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 PENSAMIENTOS DE LA MADRE TERESA DE CALCUTA (PARTE I)



Noviembre 19, 2011, 08:12:11 am
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PENSAMIENTOS DE LA MADRE TERESA DE CALCUTA (PARTE I)
« en: Noviembre 19, 2011, 08:12:11 am »
EL AMOR
El amor, para que sea auténtico, debe costarnos.   
Ama hasta que te duela. Si te duele es buena señal.
Para  hacer  que  una  lámpara  esté  siempre  encendida,  no  debemos  de  dejar  de  ponerle aceite.
Hay  una  cosa  muy  bonita: compartir  la  alegría  de  amar.  Amarnos  los  unos  a  los  otros.
Amar hasta el dolor. 


EL AMOR AL PRÓJIMO
Preferiría  cometer  errores  con  gentileza  y  compasión  antes  que  obrar  milagros  con  descortesía y dureza.
Darle  a  alguien  todo  tu  amor  nunca  es  seguro  de  que  te  amarán  de  regreso,  pero  no  esperes que te amen de regreso; solo espera que el amor crezca en el corazón de la otra persona, pero si no crece, sé feliz porque creció en el tuyo.  Hay cosas que te encantaría oír,  que nunca escucharás de la persona que te gustaría que te las dijera, pero no seas tan sordo para no oírlas de aquel que las dice desde su corazón.


EL SILENCIO
Resulta muy difícil predicar cuando no se sabe cómo hacerlo, pero debemos animarnos a predicar. Para ello, el primer medio que debemos emplear es el silencio.
El  silencio  de  la  boca  nos  enseñará  muchísimas  cosas:  a  hablar  con  Cristo;  a  estar alegres en los momentos de desolación; a descubrir muchas cosas prácticas para decir.
Guardemos, entonces, el silencio de los ojos, el cual nos ayudará  siempre a ver a Dios.
Los  ojos  son  como  dos  ventanas  a  través  de  las  cuales  Cristo  y  el  mundo  penetran  en nuestro corazón.
El  silencio  de la  mente   y  del  corazón: la Virgen  María  “conserva cuidadosamente  todas las cosas en su corazón “. Este silencio la aproximó tanto al Señor que nunca tuvo que arrepentirse de nada.
El silencio nos proporciona una visión nueva de todas las cosas.
Las palabras que no procuran la luz de Cristo no hacen más que aumentar en nosotros la confusión.



LA ORACIÓN
La oración ensancha el corazón, hasta hacerlo capaz de contener el don de Dios. Sin Él, no podemos nada.
Orar a Cristo es amarlo y amarlo significa cumplir sus palabras. La oración significa para mí la posibilidad de unirme a Cristo las 24 horas del día para vivir con Él, en Él y para Él.
Si oramos, creemos. Si creemos, amaremos. Si amamos, serviremos.
Es  imposible  comprometerse  en  un  apostolado  directo,  si  no  es  desde  una  auténtica oración.   Debemos   tratar   de   ser   uno   con   el   Padre.   Nuestra   actividad   no   será
verdaderamente apostólica si  no  le  permitimos  obrar  en  nosotros,  a  través  de nosotros, gracias a su poder, a sus planes y a su amor. 
Para que la oración sea realmente fructuosa, ha de brotar del corazón y debe ser capaz de tocar el corazón de Dios.
Yo  estoy  perfectamente  convencida  de  que  cuantas  veces  decimos  Padre  nuestro,  Dios mira  sus  manos,  que  nos  han  plasmado...  “Te  he  esculpido  en  la  palma  de  mi  mano”... mira  Sus  manos  y  nos  ve  en  ellas.  ¡Qué  maravillosos  son  la  ternura  y  el  amor  de  Dios omnipotente!
Orad  sencillamente,  como  los  niños,  movidos  por  un  fuerte  deseo  de  amar  mucho  y  de convertir en objeto de propio amor a aquellos que no son amados.
Debemos  ser  conscientes  de  nuestra  unión  y  de  convertir  con  Cristo,  así  como  Él  tenía clara conciencia de su unión con el Padre.
La plegaria perfecta no consiste en una palabrería, sino en el fervor del deseo que eleva los corazones hasta Jesús.
Nuestras acciones sólo pueden producir frutos, cuando son expresión verdadera de una plegaria sincera.
Frecuentemente  nuestra  oración  no  produce  efecto  por  no  haber  fijado  nuestra  mente  y
nuestro  corazón  en  Jesús,  por  medio  de  quien  únicamente  nuestra  oración  puede  ir directamente a Dios.
“Yo lo miro y El me mira” constituye la perfecta oración.   
Nunca debiéramos ceder  a la costumbre de aplazar nuestra oración, sino hacerla con la comunidad. 
El fracaso o la pérdida de la vocación proviene también de la desidia en la oración.
La oración ensancha el corazón delicado hasta el punto de estar en condiciones de acoger el  don del propio Dios.
Dios se compadece de la debilidad pero no quiere el desánimo.
“En El vivimos, nos movemos y existimos”.
No basta orar generosamente, hemos de orar con fervor y devoción.
El  conocimiento  que  comunicamos  debe  ser  el  de  Jesús  crucificado  y,  como  dice  san
Agustín:  “Antes  de  dejar  de  hablar  a  la  boca,  el  apóstol  ha  de  elevar  su  propia  alma
sedienta  a  Dios  para  luego  poder  entregar  cuanto  ha  bebido,  vertiendo  en  los  demás aquello de lo cual estamos colmados”, o  como nos enseña santo Tomás: “Aquellos que
son  llamados  a  la  labor  de  una  vida  activa,  cometen  una  grave  equivocación  si  piensan que  su  compromiso  les  dispensa  de  la  vida  contemplativa.  Tal  obligación  se  añade  a aquélla y no la hace menos indispensable”.
La  oración  que  brota  de  nuestra  mente  y  de  nuestro  corazón  y  que  recitamos  sin necesidad de leer en ningún libro se llama oración mental.
Sólo por medio de la oración mental y la lectura espiritual, podemos cultivar el don de la oración. La oración mental es una gran aliada de la pureza de alma.
Los mejores medios para alcanzar un franco progreso espiritual son la oración y la lectura espiritual. Si  a  ustedes  les  resulta  difícil  orar,  rueguen  insistentemente:  “¡Jesús  ven  a  mi  corazón, ora dentro de mí y conmigo, hazme aprender de Ti cómo orar”.
La Misa es el alimento espiritual que me sustenta y sin el cual no podría vivir un solo día o una sola hora de mi vida.
La  cosa  más  importante  no  es  lo  que  decimos  nosotros,  sino  lo  que  Dios  nos  dice  a nosotros. Jesús está siempre allí, esperándonos. En el silencio nosotros escuchamos su voz.
Debemos amar la oración. La oración dilata el corazón hasta el punto de hacerlo capaz de contener el don que Dios nos hace de Sí mismo.



LA ORACIÓN Y EL SILENCIO
El silencio es lo más importante para orar. Las almas de oración son almas de profundo silencio.  Y lo necesitamos para poder ponernos verdaderamente en presencia de Dios y escuchar lo que nos quiere decir.
Este   silencio   debe   ser   tanto   exterior   como   interior,   dejando   de   lado   nuestras preocupaciones.  Debemos  acostumbrarnos  al  silencio  del  corazón,  de  los  ojos  y  de  la lengua.
El  silencio  de  la  lengua  nos  ayuda  a  hablarle  a  Dios.  El  de  los  ojos,  a  ver  a  Dios.  Y  el silencio del corazón, como el de la Virgen, a conservar todo en nuestro corazón.
Dios es amigo del silencio, que nos da una visión nueva de las cosas. No es esencial lo que nosotros decimos, sino lo que Dios nos dice y dice a través de nosotros. 
El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor.
El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz.



LA CONFESIÓN
La confesión fortalece el alma, pues una confesión realmente bien hecha –la confesión de
un  hijo  que  reconoce  su  pecado  y  retorna  al  Padre-  produce  siempre  humildad  y  la humildad es fuerza.   
Ustedes  pongan  en  primer  lugar  la  confesión  y  sólo  después  pidan  una  dirección espiritual, cuando lo crean necesario.
Para muchos de nosotros existe el peligro cierto de olvidar que somos pecadores y que como tales hemos de recurrir al confesionario. Hemos de sentir necesidad de hacer que la sangre de Cristo lave nuestros pecados.
Cuando, entre Cristo y yo, se produce un vacío, cuando mi amor está dividido, nada puede llenar tal vacío.
En  la  noche,  al  momento  de  acostarse,  pregúntense:  “¿Qué  he  hecho  yo  hoy  a  Jesús?
¿Qué  he  hecho  yo  hoy  a  Jesús?  ¿Qué  he  hecho  hoy  con  Jesús?”.  Les  bastará simplemente mirar sus manos. Este es el mejor examen de conciencia.



LA ALEGRÍA
El  que  tiene  a  Dios  en  su  corazón,  desborda  de  alegría.  La  tristeza,  el  abatimiento, conducen a la pereza, al desgano.
Nuestra  alegría  es  el  mejor  modo  de  predicar  el  cristianismo.  Al  ver  la  felicidad  en
nuestros  ojos,  tomarán  conciencia  de  su  condición  de  hijos  de  Dios.  Pero  para  eso debemos estar convencidos de eso.
Superemos siempre el desaliento... nada de esto tiene sentido si hemos comprendido la ternura del amor de Dios.
La  alegría  del  Señor  es  nuestra  fuerza.  Todos  nosotros,  si  tenemos  a  Jesús  dentro nuestro, debemos llevar la alegría como novedad al mundo.
La alegría es oración, la señal de nuestra generosidad, de nuestro desprendimiento y de nuestra unión interior con Dios. 



SERVICIO A LOS DEMÁS
María debe ser la fuente de nuestra alegría; ella, que fue la maestra en el servicio gozoso a los demás. La alegría era su fuerza, ya que sólo la alegría de saber que tenía a Jesús en su
seno  podía  hacerla  ir  a  las  montañas  para  hacer  el  trabajo  de  una  sierva  en  casa  de  su prima Isabel.
De la misma manera nosotros, con Jesús en nuestro corazón, debemos servir a los demás con alegría. 
Si no se vive para los demás, la vida carece de sentido. 
¿Qué descuido podremos tener en el amor? tal vez en nuestra propia familia haya alguien
que  se  sienta  solo,  alguien  que  esté  viviendo  una  pesadilla,  alguien  que  se  muerde  de angustia, y estos son indudablemente momentos bien difíciles para cualquiera.
Cuando nos ocupamos del enfermo y del necesitado, estamos tocando el cuerpo sufriente
de  Cristo  y  este  contacto  se  torna  heroico;  nos  olvidamos  de  la  repugnancia  y  de  las tendencias naturales que hay en todos nosotros.
El que no sirve para servir, no sirve para vivir.
El amor no puede permanecer en sí mismo. No tiene sentido. El amor tiene que ponerse en acción. Esa actividad nos llevará al servicio.
Muchas  veces  basta  una  palabra,  una  mirada,  un  gesto  para  llenar  el  corazón  del  que amamos. 



AMAR LO QUE UNO HACE
No  es  lo  importante  lo  que  uno  hace,  sino  cómo  lo  hace,  cuánto  amor,  sinceridad  y  fe ponemos en lo que realizamos. Cada trabajo es importante, y lo que yo hago, no lo puedes hacer tú, de la misma manera que yo no puedo hacer lo que tú haces. Pero cada uno de nosotros hace lo que Dios le encomendó.
Sólo  siendo  sinceros  y  trabajando  con  Dios,  poniendo  en  ello  toda  nuestra  alma, podremos llevar la salvación a los demás. Pero para ello es necesario que no perdamos nuestro tiempo mirando y deseando hacer lo que hacen los demás. 
No  es  tanto  lo  que  hacemos  cuanto  el  amor  que  ponemos  en  lo  que  hacemos  lo  que agrada a Dios. 
Mientras el trabajo sea más repugnante, mayor ha de ser nuestra fe y más alegre nuestra devoción.
No puedo parar de trabajar. Tendré toda la eternidad para descansar.
A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar, pero el mar sería menos si le faltara una gota.



LA VOCACIÓN
Tu vocación consiste en pertenecer a Jesús. Tu servicio a los leprosos  es sólo tu forma concreta  de  expresar  tu  amor  a  Jesús.  Por  ello,  no  interesa  demasiado  determinar  a quiénes dedicas tu labor, a condición  de  que la  realices por El, de que lo hagas con El.
Esta es, en realidad, la forma de cumplir tu vocación, tu penitencia a Cristo.
Nuestra vocación consiste en pertenecer a Jesús.
Jesús nos ha elegido para Sí; le pertenecemos. Tenemos que estar, pues, tan convencidos de dicha presencia, que no permitamos que nada, ni lo más insignificante, nos aparte de su posesión...  de su amor.



LA POBREZA
Los pobres son la esperanza del mundo porque nos proporcionan la ocasión de amar a
Dios  a  través  de  ellos.  Son  el  don  de  Dios  a  la  humanidad,  para  que  nos  enseñen  una manera diferente de amarlo, buscando siempre la manera de dignificarlos y rescatarlos.
Ellos son el signo de la presencia de Dios entre nosotros, ya que en cada uno de ellos es
Cristo quien se hace presente.
Por eso, Él no nos preguntará cuántas cosas hicimos, sino cuánto amor pusimos en ellas. 
Seamos  los  servidores  del  pobre.  Hemos  de  brindar  al  pobre  un  servicio  generoso, sincero. En el mundo, a la gente se le paga por su trabajo. Sintámonos pagados por Dios.
¿Acaso tratan ustedes a los pobres como basurero, dándoles aquello que ya no pueden ustedes usar o comer? Como esto no puedo ya comérmelo, se lo voy a dar al pobre.



LA HUMILDAD
La  grandeza  de  María  proviene  justamente  de  su  humildad.  Y  era  humilde  porque pertenecía a Dios por completo, estaba en disponibilidad para lo que Él quisiera pedirle.
Ella, que estaba colmada de gracias, siguió siendo la esclava del Señor. Se mantuvo con firmeza junto a la cruz de su Hijo, y ni siquiera viéndolo morir dejó de confiar en Dios.
Pidámosle  a  la  Virgen  que  nos  ayude  a  ser  como  ella,  a  realizar  con  humildad  y  sin vanagloria el trabajo que se nos ha asignado, y que llevemos a los demás a Jesús con el mismo espíritu con que ella lo llevó en su seno. 
Hay que cuidarse del orgullo, porque el orgullo envilece cualquier cosa. 
Dios no va a preguntarle a aquella hermana cuántos libros ha leído, cuántos milagros ha
realizado;  lo  que  le  preguntará  es  si  ha  hecho  de  lo  suyo  lo  mejor  por  amor  del  mismo
Dios.
“Hice lo mío de la mejor forma”. Aunque aquello que he podido hacer, no sea más que un
fracaso,  eso  deberá  ser  lo  mejor  que  hemos  podido  y  sabido  hacer;  debe  tener  nuestro máximo empeño.
Ningún fracaso las desanimará, mientras tengan clara conciencia de haber hecho aquello que estaba a su alcance. Hablando humanamente, si una hermana tuviera un fracaso en
su  tarea,  procuremos  atribuirlo  a  cualquier  factor  de  debilidad  humana,  que  no  fue inteligente, o no supo hacer mejor las cosas, etc. A pesar de todo, a los ojos de Dios no ha fallado si ha hecho todo lo que era capaz de hacer. Y ella debiera sentirse, pese a todo, colaboradora suya.
Nunca  debemos  creernos  indispensables  Dios  tiene  sus  caminos  y  sus  maneras...  El puede permitir que todo marche al revés aun en manos de la hermana más bien dotada.
Dios  no  mira  más  que  su  amor.  Bien  ustedes  pueden  trabajar  hasta  el  agotamiento,
incluso  matarse  trabajando,  pero  si  su  trabajo  no  está  tejido  por  el  amor  resulta  inútil.
¡Dios no tiene ninguna necesidad de sus obras!
Si todo lo he recibido, ¿qué mérito nos cabe? Si estamos bien convencidos de esto, nunca alzaremos  altaneramente la cabeza.


 

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