CIENCIA Y FE
Decía el gran físico Carl Friedrich von Weizsäcker que “el primer sorbo de la copa de la Ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella… más claro se ve en su fondo el rostro del Creador”. La idolatría de la ciencia pretende justamente lo contrario: pretende que el conocimiento científico y la fe religiosa son irreconciliables; y que la misión de la ciencia no es otra sino instaurar un Paraíso en la tierra que expulse la fe al lazareto de las supersticiones. Inevitablemente, cuando la ciencia es endiosa y se hace idolatría, acaba exigiendo que no exista ninguna instancia moral que pueda poner cortapisas a su desarrollo: todo lo que es científicamente posible – afirma esta nueva forma de mesianismo científico – debe hacerse sin vacilación.
Durante siglos se entendió que ciencia y fe proporcionaban formas de conocer la realidad complementaria con metodologías distintas. La fe proporcionaba un conocimiento sobre Dios y sobre los planes de Dios para el hombre, sobre el sentido de la vida humana. La ciencia, por su parte, proporcionaba un conocimiento sobre el funcionamiento de la materia. Para un creyente, la ciencia no supone un obstáculo a su fe, puesto que ningún avance científico podrá jamás negar la existencia de Dios; por lo contrario, el creyente verá siempre en la ciencia una posibilidad de avanzar en el conocimiento del universo, de las realidades empíricas, en definitiva de la Creación; y este mejor conocimiento de la Creación lo hará más consciente y agradecido de la existencia de un Dios Creador que ha querido manifestarse a través de sus obras.
Pero llegó un momento en que la idolatría de la ciencia quiso erigirse en la única sabiduría o certeza posible; todo lo que no se pudiera cobijar en el ámbito científico quedaba automáticamente descalificado, como mera superstición u opinión prescindible.
La idolatría de la ciencia pretende que el conocimiento empírico que nos brinda la ciencia, es decir, el conocimiento de la materia y de sus propiedades, invada ámbitos que le son ajenos. La ciencia, por mucho que avance, no podrá explicarnos jamás la genialidad de una obra artística, ni dictaminar sobre nuestros sentimientos…simplemente, porque son realidades que no pertenecen al orden material. Y sin embargo son realidades plenamente existentes que exigen otras formas de conocimiento.
Las coartadas para propiciar un mayor desarrollo humano acaban convertidas en instrumentos de mayor destrucción humana.
Pero la idolatría de la ciencia pretende dar respuesta también a esos ámbitos de la realidad que la ciencia verdadera considera ajenos a su competencia. Pretende convencernos de que la genialidad de una obra artística depende de las reacciones químicas que su contemplación produce en nuestro organismo; pretende explicar genéticamente la índole de nuestros sentimientos…y pretende, también, negar la existencia de Dios. Negando la existencia de Dios, en el fondo, la idolatría de la ciencia niega la existencia de un Logos, de una Razón Creadora; y en un mundo carente de razón, sometido por lo tanto al caos, es más fácil defender la actuación de una ciencia liderada de todo tipo de trabas éticas o morales, una ciencia que ya no se conforma con escudriñar las leyes más íntimas de la naturaleza, sino que aspira a hurgar en ellas a capricho, aspira a alterarlas, a contrariarlas, a invertirlas, a abolirlas en fin, con la coartada de propiciar un mayor progreso humano. Pero ese mesianismo científico que se nos ofrece como una suerte de panacea universal se revela, a la postre, una trampa saducea: las coartadas para propiciar un mayor desarrollo humano acaban convertidas en instrumentos de una mayor destrucción humana. Así ocurrió en el pasado en el ámbito de cierta investigación atómica, que acabó abriendo las puertas a la creación de armas mortíferas; así ocurre hoy, por ejemplo, en el ámbito de cierta investigación genética. Pero este mesianismo científico que postula que todo lo que puede hacerse debe hacerse sin interferencia de escrúpulo moral alguno está siendo, a la postre, la tumba de la verdadera ciencia, que cada vez tiene más dificultades para hacerse escuchar en el concurrido manicomio de una ciencia demente que, en su alocada carrera en pos de beneficios pingües y espectacularidad mediática, no vacila en fomentar los métodos más sensacionalistas y en infundir las esperanzas más quiméricas entre quienes padecen enfermedades incurables, con tal de acrecentar su predicamento.
Así la ciencia se convierte en superstición, que era exactamente el calificativo que los idólatras de la ciencia reservaban a las creencias religiosas.
(Por Juan Manuel de Prada)