CRECIMIENTO PERSONAL Y COMPROMISO SOCIAL
Con frecuencia, tendemos a ver la realidad en compartimentos estancos. Ello hace que realidades complementarias lleguen a percibirse, en ocasiones, como opuestas o incluso excluyentes. Es lo que a veces ocurre cuando se habla de “crecimiento personal” y de “compromiso social”. Lo que intento aquí es ofrecer algunas pistas que nos ayuden a puntualizar lo que entendemos bajo ambos conceptos, para ser más conscientes del modo cómo se reclaman mutuamente en la persona que avanza hacia la madurez.
1. Una primera objeción
Una de las objeciones más frecuentes que se suele hacer a cualquier proceso de formación personal es que encierra a la persona en un narcisismo, que la lleva a vivirse egocentrada, únicamente preocupada por ella misma (y “su” crecimiento).
Es cierto que este riesgo existe. Se puede constatar un modo de vivir la formación en el que la persona está interminablemente “girando sobre sí misma”; donde escasamente se tiene en cuenta la realidad exterior; donde la formación se convierte en un refugio, en un “calmante” de malestares o incluso en un pretexto para satisfacer el propio orgullo neurótico... En definitiva, más que para crecer en solidez, calidad de relaciones y despliegue hacia los otros, se usa para un “sí mismo” infecundo y estéril, sin salida a la vida.
Se ha perdido, entonces, el objetivo de la formación, y el objetivo de la vida: llegar a ser uno mismo, es decir, vivir en coherencia consigo y con la mayor plenitud posible -de acuerdo con quien se es de fondo- y, desde ahí, afrontar las dificultades -entre las que aparecerá, sin duda, la propia tendencia a la “instalación” cómoda-, para desplegarse en un eficaz actuar social.
Ese riesgo acecha tanto más cuanto la persona -en un afán legítimo de sentirse bien- puede llegar a creer -inconscientemente- que “crecer” significa “estar bien sensiblemente”. Cuando eso se da, no es extraño que se estanque en aquella búsqueda de “estar bien”, esperando que la formación le proporcione ese estado en el que nada se mueve a nivel sensible..., en lugar de ser más ella misma, en las diferentes circunstancias que le presente la vida.
En esta perspectiva, es normal que la formación personal se desvirtúe de contenido, entretenga y empobrezca a la persona, aumentando el riesgo de que se instale en una actitud individualista e infantil..., justamente lo contrario de lo que cualquier “formación personal”, que merezca ese nombre, pretende conseguir.
2. Qué entendemos por “crecimiento personal”
Comencemos diciendo que hablar de “crecimiento” es hablar de algo natural: todo ser vivo siente “gusto” en crecer. Y si no crece, muere. Centrándonos en el ser humano -como ser que puede cooperar activamente en su propio proceso de crecimiento-, dicho fenómeno implica varias dimensiones. Se trata de crecer en:
Lucidez: conocimiento de mí que es consciencia de quién soy, de lo que vivo, de mis reacciones, de mi historia..., que me permite vivirme más cercano a mí mismo, comprenderme, y vivir en coherencia conmigo y en fidelidad a lo que soy de fondo. Aquí radica la importancia capital del aforismo antiguo, principio de toda sabiduría: “Conócete a ti mismo”. Se trata de un conocimiento para la vida; aporta confianza, seguridad, “despliegue” de las propias capacidades: mal podré ser yo mismo si no sé quién soy. Es un conocimiento al que tenemos acceso a través de nuestras sensaciones; de ahí, la importancia de abrirnos al mundo de nuestros sentimientos, y aprender a descifrarlos para así avanzar progresivamente en el descubrimiento de nuestra verdad.
Solidez: capacidad de “hacer pie” en sí mismo, a partir de un sentimiento de consistencia interior que nos hace capaces de afrontar la vida desde quienes somos en profundidad: pasamos de ser esclavos de nuestros miedos y necesidades a ser personas erguidas en su dignidad. Crecemos en esta solidez, en la medida en que conocemos quiénes somos y actuamos de acuerdo con ello.
Madurez afectiva: en la línea de avanzar y desarrollar la capacidad de amar, de vivir un amor libre y gratuito, curando la necesidad enfermiza de ser amados. También aquí, el trabajo consiste en pasar del “niño”, como pura necesidad, al “adulto”, como capacidad de vivir las relaciones en libertad y proximidad: eso es la autonomía; la valoración, el respeto, la ayuda al otro...
A medida que avanza en este proceso, el sujeto va experimentando una plenitud de existencia accesible. Va descubriendo que “lo que colma de verdad a la persona” es:
- sentirse existir en lo mejor de ella misma,
- percibir el sentido profundo de su existencia,
- sentir su lazo con la Trascendencia,
- progresar en la actualización de su ?actuar esencial?,
- sentir que contribuye, en su modesto lugar, al avance de la humanidad.
Dicho de otro modo, “lo que colma es crecer y favorecer el crecimiento.”
Visto así, queda claro que el crecimiento es la condición de posibilidad para que las personas puedan vivir lo que son y desplegar todas las capacidades que portan, con lo que “ser uno mismo” y “vivir la mayor eficacia social a favor de los demás” no sólo no son aspectos contradictorios, sino estrictamente coincidentes, ya que el no despliegue de mis capacidades equivale a no ser yo mismo.
Visto así, finalmente, puede afirmarse que “el crecimiento de las personas es el valor número uno de una sociedad humana.”
Con una consecuencia comprometedora: dar a cada persona las oportunidades de llegar a ser ella misma, desplegando “la increíble riqueza de ese yacimiento de potencialidades y de creatividad” que cada una porta.
3. Un crecimiento que implica compromiso social
Podemos entender por “compromiso social” la actitud -y los comportamientos y/o acciones que derivan de ella- en favor de una mayor humanización de la sociedad, tanto a nivel de estructuras -promoviendo un cambio hacia una sociedad más acorde con la dignidad de las personas-, como a nivel de ayuda personal -facilitando en cada caso que las personas puedan vivirse cada vez más en coherencia con ellas mismas-.
A partir de aquí, creo que puede hacerse una doble puntualización:
• Toda persona, en lo más profundo de sí misma, es capacidad de apertura y donación a los demás. Puede afirmarse que el amor gratuito pertenece al núcleo mismo del ser persona, que la lleva a querer el bien de todos; más aún, a experimentar la unidad que somos con todo. Por lo tanto, a mayor emergencia de ese núcleo profundo, mayor compromiso a favor de las personas y de la humanización de la sociedad. Dicho al revés: el no compromiso cuestionaría fuertemente lo que pudiera presentarse como “crecimiento personal”, por lo que habría que sospechar de cualquier proceso de crecimiento que olvidara la dimensión social. También en este campo, la acción a favor de los otros constituye el test más adecuado para verificar la verdad y el ajuste de cualquier camino de crecimiento. Todo trabajo psicológico ha de favorecer que se desplieguen capacidades desconocidas, dormidas o bloqueadas, que conducen al compromiso social. Compromiso que brota espontáneo en cuanto la persona conecta con ese “núcleo profundo” de su identidad, precisamente porque ese núcleo es “donación”.
Si no se da ese compromiso por los otros, ¿a qué puede deberse? Ya he hecho alusión antes a la “trampa” de vivir la formación de un modo egocéntrico. Más en general, creo que puede afirmarse que la no vivencia de ese compromiso puede deberse a la poca consciencia y apertura a ese núcleo real que lleva cada persona -poca consciencia, que suele ir acompañada de un predominio de necesidades sensibles-. Si la persona no está atenta, o no va haciendo un trabajo sobre sí misma para liberarse progresivamente de todo aquello -miedos y necesidades- que puede “atarla” en su interior, no sería de extrañar que permaneciera replegada sobre sí misma..., viviéndose –sobreviviendo- en la superficie, a distancia de sí. Una vez más, parece que también puede aplicarse en este campo aquello de que “la distancia que me separa de los demás es la misma que la que me separa de lo mejor de mí”. Cualquiera podrá afirmar, desde su propia experiencia, que, cuanto más cercano está a lo mejor de sí, más cercanas siente a las personas, más unido, solidario y comprometido de siente y se vive con todo ser humano.
4. Resistencias y trampas en ambos frentes
Tanto el trabajo de crecimiento como el compromiso social se encuentran con resistencias y trampas.
Por lo que se refiere al primero, las trampas que lo acechan parecen ser la búsqueda de un bienestar sensible como meta última, en un narcisismo especialmente reforzado en nuestro medio cultural; y la auto-justificación, que lleva a creer que el hecho de “trabajarse psicológicamente” ya hace ser “persona madura”, con lo que no se consigue sino autoafirmar y reforzar el ego.
Pero el trabajo de crecimiento no sólo conoce trampas, sino que encuentra también resistencias. No pocas personas son frenadas ante un trabajo de ese tipo por miedos más o menos inconscientes: miedo a crecer, cuando no se han “resuelto” adecuadamente los estadios anteriores; miedo a vivir, cuando, por la propia historia psicológica, se lo ha identificado con “sufrir”; miedo al propio mundo interior, cuando se ha crecido en algún sentimiento de indignidad o vergüenza; miedo al vacío, padecido incluso aunque no haya sido nombrado…
Por su parte, también el compromiso social conoce trampas: puede nacer del voluntarismo y encubrir una necesidad de autoafirmación narcisista; puede camuflar la necesidad desproporcionada de reconocimiento, desde una búsqueda de valoración que genera dependencias afectivas; puede vivirse, inconscientemente, como una compensación de vacíos o incluso como “tapadera” de culpabilidades antiguas. Todas las trampas tienen en común el hecho de que impiden que el compromiso nazca de la gratuidad.
Y también aquí, constatamos resistencias más o menos arraigadas que, nacidas de nuevo de los miedos, frenan lo que podría ser el compromiso social: miedo a desinstalarse, a entregarse, a “perder”…
Cuando los miedos nos vencen, aparecen las defensas y nos habituamos a vivir “a la defensiva”. Y en esta actitud, tendemos a suprimir uno de ambos términos: el “compromiso social” o el “crecimiento personal”, sin caer en la cuenta de que la supresión de cualquiera de ellos es síntoma de una disociación o, más exactamente, de un modo de vivirse “a distancia” de sí mismo. Cuando, en realidad, ambas dimensiones constituyen una unidad, que caracteriza justamente a la persona que va avanzando en unificación.
5. Del narcisismo, por la autoestima, a la madurez del compromiso. La clave que detecta la trampa.
El camino hacia la madurez será siempre un proceso inconcluso, un proceso de autoafirmación y donación a la vez, no para “alcanzar” algo añadido, un plus que nos perfeccione, sino para llegar a ser nosotros mismos. Si no se colara nuestro orgullo neurótico -con frecuencia, hábilmente disfrazado, buscando compensar y justificar sus necesidades pendientes-, podríamos percibir con descanso una verdad tan elemental como serena: toda nuestra tarea y nuestro único objetivo consiste en vivir lo que somos. Conscientes de que “lo que somos” incluye también la unidad y la solidaridad.
Ese proceso nunca acabado puede ser nombrado de modos diferentes, como un camino que conduce: del narcisismo a la donación, de la voracidad a la ofrenda, del egocentrismo a la comunión, de la ignorancia a la lucidez, de la carencia a la plenitud, del individualismo a la trascendencia, del yo al tú, al él, al nosotros, a Dios… Ése es el camino de la madurez humana.
Ésa es, pues, la meta. Pero, ¿qué es la madurez? La expresión de Albert Camus, en La peste, no puede ser más acertada y hermosa: “La persona madura es la que sabe trabajar, amar y jugar”. También Freud había asociado “madurez” con capacidad de amar y de trabajar. Ahora bien, la concisión de la frase no debiera hacernos olvidar que esa capacidad requiere trabajar todo aquello -heridas y vacíos afectivos- que no nos deja estar disponibles, todo aquello pendiente que la está bloqueando. El amor humano es reactivo: la capacidad de amar se activa en la medida en que ha recibido respuesta ajustada la necesidad de ser amado. La no respuesta reiterada a esta necesidad hará que se transforme en una "losa" que bloquee o incluso aplaste, en mayor o menor medida, la propia capacidad de amar, que todo ser humano porta.
Eso significa que, en el presente, para caminar hacia la meta -madurez-, habremos de pasar por una estación intermedia, que nombramos como “autoestima”. Y aquí el equilibrio es delicado: si no pasamos por esa estación, corremos el riesgo de no lograr una madurez serena; pero si convertimos la estación en meta, quedaremos estancados en el narcisismo, incapaces de abrirnos a la alteridad.
Si olvida la meta hacia la que tiende, el trabajo psicológico puede fomentar el narcisismo; pero, sin una sana autoestima, el compromiso social estará apoyado en cimientos inestables que podrán llegar a hacerlo contraproducente en sus efectos.
Necesitaremos un trabajo psicológico que, curando nuestras heridas y sacándonos de nuestros disfuncionamientos, nos permita llegar a una sana autoestima -a la aceptación y valoración humilde y amorosa de nosotros mismos-, como camino hacia la madurez que nos permita vivir lo que somos, en todas las dimensiones. Una afectividad más integrada y armoniosa repercutirá en nuestro compromiso afectivo y efectivo a favor de los demás. Y, a su vez, la vivencia esforzada -aunque serena y gozosa- de ese compromiso cotidiano acelerará y fortalecerá nuestro camino hacia la madurez.
Ésta es, pues, la clave del discernimiento. El trabajo psicológico, ¿me hace mejor persona?, ¿me hace crecer en capacidad de amar y de vivir para los otros?, ¿favorece que pase del “yo” al “tú” y al “ellos”?
6. El trabajo sobre sí mismo, condición de armonía y de eficacia social
Llegados a este punto, podemos ver con más claridad la mutua implicación entre “crecimiento personal” y “compromiso social”: no hay crecimiento personal que no desemboque en un compromiso social, a la vez que el compromiso social, para que sea constructivo y humano, requiere un trabajo sobre sí, que permita a la persona vivirse desde lo mejor de ella misma..., si no quiere introducir en ese compromiso sus propios “desórdenes” interiores.
Desde nuestra visión del ser humano, visión que es fruto de un acceso experiencial, lo que vengo diciendo resulta totalmente coherente. No hay riesgo de egocentrismo en el compromiso por llegar a ser uno mismo, puesto que ser uno mismo incluye vivir primariamente la dimensión comunitaria que nos constituye: ser yo es vivir en armonía con lo profundo de mí; y lo que está en armonía con quien soy en profundidad es el bien del otro: nunca puede ser bueno para la persona lo que destruye a los demás. El riesgo del egocentrismo aparece cuando me vivo desde las necesidades de mi sensibilidad o de mi cuerpo, sin tener en cuenta la fidelidad a lo profundo de mí.
Más aún, “la absolutización del olvido de sí y la centración exclusiva en los demás sin tener en cuenta el bien personal, pueden ser considerados como disfuncionamientos (huida de sí, búsqueda de valoración, fusión con el otro, compensación inconsciente de carencias, reparación suscitada por la culpabilidad, etc.). Estos comportamientos, con apariencias altruistas, cuando en realidad son egocéntricos, engendran dependencias psicológicas y culpabilidad en las relaciones interpersonales.”
Tras estas aclaraciones, podemos volver a la cuestión que da título a este apartado: ¿por qué el trabajo sobre sí mismo es condición de armonía y de eficacia social? Dicho de otro modo: ¿cuál es el objetivo de la formación personal?
El trabajo sobre sí mismo puede permitir que la persona vaya viviendo un ajuste cada vez mayor, de modo que pueda ser cada vez más la persona que es de fondo: conocerse en quien es en profundidad, dejarse impregnar de esos rasgos y actuar de acuerdo con ellos es lo que favorece que la persona pueda ser transformada desde dentro y crecer en solidez.
El trabajo sobre sí mismo hace posible que nuestra vida no sea dominada por los dinamismos inconscientes -que con tanta frecuencia descubrimos en el origen de acciones, comportamientos, reacciones...-, sino que podamos vivirnos cada vez más en coherencia con nuestro ser..., para no quedarnos estancados en los “buenos propósitos” y para que no se nos “cuele” lo que no queremos hacer.
El trabajo sobre sí mismo es la condición para que los hombres y las mujeres podamos ir poniéndonos en pie, sobre nuestra dignidad, y así ofrecer a la humanidad lo que cada cual portamos para ella, lo mejor de nosotros mismos.
Con otras palabras, el trabajo sobre sí mismo es lo que hace posible avanzar en lucidez, despliegue y limpieza de obstáculos.
Este es el objetivo de la formación personal: facilitar que la persona crezca de forma integral y unificada, siendo cada vez más sólida, armoniosa y eficaz, desplegando sus capacidades, fundamentalmente, su capacidad de donación; en una palabra, que sea ella misma en su riqueza y belleza original, vividas en solidaridad.
A modo de conclusión
Es evidente que el crecimiento personal -si es tal- tiene repercusiones sociales en una humanización progresiva de la sociedad.
Me gustaría terminar este texto con una cita extraída de la conclusión de la obra “La persona y su crecimiento”:
“Casi 30 años de observación nos han permitido establecer una relación estrecha entre el crecimiento de las personas y la humanización de la sociedad. Contrariamente a una creencia bastante extendida, la formación personal no arrastra riesgos de repliegue sobre sí mismo, de falta de compromiso, de individualismo, incluso de egocentrismo como, a veces, se ha pretendido. Ciertamente, este riesgo puede manifestarse en tal o cual etapa del crecimiento, pero sólo es un paso; el ?consejero? atento sabe que, para sobrepasar ese riesgo, es preciso ir más lejos, profundizar en sí mismo, hasta llegar a las raíces sociales del ser. Efectivamente, es imposible llegar a ser plenamente uno mismo sin participar en el bien común y en el avance colectivo.
“... Son innumerables los testimonios que atestiguan que un trabajo sobre sí abre mucho más, compromete en la acción, atenúa las distancias, mejora las relaciones, hace ser más creativo y más eficaz... Impacta constatar que el movimiento de ?centración sobre sí mismo? lleva a una apertura hacia algo que es ?más que uno mismo?. Sin duda porque más allá de las razas, culturas, religiones, se aborda entonces la ribera de lo que hay de más ?común? y de más universal en todo hombre, la intuición de una verdadera y profunda fraternidad...
“Si esto es así, el crecimiento de las personas no es sólo un valor a reconocer entre otros; llega a ser ?el valor nº 1 de la sociedad humana?. Tomado verdaderamente en serio, y en una amplia escala, favorecería el que se pudiera franquear un umbral: el de una mayor personalización y de una mayor humanización de la sociedad.”
(Enrique Martínez Lozano)