LOS ORÍGENES DEL PENSAMIENTO CATASTRÓFICO
¿Por qué nos resulta tan fácil ser negativos y pesimistas?
Las patologías relacionadas con la ansiedad y la depresión cursan casi siempre con un importante grado de pensamiento catastrófico. En otras palabras, los pacientes suelen pensar, imaginar y creer en los peores desenlaces a sus problemas y dudas, fantaseando muchas veces con escenarios trágicos de sucesos que casi nunca suceden ni a ellos, ni a la mayoría de las personas.
Comencemos con algunos ejemplos que plasman bien esta característica.
Una persona con trastorno de pánico suele pensar que sus latidos cardíacos fuertes conducirán a un infarto o que sus dolores de cabeza son el inicio de un accidente cerebrovascular.
Un hombre con trastorno de ansiedad generalizada habla por teléfono con su esposa quien le cuenta que está por tomar un colectivo junto con los hijos; el hombre piensa que alguno de los niños puede caer debajo de las ruedas del colectivo y morir.
Una persona con depresión cree que su familia no lo quiere, imagina que en algunos años terminará abandonado, solo y morirá enfermo en algún asilo público para personas indigentes.
Los anteriores son sólo algunos ejemplos que representan al caso típico de catastrofismo, no sólo por el escenario trágico que el paciente tiene en su consciencia sino muy importante, porque el hecho temido nunca le ha sucedido y porque las probabilidades de que le suceda son ínfimas. No obstante, la persona no puede dejar de pensarlo, con el consiguiente sufrimiento que ello provoca. Digamos sencillamente que una persona piensa, cree y teme infinidad de veces un hecho negativo que no pasa; es decir, infinidad de veces se equivoca, pero por algún motivo no acierta a incorporar la evidencia simple de que lo que teme no ocurre y por ende, continúa con los pensamientos trágicos en su cabeza. Es como si nos levantáramos todos los días pensando y creyendo que al mirar por la ventana, veremos un hermoso paisaje de mar y montañas, pero en lugar de ello, nos encontramos con un sombrío pulmón de edificio. Y a pesar de que hoy y todas las mañanas anteriores he visto el mismo pulmón de edificio, no importa, me despierto mañana con la creencia de que aparecerá ante mí el paisaje hermoso…¿absurdo, vedad? Pues bien, así de absurdo debería sonarnos el hecho de que todos los días experimentemos miedo a acontecimientos negativos que nunca han tenido lugar. Pero claro, es más simple notar el desatino con un hecho positivo que con uno negativo, algo que se relaciona con la naturaleza y origen del pensamiento catastrófico.
En primera instancia, millones de años de evolución han dejado en el cerebro humano marcas indelebles, entre las cuales se destaca una facilidad incrementada para reaccionar con miedo ante la ambigüedad y la incertidumbre. Pensemos en un organismo que viviendo en un ambiente primitivo, en un entorno natural como un bosque o selva, escuchas un sonido atípico entre los árboles. El reaccionar con una respuesta defensiva como el miedo facilitaría su supervivencia ante la posible presencia de un predador; opuestamente, una reacción “optimista” tal como continuar adelante sin alertarse podría llevarlo a la muerte. Vale decir, en el ambiente arcaico que ha estado presente durante los millones de años de evolución de la vida, el miedo resulta ser una adaptación crítica sin la cual no se sobrevive, motivo por el cual hoy nosotros mostramos esta facilidad incrementada para reaccionar defensivamente ante lo incierto. Ahora bien, sucede que la reacción de miedo implica varios planos y sistemas de respuestas, entre los cuales se encuentra el cognoscitivo. He ahí el origen del catastrofismo. Se trata de la expresión cognoscitiva de una tendencia evolutivamente facilitada. De este modo, pensar en los peores desenlaces posibles facilita la adaptación a un ambiente objetivamente más hostil, donde los peligros resultaban efectivamente más frecuentes que en nuestros entornos modernos; opuestamente, ser positivos y optimistas conllevaba el riesgo de no reaccionar en tiempo y forma a una amenaza que de ser real, nos dejaba fuera de la cadena evolutiva. Claramente, todo esto ha cambiado en los entornos modernos y civilizados en los cuales nos movemos la mayoría de los humanos actuales, no obstante, las reacciones primitivas continúan en nuestro cerebro profundo, reliquias de nuestro pasado primitivo.
Ahora bien, la tesis anterior explica parcialmente el problema del catastrofismo como estilo cognitivo. Si bien es cierto que nos da una pista sólida para entender por qué reaccionamos fácilmente con temor y pensamiento catastrófico ante situaciones ambiguas y por qué ser optimistas no nos resulta intuitivo y natural, por otra parte deja abierta la cuestión acerca de por qué algunas personas parecen enquistarse en el pensamiento catastrófico que conduce al miedo, sufriendo hasta el desarrollo de desórdenes psicológicos mientras que otros aciertan a domesticar el ser primitivo que hay en nuestro interior. En otras palabras, ¿por qué en el pensamiento catastrófico se torna frecuente, intenso y duradero en algunos, mientras que es esporádico, leve y pasajero en otros? Como suele suceder, no existe una única respuesta a este interrogante.
Por un lado, la investigación neurocientífica ha documentado que existen diferencias individuales debido a factores hereditarios. Al fin y al cabo, todos los órganos del cuerpo llevan su sello genético de fábrica, el cerebro no tiene por qué ser ninguna excepción. Si bien esto es muy interesante, excede los objetivos de este artículo.
En segundo lugar, reaccionar con miedo implica un aprendizaje. Aunque como patrón emocional la respuesta de miedo es innata, lo que sí aprendemos es ante qué reaccionar y cómo. Particularmente, las experiencias tempranas de estrés intenso predisponen a una labilidad del sistema emocional. Así, el vivir experiencias infantiles fuertemente estresantes, el vivir en un clima emocionalmente inestable durante los primeros años, deja al sistema más predispuesto a disparar, con más intensidad y frecuencia. De alguna manera, los primeros años dejan una impronta, si durante ellos hemos atravesado experiencias estresantes, nos queda el mensaje general de que “nuestro entorno es peligroso, hostil y por lo tanto, debemos estar siempre preparados para defendernos”; y de ahí derivamos una facilidad para pensar catastróficamente, pues de alguna manera en los primeros años hemos comprobado que “más vale estar siempre preparado”.
Otro factor crítico en el mantenimiento del pensamiento catastrófico se relaciona con lo que hacemos cuando tales pensamientos aparecen. Vale decir, una vez que los pensamientos trágicos han aparecido en nuestra mente y nos sentimos ansiosos, ¿qué hacemos?, ¿qué nos decimos?, ¿cómo los afrontamos? Este tópico tiene especial relevancia con la clínica psicológica pues es una de las aristas a través de las cuales podemos operar para reducir el fenómeno.
En algunos casos, la persona que tiene un pensamiento catastrófico no sólo reacciona emocionalmente con ansiedad, como proceso involuntario, sino que también se dice o hace conductas orientadas a reducir esa ansiedad sin cuestionar la veracidad del pensamiento catastrófico. De alguna manera actúa bajo el influjo de que lo que piensa es cierto, simplemente porque lo piensa, como si las cogniciones tuvieran de suyo un peso propio similar al de los hechos. Esto, definitivamente, es un error. El tener una imagen mental frecuentemente en mi consciencia no hace que el hecho descripto por esa imagen sea objetivamente más probable. Uno de los ejemplos más característicos lo encontramos en los pacientes que padecen ansiedad antes la salud; quienes ante una mínima molestia abdominal, creen que tienen un tumor maligno. El pensar en el tumor, el imaginar el diagnóstico y tratamiento de una enfermedad como el cáncer no aumenta la probabilidad de padecerlo. Generalmente, estos pacientes, bajo el influjo de un miedo disparado irracionalmente, en ausencia completa de evidencias, acuden reiteradas veces al médico para que los tranquilice. Lo cual fácilmente logran pues no padecen más que de una simple indigestión, información de la cual ellos ya disponían pues habían pasado por esta situación muchas veces. De este modo, las consultas innecesarias al médico se tornan en conductas de reaseguro que impiden un proceso simple de comprobación que a la larga llevaría a la extinción del miedo, esto es, que lo que se pensó, simplemente no sucede. El problema se agrava por el hecho de que si bien las ideas no son ciertas, sí pasa que la frecuencia con la cual las pensamos hace que nos parezcan subjetivamente más probables, un fenómeno conocido como probabilidad subjetiva o probabilidad heurística.
Nuestro cerebro estima subjetivamente la probabilidad de un suceso de acuerdo con dos tipos de análisis. Uno es el que sigue pautas lógicas y racionales, como por ejemplo, las que se deducen de una estadística acerca de que el avión es el medio de transporte más seguro de todos. Sin embargo, también hay una estimación de la probabilidad basada en las veces en que hemos pensado en cierto hecho, cuanto más lo pensamos, más probable lo sentimos; independientemente del conocimiento objetivo con el cual contamos. Y es por este motivo que quienes padecen fobia a volar tienen la sensación de que el avión se estrellará, por que simplemente lo han pensado infinidad de veces. Esto también explica por qué la persona de nuestro ejemplo anterior, que padecía ansiedad ante la salud, siente que es muy probable enfermar de un cáncer; nada más ni nada menos que porque lo piensa frecuentemente. Esto es lo que llamamos probabilidad heurística o subjetiva, un proceso que podríamos resumir diciendo que en algunas ocasiones, cuando pensamos frecuentemente algo, terminamos por no distinguir cuánto de ello es objetivamente cierto y cuánto lo hemos inventado nosotros.
En algunas personas, los factores mencionados confluyen más que en otras en la misma dirección, dando por resultado que la reacción de miedo y su contraparte cognitiva, el pensamiento catastrófico, se expresan con más frecuencia, intensidad y duración. Si por una parte todos compartimos una tendencia biológica y evolutivamente facilitada a reaccionar con ansiedad, sí existen diferencias individuales en lo que hemos heredado, en lo que aprendimos durante los años críticos de la infancia y en cómo afrontamos las cogniciones catastróficas una vez presentadas. Particularmente, en relación con el último tópico, los procedimientos de la Terapia Cognitivo Conductual nos enseñan que debemos discutir y combatir los pensamientos catastróficos sobre la base de su evidencia, procurando no efectuar conductas de reaseguro que nos tranquilizan momentáneamente pero que a largo plazo, perpetúan el problema. Como es habitual en nuestro enfoque, procuramos derivar implicancias prácticas de las hipótesis científicas validadas.
Autor desconocido