¡Cómo nos esforzamos en pretender una seguridad para lo porvenir!
Todo lo que se prevea puede cambiar o puede no llegar a existir jamás.
El único futuro seguro es la muerte.
El destino y el futuro coinciden siempre en la muerte.
Y ya que tenemos, ¡por fin!, una certeza inevitable de seguro cumplimiento, empecemos a hacer planes sobre ella.
Ya que sabemos que se va a cumplir, preparemos algunos planes en los que su presencia puede colaborar.
Por ejemplo, en ser mucho más conscientes de la vida.
Venimos al mundo a vivir y a morir. Participemos en lo primero ya que de lo segundo se encarga ello mismo.
Vivir.
Se ha hablado ya tanto de ello, y se ha escrito tanto, y se ha teorizado tanto, que tenemos la impresión de que ya lo sabemos todo. Y no es cierto.
CREEMOS que sabemos.
O conocemos algo de la teoría.
Pero vivir, lo que se dice vivir –no eso de consumir la vida-, a conciencia, con consciencia, con dedicación, con intensidad… hum… no tanto.
La muerte va a llegar, y no va a dar una segunda oportunidad a los que anduvieron distraídos.
La muerte nos da, hasta su llegada inapelable, una oportunidad cada instante: la de ejercitar su enemiga –o complementaria- vida.
No pensar en la muerte, o negarla con la desatención o el olvido –o aún peor: estar en la ilusión de ser el primero que escape a ella-, no sólo no beneficia, sino que perjudica.
Que nadie crea que por no pensar en la muerte ella no va a pensar en él.
Es inevitable. No es negociable. No hay excepciones. No hay piedad.
Llegará, y tal vez traiga una pregunta en su boca: “¿Qué hiciste, y que no hiciste, hasta mi llegada?”
Y quien no responda con una sonrisa habrá perdido la oportunidad mágica de la vida que ha consumido.
Una sonrisa, un brillo en los ojos, o la expresión de paz del deber cumplido serán nuestra ofrenda a la muerte: “Te vencí. Si creías que me ibas a encontrar con las manos vacías, te equivocaste. Las tengo llenas de vida”.