EL CAMINO HACIA LA FELICIDAD
D. Jorge Bucay
Psiquiatra
Todos sabemos algo –al menos lo necesario para vivir– sobre el tema de la felicidad. Por lo tanto, algunas de las cosas que voy a decir sonarán a repetidas o consabidas, si bien trataré de ponerlas en un orden nuevo, cambiando la manera de decirlo. La vieja discusión del mundo de la filosofía y de la psicología sobre qué significa la felicidad en la vida cotidiana se ha llegado a plantear en términos de si existe o no la felicidad, si ésta resulta tan sólo algo transitorio o si de verdad se puede ser feliz. La discusión, como siempre, no sólo pasa por la cuestión filosófica en sí, sino que además tiene mucho que ver con la pregunta de a qué llamemos "felicidad". Dependiendo de ello, la felicidad se volverá algo imposible, algo transitorio o algo capaz de ser alcanzado. Por eso, si bien está muy lejos de resultar definitiva y no deja de ser una de tantas otras, expondré a continuación mi pequeña y privada definición de felicidad. Todo lo que más abajo afirme estará en relación con ella.
Tomando los dos extremos, hay gente que cree que la felicidad es homologable a estar contento, a estar alegre, haciendo de la felicidad el uso que le corresponde como palabra cotidiana. Así, decimos: "¡Hoy estoy tan feliz!" y ¡"Hoy estoy tan poco feliz!". Otros nos cuentan: "He tenido un fin de semana muy feliz". O recuerdan: "Tuve una infancia muy feliz". Hablamos de felicidad como si fuera sinónimo de estar contento o alegre, una expresión equivalente a "estar riéndose". Ahora bien, nadie puede sostener la idea de que uno pueda estar riéndose todo el tiempo (24 horas al día, 365 días al año y 70 u 80 años). Eso es imposible de conseguir. Por tanto, si ésta es nuestra idea de la felicidad, y como sólo tendremos algunos momentos alegres, sostendremos con todo el derecho que únicamente hay "momentos felices" y que hay que tratar de vivir muchos de ellos, pero que, lamentablemente, son sólo algunos "momentitos" y que no se puede ser feliz.
Sin embargo, si pensamos en la felicidad como algo diferente, como un estado interior, no como algo relacionado con una alegría que proviene de fuera, sino como algo que pasa "de la piel hacia dentro" (un proceso interno), podríamos entender que quizá sea algo más duradero, que acaso ser feliz no sea un evento casual y transitorio que depende de lo bien que vayan las cosas. Pensada así, la felicidad podría empezar a ser algo relacionado con la tranquilidad interior, con la paz espiritual, una sensación interna de serenidad, de tranquilidad y de certeza que me llene y me inunde de una agradable satisfacción con respecto a la vida. Definida así, en definitiva, la felicidad puede ser algo más permanente y que dure más tiempo; o puede ser algo que nos invada de una vez y para siempre.
Me gustaría diferenciar dos conceptos que ayudan a darse cuenta de lo que quiero decir. Cuando la alegría se relaciona con un hecho que proviene de fuera de nuestra vida, en general está relacionada con conseguir algo, con llegar a algún lugar, con alcanzar una meta, sea ésta el amor de la persona amada, una fortuna económica, un puesto determinado, el reconocimiento de los otros, etc. Sea cual sea nuestra meta, conseguirla nos alegra. Pues bien, mucha gente identifica lo anterior con la felicidad, y haciéndolo tiende a pensar que, si quiere ser feliz, tiene que alcanzar metas, cumplir con ellas.
Sin embargo, imaginemos un señor que sale a navegar en su barco. Está en el puerto de Buenos Aires, embarca en su velero, iza las velas, leva anclas y se hace a la mar. En un momento determinado se desata una tormenta de viento, lluvia y remolinos tan furiosa y oscura, tan terrible y feroz, que el velero es virtualmente alzado en el aire y llevado mar adentro. De repente, el hombre se da cuenta de que ha perdido el control sobre su barco y que la nave se está alejando inquietantemente de la costa; como el marino no tiene instrumental, desconoce el lugar adonde se dirige, ni qué demonios va a suceder. Teme por su vida, se sujeta al palo mayor del mástil. Cuando la tormenta empieza a calmarse, a pesar de que el cielo no se despeja, se da cuenta de que mira para todos los lados y lo único que ve es agua. La costa ha desaparecido. Reconoce que está perdido porque la tormenta lo ha dejado a la deriva. El barco está sano, la vela está entera, el motor del barco funciona, pero él no tiene ni idea de adónde lo ha llevado la tormenta.
Entonces, quizá arrebatado por la falsa fe que a veces nos rapta en momentos desesperados, el hombre se hinca de rodillas y empieza a rezar. No reza porque sea religioso, sino por su desesperación. Se acuerda de su fe y entonces reza: "¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Estoy perdido! ¡Dios mío, ayúdame, no sé dónde estoy!". Y de repente, el cielo se abre y un rayo de sol desciende sobre el velero y se escucha una voz que dice: "¿Qué sucede?". El hombre está sorprendido, está frente a un milagro que le está pasando precisamente a él; imaginario o no, lo que está viendo es un milagro. Entonces contesta compungido: "Estoy perdido. La tormenta me llevó mar adentro. Ahora no sé dónde estoy". Entonces la voz le dice: "Estás a 28 grados de longitud sur y 35 grados de latitud oeste". "¡Gracias, Dios mío!", contesta nuestro hombre.
El cielo se cierra. El marino mira para todos lados y exclama de nuevo: "¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!". Y se vuelve a abrir el cielo: "¿Qué pasa ahora?". "Me acabo de dar cuenta de que, para no estar perdido, no me sirve de nada saber dónde estoy. Lo que yo necesito saber es adónde voy". Entonces la voz responde: "A Buenos Aires". "No, no, no, pero es que yo no sé dónde está el lugar adonde yo voy", responde el hombre. La voz precisa: "Buenos Aires está a 35 grados longitud sur". "No, no. Dios mío, estoy perdido, estoy perdido", continúa lamentándose el hombre. La voz, un tanto harta ya, pregunta de nuevo: "¿Qué pasa?".
"Para dejar de estar perdido, lo que yo necesito saber es el camino que va desde donde estoy hasta donde voy", responde el náufrago. "¡Uf!", resopla la voz. Entonces sucede un milagro más en este cuento. Cae sobre el bote un pergamino enrollado con una cinta color fucsia. El hombre lo extiende y comprueba que contiene en su interior un mapa. Arriba y la izquierda hay una lucecita roja que se prende y se apaga, y dice: "Usted está aquí". Abajo a la derecha hay un punto marrón que dice: "Buenos Aires". Y entre medio se puede ver un camino marcado de verde fosforescente que dice: "Remolino. Viento fuerte. Vado", para indicarle el camino. Él agradece el milagro, levanta el ancla, extiende la vela, coloca el mapa delante de su timón, enciende el motor para arrancar, mira para todos lados, consulta el mapa y vuelve a exclamar: "¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!".
Así termina esta historia. Esas últimas palabras del hombre ("¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido! ¡Estoy perdido!") nos quieren decir que, aunque uno sepa dónde está y pretenda saber dónde va, aun cuando sepa cuál es el camino que va desde donde está hasta donde va, si no conoce la dirección y no sabe el "hacia dónde", está perdido de todas maneras. Saber cuál es tu meta no te libra de que no estés perdido. Hace falta saber el rumbo para no estarlo.
La felicidad tiene que ver con conocer ese rumbo. No se relaciona con llegar a ningún lugar, sino con ir en una dirección adecuada. La felicidad no se refiere a la alegría vanidosa que da haber conseguido –o ser capaz de conseguir– lo que otros no consiguieron. Esto no hace feliz a la gente. Es mentira que la felicidad tenga que ver con estos logros tan tontos que hacen que, una vez que se consiguen, necesites buscarte uno nuevo porque ése ya no te sirve de ninguna alegría. La felicidad es como la mente clara que te dirige en una dirección; si tú vas en dirección al este, en dirección a ese punto, en ese rumbo, puedes ir infinitamente; y saber que estás en esa dirección (más allá de adónde llegues) puede inspirarte esa serenidad que te hará saber que estás en el camino correcto.
Si uno quiere saber cómo se encuentra ese rumbo, la pregunta que debe hacerse es muy sencilla: ¿para qué vivo? ¿Qué sentido tiene vivir? Si uno no define qué sentido tiene su vida, podría suceder que llegara a la conclusión de que su vida carece de sentido alguno, lo que resultaría complicado si quiere ser feliz. Asimismo, si la respuesta que me doy es algo "solamente conseguible", una meta alcanzable –como, por ejemplo, ganar 10.000 euros al mes–, el día que lo consiga... ¿qué voy hacer? ¿Suicidarme? ¿Dejar de ser feliz? ¿Perder el rumbo? Esa persona se perderá otra vez.
Imaginemos, por ejemplo, que lo que diera sentido a mi vida fuera construir tantos hospitales como resultaran precisos para que nadie sufriera una enfermedad nunca más ni necesitara ser asistido. La verdad es que no se trata de una meta que alguien pueda conseguir en su vida, pero ir en esa dirección puede dar al que lo desea la conciencia de que está en el camino cierto. Y tampoco hace falta ser tan altruista. Así, puede que haya un cantante de rock que lo único que quiere es ser el más famoso de los cantantes de rock en todo el mundo y que no haya un lugar en el mundo donde no se escuche su música. Mientras él conduzca en esa dirección, puede ser que se sienta feliz haciendo aquello que para él es importante –y que, no lo olvidemos, es su rumbo, no su meta de llegada–.
Es decir, no importa que estemos de acuerdo con tal o cual rumbo. No estamos hablando de moral, pensando qué rumbos están bien o cuáles están mal. Por el contrario, pensemos en que hace falta saber qué sentido se le va a dar a la vida y qué se va a hacer para encaminar la vida de cada uno.
A partir de ahí, las cosas suceden más o menos así. Cada vez que tu camino coincida con el rumbo que decidiste, te sentirás satisfecho, sereno y tranquilo, aunque lo que esté pasando no sea maravilloso; y cada vez que te alejes del rumbo que le da sentido a tu vida, te sentirás infeliz, aunque sean placenteras algunas cosas que te ocurran.
Este pequeño secreto lo extraigo de mi experiencia personal. Cuando uno lee Cartas para Claudia, el primer libro que escribí en mi vida (hace ya veinte años), se puede entrever que lo que daba sentido a mi vida en aquel momento era el placer y el disfrute. Tanto era así, que yo escribí en Cartas para Claudia lo siguiente: "Sólo tiene sentido aquello que me da placer. Si no me da placer, no lo hago". En ese momento yo pensaba eso; y no es que estuviera mal, simplemente estaba bien para ese momento de mi vida.
Sin embargo, un día que tenía que dictar una conferencia en una provincia bastante alejada de Buenos Aires, mientras caía una fuerte tormenta y yo estaba muy engripado, empecé a darme cuenta de que más importante que ir a aquel lugar y agradar al auditorio era el placer que me daba quedarme en mi casa con mi familia. Entonces, fiel a lo que yo pensaba y creía, me dije: "Si no me da placer hacerlo, no lo hago porque no tiene ningún sentido". Sin embargo, cuando empecé a pensar en no ir a esa charla, también comencé a darme cuenta de que, ciertamente, era más placentero quedarme en mi casa, pero que no me sentía tranquilo ni contento con mi decisión, que no estaba satisfecho, que había algo que no funcionaba. Entonces empecé a darme cuenta de lo que sucedía: no es que hubiera estado equivocado hasta entonces, sino que simplemente había cambiado de rumbo. Me importaba más llegar hasta la gente de aquella lejana provincia para decirle lo que yo tenía preparado comunicar que el placer de quedarme en mi casa.
¿Significa lo anterior que una cosa es mejor que la otra? No, sólo sucede que el rumbo se va cambiando. No se cambia en cada momento, pero hay etapas de la vida donde cada uno elige. Yo diría que hay momentos en los que nos atamos al placer, y otros en los que buscamos ciertas cuotas de trascendencia, ya sea moral, ética o espiritual (o simplemente la gloria, cada uno es libre). Algunos viven su vida tratando de conseguir algún tipo de poder, bien sea el poder para ayudar a los demás, el poder del conocimiento de uno mismo, el poder político, el poder del dinero, etc. Finalmente, algunos deciden que lo que da sentido a su vida es una misión incumplible que, no obstante, da rumbo y pone un horizonte en su vida.
Ahora bien, ¿cómo se sabe cuál es el rumbo correcto? ¿Uno va por la calle, y un día un rayo le cae y lo ilumina? No, de ninguna manera. Se trata de una decisión personal que debe tomar cada uno. Por ello, nadie nos puede decir con qué seremos felices. Es mentira que podamos enseñar a nuestros hijos qué tienen que hacer para ser felices. Como mucho, podremos contarles qué hicimos nosotros, cómo nos fue bien y mal. A todos nos ha sucedido, en algún momento de nuestra vida, que nos hemos sentido mal y hemos dicho que no nos sentíamos bien o que no éramos felices. Entonces alguien se nos acercó y respondió: "¿Tú no eres feliz? ¿Con todo lo que tienes, no eres feliz? ¿Cómo puede ser eso? Si yo tuviera la mitad de lo que tú tienes, sería muy feliz". Esa persona no entiende que, en realidad, ella sería muy feliz con esa mitad. Ahora bien, posiblemente cada uno sea único, indivisible e irrepetible, y posiblemente cada uno haya encontrado sus propias respuestas.
Para encontrarlas, por supuesto, hace falta dar el primer paso, que es conocerse. Es irremediable, si queremos ser felices, empezar por el principio, que es dedicar algún tiempo a prestar atención a saber quién soy, a mirarme de verdad y lo menos subjetivamente que pueda. Esto significa dos cosas. Por un lado, mirarme a mí mismo; por el otro, aprender a escuchar lo que los otros dicen –y ven– de mí.
Tomemos un ejemplo sencillo. Para cualquiera de los que nos conocen no demasiado cercanamente es muy difícil reconocernos por otra cosa que no sea nuestra cara. Sin embargo, sucede una cosa tan extraña y tan misteriosa como que nadie ha visto su cara directamente, sino que para ello siempre ha necesitado un espejo, una fotografía o un dibujo. Siempre ha necesitado algo que le devuelva su imagen para poder verla. Sin embargo, estoy hablando de aquello que nos define y dice quiénes somos; paradójicamente, a pesar de que otra persona y yo nos estemos mirando, ella tiene más capacidad de verme a mí que la que tengo yo, y lo mismo sucede con los aspectos psicológicos que determinan quién soy yo. Aquellos aspectos psicológicos, espirituales o mentales de la identidad que hacen que cada uno sea como es no siempre están abiertos a la mirada propia.
A veces somos ciegos a esas cosas; y la única posibilidad que tenemos para verlas es la mirada del otro (que es el espejo). Ahora bien, si nunca escucho al otro porque no quiero escuchar lo que dice o no me importa su opinión o en realidad me creo superior; o porque exclusivamente me interesa escuchar a la gente que me dice cosas buenas; o porque no me interesa la objetiva mirada de mis amigos o de mis seres queridos, entonces habrá algunas cosas que nunca sabré. Por eso, si de verdad quiero enterarme de quién soy, saber de mí y conocerme, tendría que empezar por sintonizar mis oídos y escuchar a los demás, con el fin de escuchar de verdad lo que otros dicen de mí.
Si pudiéramos hacer esto, empezaríamos a conocer algunos aspectos nuestros todavía desconocidos. Así, si cualquiera se planta frente a mí y me dice: "Bucay, eres un idiota", yo de verdad me preguntaría: "¿Soy un idiota yo?". Esto hace que uno se conozca, si bien hay que tener cuidado y desde el principio no responder, cuando el otro nos dice que somos idiotas, lo siguiente: "El idiota eres tú". Es decir, hace falta que yo vea un pedacito de esto en mí. Un amigo me ilustró esta idea hace muchos años diciendo que, cuando alguien señala a otro con el dedo, mientras su índice acusa a la otra persona, los otros tres dedos se dirigen al acusador.
Si uno quiere saber cómo se encuentra ese rumbo, la pregunta que debe hacerse es muy sencilla: ¿para qué vivo? ¿Qué sentido tiene vivir? Si uno no define qué sentido tiene su vida, podría suceder que llegara a la conclusión de que su vida carece de sentido alguno, lo que resultaría complicado si quiere ser feliz. Asimismo, si la respuesta que me doy es algo "solamente conseguible", una meta alcanzable –como, por ejemplo, ganar 10.000 euros al mes–, el día que lo consiga... ¿qué voy hacer? ¿Suicidarme? ¿Dejar de ser feliz? ¿Perder el rumbo? Esa persona se perderá otra vez.
Imaginemos, por ejemplo, que lo que diera sentido a mi vida fuera construir tantos hospitales como resultaran precisos para que nadie sufriera una enfermedad nunca más ni necesitara ser asistido. La verdad es que no se trata de una meta que alguien pueda conseguir en su vida, pero ir en esa dirección puede dar al que lo desea la conciencia de que está en el camino cierto. Y tampoco hace falta ser tan altruista. Así, puede que haya un cantante de rock que lo único que quiere es ser el más famoso de los cantantes de rock en todo el mundo y que no haya un lugar en el mundo donde no se escuche su música. Mientras él conduzca en esa dirección, puede ser que se sienta feliz haciendo aquello que para él es importante –y que, no lo olvidemos, es su rumbo, no su meta de llegada–.
Es decir, no importa que estemos de acuerdo con tal o cual rumbo. No estamos hablando de moral, pensando qué rumbos están bien o cuáles están mal. Por el contrario, pensemos en que hace falta saber qué sentido se le va a dar a la vida y qué se va a hacer para encaminar la vida de cada uno.
A partir de ahí, las cosas suceden más o menos así. Cada vez que tu camino coincida con el rumbo que decidiste, te sentirás satisfecho, sereno y tranquilo, aunque lo que esté pasando no sea maravilloso; y cada vez que te alejes del rumbo que le da sentido a tu vida, te sentirás infeliz, aunque sean placenteras algunas cosas que te ocurran.
Este pequeño secreto lo extraigo de mi experiencia personal. Cuando uno lee Cartas para Claudia, el primer libro que escribí en mi vida (hace ya veinte años), se puede entrever que lo que daba sentido a mi vida en aquel momento era el placer y el disfrute. Tanto era así, que yo escribí en Cartas para Claudia lo siguiente: "Sólo tiene sentido aquello que me da placer. Si no me da placer, no lo hago". En ese momento yo pensaba eso; y no es que estuviera mal, simplemente estaba bien para ese momento de mi vida.
Sin embargo, un día que tenía que dictar una conferencia en una provincia bastante alejada de Buenos Aires, mientras caía una fuerte tormenta y yo estaba muy engripado, empecé a darme cuenta de que más importante que ir a aquel lugar y agradar al auditorio era el placer que me daba quedarme en mi casa con mi familia. Entonces, fiel a lo que yo pensaba y creía, me dije: "Si no me da placer hacerlo, no lo hago porque no tiene ningún sentido". Sin embargo, cuando empecé a pensar en no ir a esa charla, también comencé a darme cuenta de que, ciertamente, era más placentero quedarme en mi casa, pero que no me sentía tranquilo ni contento con mi decisión, que no estaba satisfecho, que había algo que no funcionaba. Entonces empecé a darme cuenta de lo que sucedía: no es que hubiera estado equivocado hasta entonces, sino que simplemente había cambiado de rumbo. Me importaba más llegar hasta la gente de aquella lejana provincia para decirle lo que yo tenía preparado comunicar que el placer de quedarme en mi casa.