EL AMOR
El amor, para que sea auténtico, debe costarnos.
Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.
Para hacer que una lámpara esté siempre encendida, no debemos de dejar de ponerle aceite.
Hay una cosa muy bonita: compartir la alegría de amar. Amarnos los unos a los otros.
Amar hasta el dolor.
EL AMOR AL PRÓJIMO
Preferiría cometer errores con gentileza y compasión antes que obrar milagros con descortesía y dureza.
Darle a alguien todo tu amor nunca es seguro de que te amarán de regreso, pero no esperes que te amen de regreso; solo espera que el amor crezca en el corazón de la otra persona, pero si no crece, sé feliz porque creció en el tuyo. Hay cosas que te encantaría oír, que nunca escucharás de la persona que te gustaría que te las dijera, pero no seas tan sordo para no oírlas de aquel que las dice desde su corazón.
EL SILENCIO
Resulta muy difícil predicar cuando no se sabe cómo hacerlo, pero debemos animarnos a predicar. Para ello, el primer medio que debemos emplear es el silencio.
El silencio de la boca nos enseñará muchísimas cosas: a hablar con Cristo; a estar alegres en los momentos de desolación; a descubrir muchas cosas prácticas para decir.
Guardemos, entonces, el silencio de los ojos, el cual nos ayudará siempre a ver a Dios.
Los ojos son como dos ventanas a través de las cuales Cristo y el mundo penetran en nuestro corazón.
El silencio de la mente y del corazón: la Virgen María “conserva cuidadosamente todas las cosas en su corazón “. Este silencio la aproximó tanto al Señor que nunca tuvo que arrepentirse de nada.
El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas.
Las palabras que no procuran la luz de Cristo no hacen más que aumentar en nosotros la confusión.
LA ORACIÓN
La oración ensancha el corazón, hasta hacerlo capaz de contener el don de Dios. Sin Él, no podemos nada.
Orar a Cristo es amarlo y amarlo significa cumplir sus palabras. La oración significa para mí la posibilidad de unirme a Cristo las 24 horas del día para vivir con Él, en Él y para Él.
Si oramos, creemos. Si creemos, amaremos. Si amamos, serviremos.
Es imposible comprometerse en un apostolado directo, si no es desde una auténtica oración. Debemos tratar de ser uno con el Padre. Nuestra actividad no será
verdaderamente apostólica si no le permitimos obrar en nosotros, a través de nosotros, gracias a su poder, a sus planes y a su amor.
Para que la oración sea realmente fructuosa, ha de brotar del corazón y debe ser capaz de tocar el corazón de Dios.
Yo estoy perfectamente convencida de que cuantas veces decimos Padre nuestro, Dios mira sus manos, que nos han plasmado... “Te he esculpido en la palma de mi mano”... mira Sus manos y nos ve en ellas. ¡Qué maravillosos son la ternura y el amor de Dios omnipotente!
Orad sencillamente, como los niños, movidos por un fuerte deseo de amar mucho y de convertir en objeto de propio amor a aquellos que no son amados.
Debemos ser conscientes de nuestra unión y de convertir con Cristo, así como Él tenía clara conciencia de su unión con el Padre.
La plegaria perfecta no consiste en una palabrería, sino en el fervor del deseo que eleva los corazones hasta Jesús.
Nuestras acciones sólo pueden producir frutos, cuando son expresión verdadera de una plegaria sincera.
Frecuentemente nuestra oración no produce efecto por no haber fijado nuestra mente y
nuestro corazón en Jesús, por medio de quien únicamente nuestra oración puede ir directamente a Dios.
“Yo lo miro y El me mira” constituye la perfecta oración.
Nunca debiéramos ceder a la costumbre de aplazar nuestra oración, sino hacerla con la comunidad.
El fracaso o la pérdida de la vocación proviene también de la desidia en la oración.
La oración ensancha el corazón delicado hasta el punto de estar en condiciones de acoger el don del propio Dios.
Dios se compadece de la debilidad pero no quiere el desánimo.
“En El vivimos, nos movemos y existimos”.
No basta orar generosamente, hemos de orar con fervor y devoción.
El conocimiento que comunicamos debe ser el de Jesús crucificado y, como dice san
Agustín: “Antes de dejar de hablar a la boca, el apóstol ha de elevar su propia alma
sedienta a Dios para luego poder entregar cuanto ha bebido, vertiendo en los demás aquello de lo cual estamos colmados”, o como nos enseña santo Tomás: “Aquellos que
son llamados a la labor de una vida activa, cometen una grave equivocación si piensan que su compromiso les dispensa de la vida contemplativa. Tal obligación se añade a aquélla y no la hace menos indispensable”.
La oración que brota de nuestra mente y de nuestro corazón y que recitamos sin necesidad de leer en ningún libro se llama oración mental.
Sólo por medio de la oración mental y la lectura espiritual, podemos cultivar el don de la oración. La oración mental es una gran aliada de la pureza de alma.
Los mejores medios para alcanzar un franco progreso espiritual son la oración y la lectura espiritual. Si a ustedes les resulta difícil orar, rueguen insistentemente: “¡Jesús ven a mi corazón, ora dentro de mí y conmigo, hazme aprender de Ti cómo orar”.
La Misa es el alimento espiritual que me sustenta y sin el cual no podría vivir un solo día o una sola hora de mi vida.
La cosa más importante no es lo que decimos nosotros, sino lo que Dios nos dice a nosotros. Jesús está siempre allí, esperándonos. En el silencio nosotros escuchamos su voz.
Debemos amar la oración. La oración dilata el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de Sí mismo.
LA ORACIÓN Y EL SILENCIO
El silencio es lo más importante para orar. Las almas de oración son almas de profundo silencio. Y lo necesitamos para poder ponernos verdaderamente en presencia de Dios y escuchar lo que nos quiere decir.
Este silencio debe ser tanto exterior como interior, dejando de lado nuestras preocupaciones. Debemos acostumbrarnos al silencio del corazón, de los ojos y de la lengua.
El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios. El de los ojos, a ver a Dios. Y el silencio del corazón, como el de la Virgen, a conservar todo en nuestro corazón.
Dios es amigo del silencio, que nos da una visión nueva de las cosas. No es esencial lo que nosotros decimos, sino lo que Dios nos dice y dice a través de nosotros.
El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz.
LA CONFESIÓN
La confesión fortalece el alma, pues una confesión realmente bien hecha –la confesión de
un hijo que reconoce su pecado y retorna al Padre- produce siempre humildad y la humildad es fuerza.
Ustedes pongan en primer lugar la confesión y sólo después pidan una dirección espiritual, cuando lo crean necesario.
Para muchos de nosotros existe el peligro cierto de olvidar que somos pecadores y que como tales hemos de recurrir al confesionario. Hemos de sentir necesidad de hacer que la sangre de Cristo lave nuestros pecados.
Cuando, entre Cristo y yo, se produce un vacío, cuando mi amor está dividido, nada puede llenar tal vacío.
En la noche, al momento de acostarse, pregúntense: “¿Qué he hecho yo hoy a Jesús?
¿Qué he hecho yo hoy a Jesús? ¿Qué he hecho hoy con Jesús?”. Les bastará simplemente mirar sus manos. Este es el mejor examen de conciencia.
LA ALEGRÍA
El que tiene a Dios en su corazón, desborda de alegría. La tristeza, el abatimiento, conducen a la pereza, al desgano.
Nuestra alegría es el mejor modo de predicar el cristianismo. Al ver la felicidad en
nuestros ojos, tomarán conciencia de su condición de hijos de Dios. Pero para eso debemos estar convencidos de eso.
Superemos siempre el desaliento... nada de esto tiene sentido si hemos comprendido la ternura del amor de Dios.
La alegría del Señor es nuestra fuerza. Todos nosotros, si tenemos a Jesús dentro nuestro, debemos llevar la alegría como novedad al mundo.
La alegría es oración, la señal de nuestra generosidad, de nuestro desprendimiento y de nuestra unión interior con Dios.
SERVICIO A LOS DEMÁS
María debe ser la fuente de nuestra alegría; ella, que fue la maestra en el servicio gozoso a los demás. La alegría era su fuerza, ya que sólo la alegría de saber que tenía a Jesús en su
seno podía hacerla ir a las montañas para hacer el trabajo de una sierva en casa de su prima Isabel.
De la misma manera nosotros, con Jesús en nuestro corazón, debemos servir a los demás con alegría.
Si no se vive para los demás, la vida carece de sentido.
¿Qué descuido podremos tener en el amor? tal vez en nuestra propia familia haya alguien
que se sienta solo, alguien que esté viviendo una pesadilla, alguien que se muerde de angustia, y estos son indudablemente momentos bien difíciles para cualquiera.
Cuando nos ocupamos del enfermo y del necesitado, estamos tocando el cuerpo sufriente
de Cristo y este contacto se torna heroico; nos olvidamos de la repugnancia y de las tendencias naturales que hay en todos nosotros.
El que no sirve para servir, no sirve para vivir.
El amor no puede permanecer en sí mismo. No tiene sentido. El amor tiene que ponerse en acción. Esa actividad nos llevará al servicio.
Muchas veces basta una palabra, una mirada, un gesto para llenar el corazón del que amamos.
AMAR LO QUE UNO HACE
No es lo importante lo que uno hace, sino cómo lo hace, cuánto amor, sinceridad y fe ponemos en lo que realizamos. Cada trabajo es importante, y lo que yo hago, no lo puedes hacer tú, de la misma manera que yo no puedo hacer lo que tú haces. Pero cada uno de nosotros hace lo que Dios le encomendó.
Sólo siendo sinceros y trabajando con Dios, poniendo en ello toda nuestra alma, podremos llevar la salvación a los demás. Pero para ello es necesario que no perdamos nuestro tiempo mirando y deseando hacer lo que hacen los demás.
No es tanto lo que hacemos cuanto el amor que ponemos en lo que hacemos lo que agrada a Dios.
Mientras el trabajo sea más repugnante, mayor ha de ser nuestra fe y más alegre nuestra devoción.
No puedo parar de trabajar. Tendré toda la eternidad para descansar.
A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota.
LA VOCACIÓN
Tu vocación consiste en pertenecer a Jesús. Tu servicio a los leprosos es sólo tu forma concreta de expresar tu amor a Jesús. Por ello, no interesa demasiado determinar a quiénes dedicas tu labor, a condición de que la realices por El, de que lo hagas con El.
Esta es, en realidad, la forma de cumplir tu vocación, tu penitencia a Cristo.
Nuestra vocación consiste en pertenecer a Jesús.
Jesús nos ha elegido para Sí; le pertenecemos. Tenemos que estar, pues, tan convencidos de dicha presencia, que no permitamos que nada, ni lo más insignificante, nos aparte de su posesión... de su amor.
LA POBREZA
Los pobres son la esperanza del mundo porque nos proporcionan la ocasión de amar a
Dios a través de ellos. Son el don de Dios a la humanidad, para que nos enseñen una manera diferente de amarlo, buscando siempre la manera de dignificarlos y rescatarlos.
Ellos son el signo de la presencia de Dios entre nosotros, ya que en cada uno de ellos es
Cristo quien se hace presente.
Por eso, Él no nos preguntará cuántas cosas hicimos, sino cuánto amor pusimos en ellas.
Seamos los servidores del pobre. Hemos de brindar al pobre un servicio generoso, sincero. En el mundo, a la gente se le paga por su trabajo. Sintámonos pagados por Dios.
¿Acaso tratan ustedes a los pobres como basurero, dándoles aquello que ya no pueden ustedes usar o comer? Como esto no puedo ya comérmelo, se lo voy a dar al pobre.
LA HUMILDAD
La grandeza de María proviene justamente de su humildad. Y era humilde porque pertenecía a Dios por completo, estaba en disponibilidad para lo que Él quisiera pedirle.
Ella, que estaba colmada de gracias, siguió siendo la esclava del Señor. Se mantuvo con firmeza junto a la cruz de su Hijo, y ni siquiera viéndolo morir dejó de confiar en Dios.
Pidámosle a la Virgen que nos ayude a ser como ella, a realizar con humildad y sin vanagloria el trabajo que se nos ha asignado, y que llevemos a los demás a Jesús con el mismo espíritu con que ella lo llevó en su seno.
Hay que cuidarse del orgullo, porque el orgullo envilece cualquier cosa.
Dios no va a preguntarle a aquella hermana cuántos libros ha leído, cuántos milagros ha
realizado; lo que le preguntará es si ha hecho de lo suyo lo mejor por amor del mismo
Dios.
“Hice lo mío de la mejor forma”. Aunque aquello que he podido hacer, no sea más que un
fracaso, eso deberá ser lo mejor que hemos podido y sabido hacer; debe tener nuestro máximo empeño.
Ningún fracaso las desanimará, mientras tengan clara conciencia de haber hecho aquello que estaba a su alcance. Hablando humanamente, si una hermana tuviera un fracaso en
su tarea, procuremos atribuirlo a cualquier factor de debilidad humana, que no fue inteligente, o no supo hacer mejor las cosas, etc. A pesar de todo, a los ojos de Dios no ha fallado si ha hecho todo lo que era capaz de hacer. Y ella debiera sentirse, pese a todo, colaboradora suya.
Nunca debemos creernos indispensables Dios tiene sus caminos y sus maneras... El puede permitir que todo marche al revés aun en manos de la hermana más bien dotada.
Dios no mira más que su amor. Bien ustedes pueden trabajar hasta el agotamiento,
incluso matarse trabajando, pero si su trabajo no está tejido por el amor resulta inútil.
¡Dios no tiene ninguna necesidad de sus obras!
Si todo lo he recibido, ¿qué mérito nos cabe? Si estamos bien convencidos de esto, nunca alzaremos altaneramente la cabeza.