UNA FLOR PARA HUGO
Tenía la juventud a flor de piel y las ilusiones tan vivas como la inexperiencia, y tenía tanto sentimiento y romanticismo dentro que me brotaba por los poros.
Sin embargo, como a la mayoría de los jóvenes, me faltaba el coraje de atreverme a expresar mis sentimientos con esa naturalidad cándida con que los sentía.
Alguna vez, camino al hospital, vi en un jardín una bella flor y lo primero que sentía era que debía llevársela. Como fue el primer impulso, me dejé llevar por mi intuición y la robé. Caminé con ella por las calles mientras llegaba, pero la mente me jugó una mala pasada: empecé a pensar qué me diría al verme con ella en la mano; tal vez le parecería una tontería como tantas otras que le había ofrecido con mi corazón casi infantil en otros momentos de mi vida.
En aquel momento, y justo al llegar a la puerta del hospital, tiré la flor, y entré en su habitación disfrazada de la adulta y madura que él siempre quería ver en mí. Sin embargo, una parte mía se recriminaba por no haber tenido la valentía de llevarle esa flor robada con mi más puro sentimiento.
Días después lo perdí para siempre y, cuando estaba tirando una flor sobre su ataúd como un adiós irreversible, pensé en aquella flor robada que le debía en vida y que ahora, comprada, le dejaba como honra fúnebre.
A veces tenemos la sensación que podemos dejarlo todo para otro momento, que habrá un mañana en que podamos hacer y decir lo que no hemos hecho ni dicho hoy, sin saber que, por más que el sol nazca y se oculte todos los días de la misma manera, este día es único e irrepetible.
Cuando llegamos a mayores, y casi siempre cuando perdemos a alguien importante en nuestra vida, tendemos a recordar justo lo que no dijimos, lo que no vivimos, lo que no nos atrevimos… y ese arrepentimiento nos pesa como un lastre por lo que pudo ser y no fue. Y lo más duro es que tal vez no será jamás.
Ahora, con el corazón mucho más joven que el cuerpo, me esfuerzo por atreverme, lanzarme, sentir, expresarme, vivir, equivocarme… para que cuando llegue el momento de irme, no sienta remordimiento al no poder decir como Neruda: “Confieso que he vívido “.
betty ortiz