YO NO QUIERO SUFRIR
En mi opinión, no me queda más remedio que renegar de esas frases apocalípticas y aterradoras con las que la Iglesia atormentó mi infancia.
“El mundo es un valle de lágrimas”, decían. Este es un mensaje con una maldición implícita. Negaba cualquier tipo de esperanza, ya que las lágrimas a las que se referían eran de dolor y sufrimiento, y nunca de alegría.
“Aquí se viene a sufrir”, decían. Ni disfrutar, ni ser feliz, ni amar, ni relacionarse con la alegría. Detrás de todo ello, intencionadamente subliminal, se adivinaba el mensaje de que teníamos que pagar el sufrimiento que Jesucristo tuvo que padecer para salvarnos. “Si él sufrió, aquí vamos a sufrir todos”, se decía.
Recuerdo los días de Semana Santa de mi infancia, en los que no se podía poner música –salvo que fuera clásica o sacra-, no se podía hablar alto, y menos aún jugar o reír, y se prohibía el cine y cualquier acto que llevara implícito el divertimiento.
También estaban los duelos y los lutos interminables tras cualquier fallecimiento. Y las viudas, que lo eran para el resto de su vida por respeto a alguien que, simplemente, había terminado su ciclo en la vida y que no había dejado como herencia irrechazable ninguna condena al sufrimiento para el resto de la vida de los demás.
Después, en la vida cotidiana, la gente cree en refranes con un mensaje que lleva a la confusión: “quien mucho te quiere, te hará sufrir”. Con lo que uno puede acabar suponiendo que si alguien le hace sufrir es porque le quiere. Grave error. Porque, en realidad, “quien mucho te quiere”, te dará amor, estará pendiente de tus necesidades, de tu cuidado, de hacerte la vida más agradable, de darte el cariño que le brotará por su amor hacia ti.
Sufrir es engancharse a un dolor que no se consuela con nada, o regodearse en una lágrima continua, en una depresión; es no querer ver la luz, ni desdramatizar los asuntos relativos a vivir –cuando ya sabemos que todo pasará-; es aferrarse al dolor por la pérdida de un ser querido, cuando, en realidad -y una vez pasado el duelo que nuestros sentimientos tienen que expresar- debiera ser motivo de alegría para los creyentes, puesto que quien se fue, se fue al encuentro con Dios.
Sufrir es ponerse la máscara fúnebre de la tristeza y no querer desprenderse de ella; o ser víctima de una imaginación pesimista que no contempla la esperanza entre sus opciones; o malgastar la vida en una desesperación a la que no se le añade la esperanza y la confianza entre sus ingredientes; es engancharse a la angustia, rendirse al desconsuelo, ratificar el abatimiento, desterrar la ilusión, insistir en una tragedia que a diario se magnifica, mientras que la vida nos ofrece lo contrario: flores, alegría, música, fe, confianza, esperanza, ilusión, amor, seres queridos, el presente, las sonrisas…
Es mejor no equivocarse: sólo hay que estar en el sufrimiento el tiempo mínimo imprescindible –lo que tardemos en extraer su esencia-, y luego hay que salir corriendo inmediatamente hacia el lado opuesto: el del brillo y la felicidad, que es el Paraíso en el que Dios nos instaló.
Cualquier decisión que nos aparte de sufrir, o cualquier paso que se dé para alejarse del sufrimiento, serán lo mejor que podamos hacer.
Regodéate en estas palabras y en sus consecuencias si las incorporas a ti: Complacerte, deleitarte, contentarte, alegrarte, divertirte, gozar, disfrutar, sublevarte, sublevarte, desdramatizar, despreocuparte, vivir, vivir, vivir…
Y repite cien veces conmigo: “yo-no-quiero-sufrir.”