dice que nada de eso es cierto.
Muchas veces me siento poeta, o viva,
pero encerrada en un cuerpo muerto,
insertada por error en otra vida
y ajena a ésta en la que vivo.
Demasiado corazón...
pienso.
Mucha sensibilidad...
creo.
Mi mundo es otro mundo...
etéreo,
solitario,
sin responsabilidades,
sin enfrentamientos...
Paz.
Es uno de mis más grandes deseos.
Amor.
También.
Pero en paz.
Me doy cuenta de que
a veces me quedo muy seria:
es cuando pienso
que se me ha muerto la niña que fui,
y me siento culpable
por no haberla atendido.
Eso es algo que me impide ser del todo feliz.
Me han hecho mayor sin avisarme,
sin enseñarme,
de una manera que considero traicionera.
Me han dado el salto irreversible
desde los juegos a la realidad;
me han soltado sin cuidado
y se me ha roto el alma.
Pensar que ya nunca podré correr
sin atender a la carrera
-porque ahora tengo miedo a las caídas-,
me desespera la conciencia.
Pensar que antes de dar un paso
tengo que contestar a por qué,
y a para qué,
y a un montón de inquisidores
que llevo incrustados en la mente,
me corta las alas.
Y las risas, que antes nacían sin motivo,
espontáneamente,
ahora remolonean,
y necesitan un justificante
un permiso oficial y tres sellos.
Me río muchas veces con la boca.
Me río pocas veces con el corazón.
Se me ha muerto aquella niña
de cualquiera de las edades,
la que agitaba las manos o saltaba
para ratificar la libertad de su estado;
se me ha muerto la niña fértil...
la niña espontánea...
la niña infinita...
la niña viva...
la niña que tenía un mundo, suyo,
sin barreras ni censuras;
que tenía un futuro interminable,
de muchos días y muchos días.
Ahora, hoy, en este momento,
soy una adulta enojada conmigo,
continua y constantemente enojada
por mi falta de alegría esencial...
por mi mísero catálogo de sonrisas...
por mi escasa expresión de sentimientos...
por mi limitada capacidad de ver...
por mi breve repertorio de seguridades...
por mi poca atención a los otros...
Cuando me olvido de mí, sobrevivo.
Cuando me perdono, convivo.
Cuando no me quiero, malvivo.
Cuando me quiero, revivo.
Así son y pasan los días,
entre proyectos tibios y despropósitos consistentes,
mecida entre los opuestos,
sin más Dios que el tiempo
ni más acompañante que un cuidado arcaico
escondido en un recóndito refugio,
y recibiendo mis besos y mis quejas
en la misma desconcertada mejilla.
Y a pesar de todo, debo seguir.
Sobre todo, porque no hay más remedio.
Otros motivos y argumentos
sucumben ante esta contundencia.
Los próximos días están ahí,
en una fila india que se acorta continuamente,
escondidos detrás de esta noche,
y van a ir saliendo
en el riguroso orden establecido
por el Gran Maestro de Escena.
El Babel que estoy siendo
necesita reorganizarse
en la calma que aporta el paso del tiempo.
Las experiencias incomprendidas
no han de ser gratuitas:
seguramente traen besos encriptados.
Pero, claro, no los veo.
Mi mirada no llega ni hasta luego,
mi analfabeta comprensión se rinde,
los brazos de abrazarme están oxidados,
el entendimiento desconcertado,
la fe se ha hecho atea.
Este es mi decepcionante paisaje...
de esto tengo que alimentarme...
convivir con esto...
Tan desalentador relato es cierto:
si lo pienso bien, esto es lo que veo.
La solución perfecta de no pensar
queda descartada por sí misma,
pues pienso.
La solución excelente de aceptar,
no la puedo aceptar,
por falta de conformidad.
La solución espléndida de luchar
le parece violenta a mi edad.
La única solución podría ser perseverar
en la vivencia cotidiana
con mi encantadora compañía,
atesorando parabienes y halagos,
los pocos aplausos,
alguna caricia,
sonrisas dedicadas,
cálidas felicitaciones,
y uniéndolo todo, hacer un tesoro.
Con una parte del tesoro, hacer un escudo
que me defienda de mis ataques;
con otra parte, hacer un espejo tranquilizador
en el que se vea mi rostro enojado
para que pueda aplacarse;
con otra parte, hacer un nido
que sea mi cobijo cuando esté herida;
con otra parte, un eco inquebrantable
que no desfallezca
en la repetición perpetua
de la suma de mis premios.
Todo ello sacarlo a la luz de mi clemencia
y cada vez que mi Dios revuelto
me plantee la batalla habitual
en la que asume gustoso
el papel de mi enemigo,
dejándome sola y despojada
al desamparo de tal juicio.
¡Pero bueno!, exclamo.
¿A qué viene otro desencuentro?, pregunto.
Yo que me creía a salvo
en la calma inocente de la falta de guerra
otra vez he de arriesgarme
a cruzar hasta mi opuesta
para negociar en un monólogo inútil
mi perdón otra vez.
Otra vez.
Otra.
Conozco el repetitivo proceso:
conmigo soy más estricta que indulgente,
más crítica que comprensiva,
más rígida que cariñosa,
y la pedigüeña sentimental que soy estirará la mano pidiendo,
- por Dios, por Dios lo pido -
una limosna de paz
para equilibrar mis conflictos.
La gran exigente que me habita no aceptará
que me conforme con menos que todo.
Le expondré el argumento,
-inaceptable a sus ojos ciegos-
de que le haga ver que los días son bonitos,
los paseos sustanciosos,
las puestas de sol espléndidas
y la lluvia divina;
le hablaré de las flores, convencida;
de las mariposas, eufórica;
de los ríos, generosamente;
de la calma, con palabras de oro.
Habré de convencerle-convencerme,
en un juego desquiciante,
de que han ido muriendo las ansias,
desertando las insanas ambiciones,
fugándose las imposibles,
rompiéndose mis quimeras,
y despertándose un poco alguno de los sueños.
Hoy las máximas aspiraciones
son de aire;
la mayor codicia,
oír música;
la más grande avaricia,
hablar desde el alma;
la ambición suprema,
vivir tranquila.
Con tan nimias necesidades
de una conformista convencida
me costará persuadir al ego,
ególatra egocéntrico,
para que se olvide de aquello
que alguna vez dijo que era mi propio deseo,
para que renuncie a la búsqueda
exhaustiva de la perfección,
para que cese el hostigamiento continuo,
para que abandone la soberbia,
para que deje en paz a la vida,
para que se retire inmediatamente
y entregue su equivocación
sin entenderlo como derrota.
Y firmar la paz conmigo...
y abrazarme a mí misma...
y llorar el mismo llanto...
y mirar hacia el mismo sitio...
Sé que sería muy bueno
no malgastar la energía,
ni el tiempo, ni la vida,
en desenredar inseguridades,
ni en desentrañar infructuosas dudas,
ni en esperar la excelencia completa,
ni en auto-castigos innecesarios.
Sé que es excelente usar sólo un camino,
no quejarme por lo que sí y lo que no,
desconvocar algunas ambiciones,
ponérselo fácil al porvenir
colaborando a tiempo completo
en fomentar mi felicidad,
escribir un cero en la salida
y comenzar de nuevo.
Tengo sesenta años,
y ahora, después de lo escrito,
me parece que tengo menos.
Me noto una esperanza en los ojos,
más confianza por dentro,
la seguridad de haber descubierto
casi todos mis secretos,
ilusión por estrenar otro modo, fresco,
de ser y estar,
y la sensación convincente
de dos voluntades de encuentro
en una única persona,
en una vieja mujer nueva.
Francisco de Sales
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