Publicado en: El País semanal
Vivimos con un alto nivel de crispación: en la política, en el trabajo, en la calle... ¿Qué hay detrás de esta comunicación tan agresiva? ¿Cómo podemos combatirla?
Voy a buscar a mis hijos a la escuela. En un paso de cebra cercano a la entrada, por el que han de cruzar cada día los niños, me encuentro a un padre estacionado con su flamante Mercedes. Con absoluta serenidad, le hago notar que está bloqueando el paso justo en el punto por el que pedimos a diario a nuestros hijos que crucen para hacerlo con seguridad. Su respuesta no me atrevo a reproducirla. Lo más cariñoso que me dijo fue: "Métete en tus asuntos, y si te aburres, monta una ONG...", a lo cual seguía un grosero insulto.
Estoy en la panadería del barrio. Dos chicas entran con un perro. Un cliente les llama la atención avisándoles de que está prohibido entrar en el local con animales. Entre ellas, pero alzando la voz para que el hombre las oiga, comentan: "Ya estamos. Otro [insulto] que se aburre en casa y tiene que venir a dar lecciones a la gente...".
Estas son solo dos anécdotas recientes. Pero lo cierto es que muchas veces uno tiene la sensación de que hoy día la agresividad flota en el ambiente. Una agresividad gratuita, innecesaria y que en ocasiones raya la violencia. Una agresividad que hace de la relación casual con los demás una experiencia nada agradable, y que pone en jaque la convivencia. Y cada vez que nos enfrentamos a ella surge la misma pregunta: ¿qué le pasa a esta persona?, ¿por qué tanta irritación?
Detrás de la agresividad
"La violencia es el miedo a los ideales de los demás" (Mahatma Gandhi)
Ante un estímulo externo tenemos dos comportamientos posibles: responder o reaccionar. En el primer caso controlamos de forma consciente nuestro comportamiento. En el segundo actuamos sin control. En este contexto, la agresividad no es nunca una forma de respuesta, sino de pura reacción.
La reacción es un impulso automático del ser humano, que procede del instinto de supervivencia, y que tiene lugar cuando percibe un peligro o se siente atacado. Así pues, la agresividad es en esencia una reacción defensiva de alguien que en un momento dado se siente provocado.
Al margen de la agresividad patológica, que no es objeto del presente artículo, hay distintos orígenes para los comportamientos agresivos ocasionales con los que nos obsequia la gente en nuestro día a día:
- Hay agresividad que procede de nuestra inseguridad: cuando nos sentimos inseguros ante algo o alguien, cuando no dominamos algo y alguien nos cuestiona o nos pone en duda, la reacción por defecto será con toda probabilidad agresiva. Solo desde una gran dosis de seguridad personal podemos responder serenamente si alguien nos cuestiona.
- Hay agresividad que procede de nuestra falta de valor para decir lo que tenemos que decir: cuando tenemos que dar malas noticias, o hacer alguna observación negativa, y somos de los que nos cuesta hacerlo, nunca encontramos el momento adecuado. Y cuando finalmente hacemos acopio de valor, y lo decimos, nos vamos directamente y sin darnos cuenta al otro extremo, pasando de callarnos a decirlo con agresividad.
- Hay agresividad que simplemente procede de nuestra inquietud, de nuestros nervios: cuando algo nos inquieta, sea porque estamos ante una persona importante, porque hemos trabajado mucho en el tema o por cualquier otro motivo, es difícil responder ante cualquier observación sin alterarnos, manteniendo un tono constructivo.
- Y hay también agresividad que procede de nuestro sentimiento de culpa. Este sería a mi entender el caso de los ejemplos descritos al inicio. Cuando el sujeto se siente culpable y sabe que ha hecho mal las cosas, vive el comentario que le hagan como una agresión que le induce al ataque. En este caso, lo que hace es proyectar su enfado en los demás, cuando en realidad con quien está enfadado es consigo mismo.
En todos los casos la raíz es común, y se trata del miedo en cualquiera de sus formas o matices. Como afirma el Dalai Lama, "la ira nace del temor", y ciertamente, cuando alguien o algo nos da miedo, la reacción colérica o fuera de tono no se hace esperar.
¿Cómo responder?
"El buen juicio no necesita de la violencia" (León Tolstói)
A menudo, ante los ataques de alguien, no sabemos reaccionar. Aguantamos estoicamente su brote de ira, y nos quedamos por el camino con la sensación de que es esa persona la que en el fondo se sale con la suya y consigue sus fines (es evidente que el padre del flamante Mercedes no movió ni un centímetro su coche, y que yo desistí de hacer nada más al respecto).
Pero probablemente esto sea lo mejor que podemos hacer. La recomendación fundamental ante una persona irritada es por encima de todo no reaccionar nosotros, y en muchos casos ni tan siquiera la respuesta serena merece la pena, puesto que si el otro está fuera de sí, no va a procesar nada de lo que le intentemos decir.
Lo que es seguro es que ante una persona agresiva no lleva a ninguna parte dejarla en evidencia, afearle su conducta o intentar discutir. Porque caeremos inevitablemente en una espiral de reacciones y contra reacciones que muy pronto nos hará perder el control a nosotros y nos encontraremos comportándonos a merced del otro.
Es importante vivir la agresividad ajena con la prevención de no caer nunca en su terreno de juego, no caer en la provocación y reaccionar, para mantener así y en todo momento nuestro juicio. Como afirmó Viktor Frankl, "no podemos controlar los acontecimientos, pero sí nuestra reacción a ellos", y, como nos recuerda Stephen Covey, "nuestra conducta es una función de nuestras decisiones, no de nuestras condiciones".
¿Qué se puede hacer?
"El medio para hacer cambiar de opinión es el afecto, no la ira" (Dalai Lama)
Si tenemos en nuestro entorno una persona que se muestra reiteradamente colérica (dejando al margen siempre casos no patológicos), hemos de considerar en primer lugar los posibles motivos: estamos ante una persona a la que la inseguridad y/o alguna manifestación del miedo la está colapsando.
No ayudará, por tanto, censurar su comportamiento ni mientras lo muestra (no está en condiciones de aceptarlo) ni en algún momento posterior (aunque lo acepte, su seguridad se verá inevitablemente minada). Tampoco funcionará dejarlo públicamente en evidencia. Todo ello no hará más que reforzar su inseguridad y, por tanto, la directa manifestación de esta: su reactividad y su agresividad.
Hay un camino que sí ayudará, aunque será lento en algunos casos y exigirá una gran dosis de empatía y generosidad: aceptar a la persona, comprenderla y, una vez comprendida la raíz de sus miedos, darle seguridad.
Con aquellas personas de nuestro entorno a las que queremos ayudar tenemos una posible estrategia a seguir: en lugar de enfadarnos con ellas cada vez que se muestran agresivas, podemos llevar a cabo un trabajo de fondo, que consistirá en ir dándoles mensajes positivos cada día. Esta estrategia no trata de tapar sus comportamientos agresivos. Trata de compensar y superar el mal de base, el origen de la agresividad, que es su falta de seguridad. La persona que muestra actitudes agresivas sabe perfectamente que no lo está haciendo bien, y no necesita que se lo recordemos. Lo que le ocurre es que no sabe de dónde proceden estas actitudes, y en esto es en lo que nuestra ayuda a través del refuerzo de su seguridad puede ser fundamental.
En los encuentros accidentales con gente que se muestra puntualmente agresiva, y a la que quizá ni conocemos, podemos responder con una pauta fija: serenidad y la mejor de las sonrisas.
Y cuando somos nosotros los que nos comportamos agresivamente, será bueno que analicemos qué tipo de situación ha desencadenado nuestra reacción: porque aquello ante lo que reaccionamos con irritación es precisamente aquello sobre lo que nos sentimos inseguros, aquello que no tenemos resuelto en nuestras vidas. Identificar lo que no tenemos resuelto y trabajarlo será la solución definitiva, más que intentar que un disciplinado autocontrol nos haga evitar un brote de cólera.
Agresividad, una palabra que rima con soledad. Está científicamente demostrado que tenemos mayor propensión por relacionarnos con aquella gente que nos muestra una actitud amable. No hace falta que hablemos con ellos; la sola expresión afable ya nos invita a la relación. Y siguiendo el razonamiento, parece lógico pensar que tendremos de forma natural una especial prevención a relacionarnos con gente que nos muestra una expresión hostil.
La agresividad con los demás levanta altos muros de aislamiento y lleva con el tiempo a la soledad. La gente se distancia hasta cortar todo vínculo de relación. A nadie le gusta pasar un mal rato en nuestra interacción con los otros. Y ya no es una cuestión de tenerle miedo al agresivo. Es el simple y humano deseo de sentirnos bien en compañía de los demás.