¡Hola, Dios!
Llevo unos días queriendo hablar Contigo y no he podido. Hoy, después de otro intento nulo, por lo menos he podido averiguar el motivo.
Hasta ahora, siempre pensaba que Te pillaba comunicando o que habías descolgado; incluso, perdona, que no querías hablar conmigo y ni siquiera escucharme.
Ahora sé cuál es la razón, y es clara: hablo tanto con el pensamiento que no escucho Tu voz, tan tenue, tan suave, y mis paradas entre pregunta y pregunta duran lo que tardas en tomar aire para contestarme. Así que, cuando vas a decirme algo, ya ha nacido otro pensamiento que asola tu respuesta y la mata a ruidos.
No sé hablar Contigo, he de reconocerlo. Y no sé si rendirme y dejarlo para cuando esté preparada, o insistir con la pesadez de un vendedor a domicilio, hasta que sintonice con Tu tono, hasta que los deseados diálogos los haga sin prisas y sin metas, hasta que sea capaz de tragarme el adelanto y morderme la lengua.
Lo que más me molesta es que siento que, a pesar de mi forma de hacerlo mal, quieres decirme algo y así no alcanzaré a saber lo que es.
Las siguientes líneas serán más difíciles de llenar, porque no sé cómo decirte lo que ansío decirte, ni qué he de prometer y prometerme. ¿Más tiempo? Sí, pero es fácil de decir y difícil de hacer. Y me pregunto, ¿no hay una forma más guerrera de hacerlo? Yo prefiero cargar con mil kilos, o andar mil kilómetros, porque no sé estar parada. No me enseñaron.
Tan caro quiero vender mi tiempo que acabo desperdiciándolo, liquidándolo a precio de saldo, cambiándolo por un aburrimiento y una desesperación.
¡Ay, Dios! Si yo supiera cómo se hace eso de estar quieta y callada… si pudiera cortar en pedazos las prisas y los nervios… ¡Cuánto he de aprender de no ser una fuga y un desconsuelo! ¿Cuándo aprenderé a no marchitarme en un silencio a dos voces, la Tuya y la mía?
Es tal mi deseo que voy a hacer ahora mismo otro intento.
Que esperen fuera el mundo, la vida, las contrariedades, el tiempo…
Voy a rezar.
Voy a comunicarme Contigo.