¿Significa lo anterior que una cosa es mejor que la otra? No, sólo sucede que el rumbo se va cambiando. No se cambia en cada momento, pero hay etapas de la vida donde cada uno elige. Yo diría que hay momentos en los que nos atamos al placer, y otros en los que buscamos ciertas cuotas de trascendencia, ya sea moral, ética o espiritual (o simplemente la gloria, cada uno es libre). Algunos viven su vida tratando de conseguir algún tipo de poder, bien sea el poder para ayudar a los demás, el poder del conocimiento de uno mismo, el poder político, el poder del dinero, etc. Finalmente, algunos deciden que lo que da sentido a su vida es una misión incumplible que, no obstante, da rumbo y pone un horizonte en su vida.
Ahora bien, ¿cómo se sabe cuál es el rumbo correcto? ¿Uno va por la calle, y un día un rayo le cae y lo ilumina? No, de ninguna manera. Se trata de una decisión personal que debe tomar cada uno. Por ello, nadie nos puede decir con qué seremos felices. Es mentira que podamos enseñar a nuestros hijos qué tienen que hacer para ser felices. Como mucho, podremos contarles qué hicimos nosotros, cómo nos fue bien y mal. A todos nos ha sucedido, en algún momento de nuestra vida, que nos hemos sentido mal y hemos dicho que no nos sentíamos bien o que no éramos felices. Entonces alguien se nos acercó y respondió: "¿Tú no eres feliz? ¿Con todo lo que tienes, no eres feliz? ¿Cómo puede ser eso? Si yo tuviera la mitad de lo que tú tienes, sería muy feliz". Esa persona no entiende que, en realidad, ella sería muy feliz con esa mitad. Ahora bien, posiblemente cada uno sea único, indivisible e irrepetible, y posiblemente cada uno haya encontrado sus propias respuestas.
Para encontrarlas, por supuesto, hace falta dar el primer paso, que es conocerse. Es irremediable, si queremos ser felices, empezar por el principio, que es dedicar algún tiempo a prestar atención a saber quién soy, a mirarme de verdad y lo menos subjetivamente que pueda. Esto significa dos cosas. Por un lado, mirarme a mí mismo; por el otro, aprender a escuchar lo que los otros dicen –y ven– de mí.
Tomemos un ejemplo sencillo. Para cualquiera de los que nos conocen no demasiado cercanamente es muy difícil reconocernos por otra cosa que no sea nuestra cara. Sin embargo, sucede una cosa tan extraña y tan misteriosa como que nadie ha visto su cara directamente, sino que para ello siempre ha necesitado un espejo, una fotografía o un dibujo. Siempre ha necesitado algo que le devuelva su imagen para poder verla. Sin embargo, estoy hablando de aquello que nos define y dice quiénes somos; paradójicamente, a pesar de que otra persona y yo nos estemos mirando, ella tiene más capacidad de verme a mí que la que tengo yo, y lo mismo sucede con los aspectos psicológicos que determinan quién soy yo. Aquellos aspectos psicológicos, espirituales o mentales de la identidad que hacen que cada uno sea como es no siempre están abiertos a la mirada propia.
A veces somos ciegos a esas cosas; y la única posibilidad que tenemos para verlas es la mirada del otro (que es el espejo). Ahora bien, si nunca escucho al otro porque no quiero escuchar lo que dice o no me importa su opinión o en realidad me creo superior; o porque exclusivamente me interesa escuchar a la gente que me dice cosas buenas; o porque no me interesa la objetiva mirada de mis amigos o de mis seres queridos, entonces habrá algunas cosas que nunca sabré. Por eso, si de verdad quiero enterarme de quién soy, saber de mí y conocerme, tendría que empezar por sintonizar mis oídos y escuchar a los demás, con el fin de escuchar de verdad lo que otros dicen de mí.
Si pudiéramos hacer esto, empezaríamos a conocer algunos aspectos nuestros todavía desconocidos. Así, si cualquiera se planta frente a mí y me dice: "Bucay, eres un idiota", yo de verdad me preguntaría: "¿Soy un idiota yo?". Esto hace que uno se conozca, si bien hay que tener cuidado y desde el principio no responder, cuando el otro nos dice que somos idiotas, lo siguiente: "El idiota eres tú". Es decir, hace falta que yo vea un pedacito de esto en mí. Un amigo me ilustró esta idea hace muchos años diciendo que, cuando alguien señala a otro con el dedo, mientras su índice acusa a la otra persona, los otros tres dedos se dirigen al acusador.
Habrá que aprender a llorar por los que no están, pero también aceptar que no están, y aprender a no quedarse atado y pegado a los que no están. Este camino, que yo llamo "el camino de las lágrimas", es posiblemente el espacio más difícil de transitar. A veces alguien que ha perdido un ser querido me dice que nunca más va a ser feliz. Entonces yo le respondo siempre que luchar por ser feliz es una manera de honrar al que no está, y que no tiene el derecho –sino la obligación– de ser feliz, sobre todo en honor a quien ya no está.
Una vez, una mujer que visitó mi consulta lloraba por lo que, como médico psiquiatra, considero que es el mayor dolor que puede sufrir una persona: la muerte de un hijo. Se le había muerto un hijo muy pequeño en un accidente; y a pesar de que hacía meses y meses que había sucedido, ella me confesaba que no podía parar de llorar. Yo, que muchas veces me quedo sin palabras, le conté un cuento que había leído mucho tiempo atrás. Habla de un señor que había perdido un hijo de cinco años y que no podía dejar de llorar. Cada noche, cuando se acostaba, lloraba; y se quedaba dormido mientras lloraba; y se despertaba al poco rato y seguía llorando y llorando.
Una noche, su ángel de la guarda se le aparece; le acaricia la cabeza y le pregunta qué pasa. Entonces responde: "No puedo seguir. No puedo vivir más. Necesito verlo; aunque sea sólo una vez más, necesito verlo".
Entonces, el ángel de la guarda lo coge de la mano y lo eleva hasta el cielo. Y cuando llegan a él, van a una calle con paredes muy blancas y un adoquinado de oro, y el hombre pregunta: "¿Qué hacemos aquí?". Y el ángel de la guarda le responde: "Espera y verás". De repente, dando vueltas a la esquina empiezan a aparecer un montón de niños y niñas de entre tres y seis años, todos pequeños. Cada uno de ellos viste de blanco y tiene un par de alitas muy pequeñas y una aureola en la cabeza. Desfilan frente a ellos. Llevan una larga vela encendida en su mano. Caminan en columnas de a cinco y empiezan a pasar delante del hombre. Éste pregunta: "¿Qué es esto?".
"Éste es el desfile de todos los que han muerto siendo niños. Pasan por aquí cada día y desfilan para nosotros. Es una de nuestras alegrías", responde el ángel. Y entonces el hombre dice: "¿Y mi hijo?". "Está entre ellos. Ya lo verás", contesta. Y de repente el padre ve venir a su hijo; lo ve venir como todos, con su vestimenta blanca, sus alitas y su aureola, su vela en la mano. Sin embargo, le sorprende ver que la vela de su hijo es la única que permanece apagada, la única que no tiene luz. Él respira profundo. El nene lo ve, lo saluda, se acerca a él, lo abraza. Él llora otra vez. Y le pregunta nada más que esto: "¿Cómo estás?". El hijo le dice: "Bien, papá". Y el padre le pregunta: "¿Por qué tú no tienes luz? ¿Por qué no encienden tu vela como encienden la de los otros?". Entonces el niño le explica: "La encienden igual que la de los demás, cada día. Pero de noche, tus lágrimas apagan mi vela. Deja ya de llorar".
Esta mujer me confesó que encontró en este cuento una excusa para poder retomar su camino, para poder darse cuenta de que quizá una manera de homenajear a los que no estaban no era quedarse llorando compungidamente, sino encontrar la posibilidad de hacer del duelo algo fecundo.
Conocerse, aceptarse y quererse. Hacerse protagonista del guion de la propia vida. Encontrar compañeros de ruta. Ser capaz de amar comprometidamente. Dejar atrás aquello que no está y animarnos a poder seguir adelante en el camino cuando se ha perdido lo que hemos querido. Reconocer el propósito de nuestras vidas, aquello que le dará sentido.
Resumiendo todo lo dicho, acaso para ser feliz hacen falta solamente dos condiciones. La primera es ser agradecido. La segunda –para mí imprescindible– es aprender a no dudar del resultado final. Si hay algo que quieres, que deseas, que necesitas, que te gustaría, que de verdad es importante para ti, y si ese algo no es un imposible que te has inventado, quizá si aprendieras a confiar en tu capacidad y en tus recursos y a apostar, acaso el final de la historia, de esta película cuyo guion tú estás escribiendo, no sea tan terrible. La felicidad no es un derecho, sino una obligación. La felicidad es el único precio que hay que pagar por estar vivos.