EL ESPEJO
Cuentan que un día, el Creador, salió a pasear por un paraje solitario, poblado de inmensas praderas y bosques frondosos, que culminaba en un gran monte.
Al pasar se recreaba en la contemplación de las flores y frutos que crecían por doquier, y la Madre Tierra Gaia, agradecida por la Mirada de su Creador, se desplegaba en todo su esplendor.
Corrían los tiempos remotos en que los hombres comenzaban a ser conscientes de que caminar erguidos facilitaba sus labores y de que sus manos eran una poderosa herramienta.
El Creador sabía que su obra era buena y sonreía y con Él se alegraban los animales que habitaban el lugar.
En Su vagar sin rumbo llegó al fin a la cima de un gran monte y le asombró un palacio de cristal que no recordaba haber creado.
Entró en él, y recorrió las estancias con curiosidad, hasta que llegó a un gran salón.
En el centro se levantaba un inmenso y majestuoso espejo.
Al verse reflejado en él, de su Divina Boca salió un grito de asombro, que conmocionó el Universo, haciendo que el espejo se rompiera en miles de millones de trozos.
Gaia, siempre deseosa de servir a su Creador, convocó a los vientos de los cuatro puntos cardinales, para que esparcieran los minúsculos fragmentos del espejo por todo el planeta Tierra y los enterró en sus entrañas.
Cuando el Señor y Dios de todo lo creado volvió a sus aposentos, la Madre Gaia miró los fragmentos y, llena de asombro, comprobó que cada uno de ellos contenía la Imagen de su Señor.
La Madre Naturaleza, siempre sabia, comenzó a preguntarse qué hacer con ese valioso tesoro.
Pensó y pensó, y de su pensamiento nacieron todas las flores y frutos tropicales en un parto de sin igual belleza y amor.
De su enorme generosidad floreció una gran idea: le daría a cada hombre que naciera dos espejos y los pondría en sus ojos para que pudieran ver al Padre cada vez que despertaran. Y así lo hizo.
Por eso, si miráis con atención los ojos de los niños, podréis ver la Imagen del Creador en todos los tonos que contiene el Arco Iris, y aun más.
Un tibio día de primavera descubrió asombrada que, a pesar de haber regalado a la raza humana millones de fragmentos Divinos, no mermaba la cantidad. Es más, se había duplicado, o tal vez triplicado.
Pensó y pensó, y de su pensamiento brotaron todos los peces de agua dulce que hoy pueblan los ríos.
En su Amor hacia el hombre concibió aumentar su regalo a tres cristales y así lo hizo con cada nueva cría humana que nacía.
Pensó que el tercer cristal serviría a los hombres para poder ver el futuro con claridad y no vivir en la incertidumbre.
Vinieron tiempos de bonanza en el que los hombres utilizaban sus ojos para disfrutar la Creación y extasiarse ante la grandeza del Creador.
Pero un frio día de invierno, Gaia comprobó consternada cómo los humanos estaban diezmando sus amados bosques con útiles que habían construido con sus manos.
La Madre prestó atención, y temblorosa comprobó que la raza sembrada de hombres había cambiado; que mientras Ella se afanaba en hacer crecer frutos para ellos, a cambio destruían lo que les rodeaba movidos por una codicia impensada para Gaia.
Observó a la raza humana repartida por todo el planeta Tierra, y vio asombrada que el hombre vivía dormido, que sus ojos no les servían para ver al Creador sino para verse a sí mismos como dioses cuando se miraban en un espejo. O para mirar a otro semejante como su dueño y señor.
Vio a miles de mercaderes que traficaban con Su preciado regalo del tercer espejo. Se creían superiores a los demás y los tenían atemorizados con sus predicciones agoreras.
Vio que el hombre ya no era libre, como Ella lo recordaba, sino que vivía atado a unos papeles a los que llamaban dinero y que eran fabricados con Carne de su Carne, ya que habían transformado en ello a sus hijos los árboles.
Vio guerras, hambre, destrucción y llanto.
Gaia pensó y pensó, y el dolor abrazó su vientre maternal. Sintió las convulsiones de un doloroso parto, y de Ella que nacieron ciclones, tornados, maremotos y tsunamis.
El Creador, Omnipresente en toda la Creación, veía a su Amada Gaia debatirse en su dolor. Contempló a las nuevas criaturas salidas del vientre de la Tierra Madre.
Sabía que el presente de los hombres a los que con Amor creó iba a estar plagado de dolor y de llanto, pero Su Divino Respeto hacia lo ya creado le impidió parar el desastre.
Pero al ver a la Madre herida y convulsa, sintió piedad y la abrazó.
“No temas Amada, le dijo con Su Voz de lluvia, construiremos una Nueva era para que los hombres despierten y aprendan el respeto y el Amor”.
Y así lo hicieron.
Por eso en estos tiempos que vivimos nos encontramos cada día con más personas que tienen en sus ojos la imagen del Creador con todos los tonos que contiene el Arco Iris, y aún más.
(Juana Marín)