YO SOY MI ENEMIGO
En mi opinión, casi todas las personas disponemos de la capacidad –no siempre positiva- de ser auto-exigentes –y en demasiadas ocasiones, excesiva e injustamente exigentes-, auto-controladores, inquisidores, y jueces que se aplican una ley personal que no siempre es justa.
Tenemos tendencia –muy condescendiente o caritativa- a ser comprensivos con las faltas leves de los otros –las mismas que en nosotros nos parecen imperdonables-, a entender en los otros los pequeños errores –“¡qué se le va a hacer… somos humanos!”, decimos como razón-, y a comprender que las cosas no siempre salen al gusto de cada uno y hay que aceptarlo así –eso cuando se refiere a los otros, porque cuando se refiere a uno mismo no se opina igual-.
En cambio… cuando se trata de uno mismo… las cosas cambian. Entonces uno se despoja de la cara angelical, de la pose comprensiva, de la caridad con el prójimo, se aleja del buenismo, se olvida de la benevolencia, esconde la tolerancia, y se queda a solas consigo mismo preparado para iniciar una batalla desigual en las que ya hay un perdedor vaticinado: Uno Mismo.
La auto-exigencia es desproporcionada en muchas ocasiones.
Uno se olvida que no es Dios, que es un simple mortal con sus correspondientes fallos, y se olvida de que no ha sido preparado para esta tarea cotidiana –pero excepcional- que es vivir todos los días.
Esa excesiva y agresiva auto-exigencia predispone inevitablemente para el conflicto.
Esa tensión previa no propicia un buen diálogo. Hay una indisposición al diálogo de igual a igual, a la relación cordial y amorosa. Uno se siente frente a sí mismo acobardado, esperando de dónde va a venir el palo o la reprimenda.
No hay unos brazos abiertos incondicionalmente deseando convertirse en un abrazo infinito que se acoja a sí mismo, no hay una amabilidad sin condicionar, no hay una sonrisa esperando contagiar a esa parte nuestra que no termina de ser de nuestro agrado. Lo que hay es una cara adusta, como malhumorada, un juez injusto.
Y, en realidad, para una buena relación con uno mismo, para dejar de ser el propio enemigo, lo que se necesita es lo opuesto porque es lo positivo.
Se necesita una incansable e interminable capacidad de comprensión hacia los “errores” y los “defectos” propios, que en realidad son oportunidades de mejoramiento no bien exploradas.
Se necesita una predisposición a acogerse a uno mismo en todas las actitudes, en todas las circunstancias, en todos los momentos, siempre, pase lo que pase, porque uno ha de estar siempre dispuesto a aceptarse y ampararse, a auxiliarse y acogerse. Lo único que realmente tenemos es a nosotros mismos. Este que nos acompaña desde que nacimos y va a seguir estando a nuestro lado hasta el final.
Se necesita un amor incondicional, tal como se puede querer a una madre o a un hijo.
Y es conveniente evitar cualquier cosa que pueda enturbiar la relación consigo mismo.
Se necesita rebajar las tensiones y las pretensiones. La pretensión excesiva de perfección crea nerviosismo y predispone a actuar de un modo no natural, inquieto e inquietante.
Uno ha de aceptar cualquier cosa que venga de sí, y entender que no ha sido preparado para afrontar con éxito o acierto todo lo que se va presentando en la vida.
Se necesita AMOR, con mayúsculas, AMOR PROPIO, AMOR hacia uno mismo, a este Ser que somos, a este cúmulo de virtudes y cualidades sin terminar de desarrollar, a esta persona que necesita más amigos que enemigos.
Y necesita, menos aún, que uno sea su propio y más encarnizado enemigo.
Y ahora te pregunto… ¿Estás dispuesto a darte todo lo que necesitas?
Te dejo con tus reflexiones…
Francisco de Sales
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