ESTOY AQUÍ
Se ha teorizado ya tanto sobre el aquí y ahora, que ya casi no se puede decir más.
Es difícil transmitirle lo que ello implica a quien no lo ha experimentado. Es como tratar de explicarle los colores a un ciego.
EL AQUÍ
El aquí –sí, ya lo sé: es el sitio donde estoy físicamente en este instante-, y el ahora –sí, ya lo sé: te refieres a este momento-.
Así es. Pero hay algo más.
Hay quien dice que en el “ahora” ya está implícito el “aquí”, pero como creo que eso no cambia gran cosa, y estamos acostumbrados a pronunciar las dos palabras juntas, seguiremos en esa forma.
Es el modo de estar en el aquí lo importante.
Es la conciencia y la consciencia de estar en este sitio, en este lugar, y no en otro.
No estoy en un desierto africano, no estoy en el Polo Norte, no estoy en una nube: estoy aquí.
Y si digo “estoy” me refiero a mí, a mi cuerpo, a mi mente, a mi atención, a mi integridad, a mi totalidad, a mi conjunto indisoluble de cuerpo-mente-alma.
Si solamente está en esa totalidad mi cuerpo, no tiene capacidad de darse cuenta de ello, porque no puede pensar o racionalizar.
Si es la mente, sí puede darse cuenta de que el cuerpo y ella están aquí. El alma, puede sentir que está aquí.
Y AHORA.
No hay otra cosa que ahora.
No existen pasado, ni futuro.
Sólo existe el ahora.
Esos ahoras que se acaban a una velocidad pasmosa para dejar paso a otros ahoras… que ya no son los de antes.
Antes de terminar de decir ahora, ese “ahora” ya se ha terminado, y otro ahora, que también tengo que comprender o vivir o sentir con intensidad, está ocupando el que fue fugazmente su lugar.
Vivimos pendientes de muchas cosas, y casi no nos prestamos atención a nosotros mismos.
Estamos tan acostumbrados a vernos a todas horas, a saber que siempre estamos aquí, y desde hace tanto tiempo, que hemos dejado de sorprendernos de nuestra compañía, y nos hemos convertido en una relación rutinaria de la que han desaparecido la atención, el cuidado y la capacidad de descubrimiento y sorpresa.
No nos paramos a decir: soy yo. Este soy yo. El que toco, el que veo en el espejo, el que está pensando en este momento.
No nos paramos a mirar detenidamente las arrugas nuevas, el vientre que se ha engordado, una flaccidez cuya aparición temíamos, la tristeza que se ha instalado en la mirada, el tacto del cuerpo, el pesimismo o la desgana que acaparan nuestro espíritu, el abandono de las cosas que antes eran el motor de nuestra vida, el establecimiento sibilino de la apatía…
Pasamos la vida, o se nos pasa la vida –porque eso sí que es imparable-, pero sólo nos damos cuenta en esos momentos en que una reflexión es casi obligatoria: ante un fallecimiento, el día del cumpleaños -¡otro año más!, decimos, pero es otro año menos-, en Nochevieja –de este año no pasa que… otra falsa promesa-.
Un día que es especialmente bueno, en el que nos sentimos bien, decimos “esto lo tenía que repetir más a menudo”.
Pero son esporádicos esos momentos de consciencia. Esos momentos de “darnos cuenta”.
Mi propuesta es pararse muy a menudo –incluso sugiero poner una alarma, en el móvil o en el despertador, que suene cada diez minutos-, dejar lo que se esté haciendo, quedarse quieto o no, y pensar “estoy aquí”.
Soy yo, estoy aquí, me doy cuenta de mí.
Pararse, darse cuenta, atender y atenderse.
Esta es mi propuesta.