¿AHONDAMOS LA BRECHA O TENDEMOS PUENTES?
Un sueño para el año nuevo:
Del enfrentamiento egoíco al respeto transpersonal .
Escribo desde la conciencia adquirida gracias al aprendizaje de mis propios errores.
En alguna ocasión, escribí algo para denunciar lo que yo creía injusto pero, sin ser demasiado consciente, me deslizaba hacia el juicio y la descalificación del otro, creyendo además que lo hacía desde la defensa de la verdad y la necesidad de reparar una injusticia.
No era consciente, pero ese modo de hacer encerraba trampas tan sutiles como profundamente peligrosas: situarme como víctima, creerme en posesión de la verdad, descalificar absolutamente al otro, pensar que la justicia se restablecería cuando se me diera la razón…
Posteriormente, me di cuenta de que, en realidad, con ello sólo conseguía dos cosas: agrandar la distancia, en una división creciente, y alimentar mi orgullo neurótico, al que únicamente le importaba “tener razón” y “vengarse” de lo que creía una injusticia cometida contra él o contra otros.
A partir de esa constatación, fui viendo con meridiana claridad que el sujeto de todas aquellas acciones que he mencionado no era otro que mi ego. Y ésas son justamente las características del ego:
SE CREE EN POSESIÓN DE LA VERDAD;
VIVE DE LA QUEJA;
ALIMENTA EL RESENTIMIENTO Y LA VENGANZA (AUN SIN RECONOCERLOS);
SE SITÚA COMO VÍCTIMA;
NECESITA TENER RAZÓN;
SE AUTO-JUSTIFICA;
BUSCA ALZARSE POR ENCIMA DEL OTRO;
DESCALIFICA A LOS DEMÁS.
El resultado de todo ello no es, precisamente, el que el ego -encubierto tras hábiles justificaciones- dice buscar (denunciar lo “injusto”), sino más bien el opuesto: el propio ego se infla, con lo que nos atrapa todavía más, erigiéndose en dueño de la propia persona –que ve fortalecida su identificación con él-, y se establece una brecha de separación y división con los otros que va en aumento.
Sabemos bien que, mientras permanece nuestra identificación con el ego –mientras creemos ser él-, seguimos en la ignorancia y el sufrimiento…, provocando también sufrimiento a nuestro alrededor.
Pero el ego no es más que el conjunto de pautas mentales y emocionales, aprendidas desde la infancia; los patrones de comportamiento que, como mensajes grabados desde temprano, condicionan nuestro vivir cotidiano…, en tanto permanecemos identificados con ellos. Con el agravante de que, mientras dura esa identificación con el ego, ni siquiera somos conscientes de estarlo. Por eso vemos como legítimas e incluso valiosas aquellas características que antes mencionaba.
Sin embargo, cuando empezamos a tomar un mínimo de distancia, observando esas pautas y percibiendo la verdadera naturaleza del ego, se inicia el despertar, salimos de la ignorancia y atisbamos nuestra verdadera identidad, el Testigo ecuánime, la Presencia atemporal que todo lo incluye.
Y es entonces, al vislumbrar esta nueva identidad, cuando nos hacemos conscientes de las trampas en las que antes habíamos incurrido. Porque, en ella, nos damos cuenta de que no estamos en posesión de la verdad, ni tampoco necesitamos tener razón, ni situarnos por encima de los otros, ni descalificarlos. En esta nueva identidad, no tienen cabida la queja, el resentimiento, la venganza ni el victimismo.
Así como el ego separa, restringe, compara, encierra y divide, la nueva identidad es espaciosa, humilde, acogedora y unitaria. Y es sólo a partir de ella como podemos crecer en humanidad.
Desde esta experiencia adquirida a partir de mis propios errores, observo lo que, a veces, se hace, se proclama o se escribe dentro de la Iglesia. Y me pregunto: Esa forma de manifestarse, ¿tiende puentes o ahonda la fractura que ya existe?
Parece innegable que, en no pocas de sus declaraciones y en las voces de algunos de sus medios más emblemáticos, suelen percibirse los “tics” propios del ego –aunque no se sea consciente de ellos-: creerse en posesión de la verdad absoluta, sentirse víctimas y alimentar la queja y el resentimiento, descalificar a los otros como perversos o ignorantes… Todo eso no es más que ego dolorido que separa, crispa y enfrenta.
Es legítimo expresar y defender todo aquello que nos parece valioso e importante…, pero hacerlo desde el victimismo o la descalificación del otro, nos descalifica a nosotros mismos y ahonda la brecha de la separación; hacerlo desde la creencia de hallarse en posesión de la verdad invalida el propio discurso y cierra la posibilidad de diálogo.
Todo puede expresarse y defenderse, siempre que no sea pretexto para que el propio ego se erija en protagonista de la situación. Lo cual equivale a adoptar una postura de desapropiación y ecuanimidad que a todos enriquece y a nadie condena.
Cuando expresamos algo –por más valioso que pueda parecernos-, atacando al otro, descalificándolo o usando la ironía, conseguimos un múltiple efecto perverso:
con quienes discrepan, aumentar la fractura y llevar la crispación y el enfrentamiento hasta límites cada vez más peligrosos;
con quienes comparten nuestra posición, fanatizarlos más, reforzando su propia queja, resentimiento o victimismo;
con quienes aún no han tomado una postura al respecto, distanciarse del punto de vista de quien les habla, por el rechazo que provoca en ellos la actitud de quien condena o se hace la víctima;
con uno mismo, fortalecer el propio ego y seguir encerrado en la ignorancia y el sufrimiento que ello conlleva.
Es claro que, aunque he focalizado la atención en la Iglesia –por lo que me implica personalmente y por el modo como se percibe su actuación en este momento de nuestra sociedad-, todo lo dicho me parece válido para cualquier diálogo o discusión: los tics que adoptemos nos permitirán ver si estamos situados en el ego –y, desde él, no construimos-, o si hemos empezado a tomar distancia de él, saliendo así de sus trampas y haciendo posible el encuentro en la diferencia.
Lo que se percibe en tantas tertulias –televisivas, radiofónicas…- , y en tantos foros, así como en no pocas declaraciones públicas, no son sino peleas de egos que, por el modo de descalificar a las personas, se descalifican a sí mismos y fomentan un clima generalizado de crispación creciente que alcanza, enrareciéndola, toda nuestra convivencia. Personalmente, me asombra percibir tanto odio y agresividad en muchos foros de Internet donde se plantean temáticas religiosas: ¿en qué etapa se encuentra la persona creyente que descalifica e insulta a quien discrepa de su punto de vista?
Pero hay salida. Y no pasa precisamente por “salirnos con la nuestra”, ni por convencer a nadie, sino por liberarnos de la identificación con nuestro propio ego. En cuanto logramos establecer un mínimo de distancia con respecto a él, caemos en la cuenta de que cualquier situación es una oportunidad para avanzar en aquella desidentificación, sobre todo para personas que nos decimos comprometidas en un camino religioso o espiritual. Ello requiere todo un trabajo personal que implica aprender a pasar del pensamiento –reino del ego- a la conciencia o atención, lugar de la Presencia, en la que conectamos con Lo Que Es y Somos, sin fracturas y sin exclusiones, sin costuras.
Todo puede expresarse y defenderse, decía más arriba. Pero cuando lo hacemos desde el ego, aparece el juicio, la condena, la descalificación, la acidez, el insulto, la necesidad de tener razón, incluso el odio al que piensa distinto… Cuando tomamos distancia de nuestro ego, puede aparecer una actitud de explicar, razonar, ofrecer…, pero todo ello con una seña de identidad característica: no se pretende obtener nada, sino sólo permitir que lo que ves, pase a través de ti. Te descubres como cauce o canal de lo que se te regala y, sencillamente, dejas que fluya, en una desapropiación limpia. Éste será el test definitivo que nos permita descubrir si hablamos o no desde el ego. Porque él es el único que necesita tener razón, pero -no lo dudemos- el ego no nos conducirá a la Vida ni a la Unidad que somos.
(Enrique Martínez Lozano)