CAPÍTULO 7 – EL ENAMORAMIENTO
Este es el capítulo 7 de un total de 200 –que se irán publicando- que forman parte del libro RELACIONES DE PAREJA: TODO LO QUE NO NOS HAN ENSEÑADO Y CONVIENE SABER.
“Uno se puede enamorar de la belleza externa, pero ama a la belleza interna”.
El enamoramiento es el paso previo e imprescindible para convertir una relación de dos personas desconocidas en una relación sentimental de pareja. Es una etapa muy delicada, transcendental, mucho más seria de lo que aparenta, que conviene transitar con acierto porque la posterior felicidad emocional, y el futuro de la relación sentimental, dependerán de que el proceso de enamoramiento sea correcto.
El primer paso es la atracción -cualquier tipo de atracción- porque “algo” tiene que haber para que uno se fije en el otro de un modo distinto a como mira al resto, y sin empezar a definirlo ni a querer entenderlo racionalmente ambos comienzan a ser conscientes de que el otro es “distinto” de los demás. Hay muchas personas en el mundo, pero uno se ha sentido atraído por esa en especial. Tal vez sea el instinto quien sugiere que sea esa y no otra, o la intuición, o eso que se llama “el flechazo”. Hay algo que va fraguando un sentimiento que va más allá del compañerismo, de la amistad y del sentirse a gusto, o tal vez puede que sea una manifestación del instinto animal o una atracción sexual simplemente.
Si llamamos a las cosas por su nombre veremos que, a veces, llamamos amor a una pasión desordenada, a una fantasía que sólo vive en nuestros sueños, o lo que es solamente una erección continuada o un deseo de abrirse al otro.
Disfrazamos de amor, o lo bautizamos con ese nombre, a ese sentimiento descubierto hacia otra persona –aunque se ubique en la cabeza alterada o en la entrepierna-, al cual, y por desconocimiento, se puede llamar amor cuando en realidad es solamente una necesidad primaria instintiva que desea estar cubierta; o se puede llamar amor, si no estamos sinceramente atentos, a lo que sólo es la exigencia encubierta de fecundar o de procrear la especie, como animales que somos. Porque el amor de verdad se ubica, simbólicamente, en el corazón, y se le supone también en un lugar destacado y brillante de los sentimientos.
También se puede llamar erróneamente amor a la rendición ante quien dice las palabras que deseamos escuchar, a quien nos roza con su mano en un momento de necesidad de acompañamiento, o al portador de esa sonrisa con la que fantaseábamos, o a quien da ese beso cierto que antes sólo recibíamos en la imaginación.
El enamoramiento es interesante e imprescindible.
También es bastante inexplicable e irrazonable.
Y también es interesante trascenderlo.
Al llegar más allá del flechazo, del arrebato, encontramos el camino firme de suelo estable por el que discurre el amor consolidado y verdadero.
Hay que ser capaces de sortear las trampas, evitando caer en ellas, y saber discernir, y acertar, entre lo que es una auto-mentira disfrazada de verdad, una ilusión efervescente, y lo que es la realidad.
La auténtica realidad es un poco más difícil de aposentar, pero cuando lo hace enraíza con firmeza, se torna grande y frondosa, y a su sombra pueden estar los dos hasta el fin de la vida.
Si uno es capaz de sobreponerse a la obnubilación del enamoramiento, si separa con cuidado los oropeles que lo enlucen y las bisuterías que lo adornan, si distingue lo que son los decorados de teatro de lo que es edificio firme, tiene más posibilidades –casi todas- de fundar una relación con todas las posibilidades de futuro.
Si uno se atreve a quitarse las gafas de cristales rosas, y ve las cosas directamente con la belleza que aporta el sol de la verdad, puede descubrir la rotunda fragilidad de lo utópico sobre lo que uno pretendía establecer una relación. O descubrirá un amor real.
Si uno se auto-engaña, son engañados también el otro o la otra, y del mismo modo es engañada la relación. Demasiados engaños.
Es acertado dejar que la mente y el corazón tomen decisiones juntos. Que la primera sepa aplacar un poco al segundo, y sepa hacerle ver lo que no quiere o no puede ver, y que el corazón transmita su ilusión a la mente.
Es mejor que no sea solamente uno de los dos quien decida: a la mente le pueden parecer insuficientes los argumentos del corazón, pero es necesario que haya también un poco de locura –y ganas de hacer locuras-, y que la ilusión revolotee, y que los sueños sueñen, y que las sonrisas que se forman al pensar en el otro sigan vivas… pero sin dejar que las mentiras obvias se cuelen camufladas, e impedir que lo que no es amor, ni lo será, entre con intención de confundir y malograr.
Francisco de Sales