ompañera de viaje
Luisa tiene noventa y un años, padece de cáncer en su columna vertebral.
Aunque habla con cierta dificultad, le encanta hacerlo conmigo, que la comprendo sin problemas.
Como la mayoría de los pacientes, me va con-tando todas las alternativas de su dolencia. Primero me habla de su experiencia con rayos y quicio-terapia, que la hicieron sentir muy mal, con náu-seas y decaimiento, una gran debilidad y sorno-lencia.
Entonces, recuerda que además de los médicos "de acá", había otros atendiéndola y hablándole. Dice que fue a partir de la lectura de un libro, que llegó a comprender lo que sucedía: mientras unos médicos curaban su cuerpo, otros curaban su alma.
Comenta, con la certeza de quién ha analizado un problema en profundidad:
—Entre mis familiares, hay algunos que me creen, otros piensan que deliro, y hay quienes per-manecen indiferentes—
Después de varios días de atenderla, me sien-to tan conectada con la enferma, reconozco tanta sabiduría en sus palabras, que me animo y le cuento cómo voy tomando nota de lo que dicen mis pacientes. Le explico que esas notas luego se transforman en historias, y tratamos de hacerlas llegar adonde sean necesarias. Aunque en la ma-yoría de los casos los enfermos no se enteran, se las dedico con todo mi amor, estén dónde estén...
Mientras le voy explicando, Luisa me observa muy seria. Al terminar, me dice:
—Yo sé que vos no estás sola. La misma can-tidad de compañeros que tenés acá, te acompañan allá— (me hace una seña con la cabeza hacia arriba).
—Estos son los que te guían y permiten que confiemos en vos—
— ¡Luisa, enséñame tu paz, tu sabiduría!— le digo conmovida.
— ¿Vas a contar lo que te diga?— me interroga. No esperes que te enseñe. No es fácil destruir las convicciones de los otros, aunque sean equivoca-das. Enseñar no es corregir—
—Aprende: toda convicción sincera es válida. Tiene valor en un determinado grado de sabiduría. Para ayudar en el proceso de evolución de otras personas hay que mostrarles realidades superiores, sin despreciar las suyas, y dejar que las alcancen con su esfuerzo—
—Yo, con mis noventa y tantos a cuestas, to-davía tengo mucho más para aprender que para enseñar—
Le pido disculpas, porque veo cuánto está esforzándose en su situación para hablar. En-tonces me contesta:
—Es algo que te tengo que decir. Me alegra saber que te interesa aprender. Me están di-ciendo que has cambiado y crecido con el tra-bajo que haces—
Estas palabras me dejan muy sorprendida.
— ¿Quién te habla de mis cambios, Luisa?—
—Los que veo que te acompañan. Llegan con vos todos los días, por eso los reconozco—
— ¡Hablame de ellos, por favor!— le pido con ansiedad.
—Atrás tuyo hay tres, y más atrás hay varios. Me mandan un mensaje en este mo-mento—
Se queda unos instantes en silencio. Aguardo ansiosa con mi cuaderno de apuntes. De pronto, la enferma habla:
—Todos somos compañeros de un largo viaje... y si alguno, por ciertas circunstancias, ve un ra-yito de luz, lo que debe hacer es compartirlo... Nunca recriminar a otro porque se equivoca. Nadie que tenga un poquito de sabiduría en su corazón, puede criticar o despreciar a los demás, aunque crea que están equivoca-dos...—
En pocos instantes va perdiendo un poco la solemnidad del momento, y dice riéndose:
—Yo sé que escribiste—
— ¿Tenía que pedirte permiso, Luisa?—
—Somos todos compañeros del mismo viaje— Mientras transcurren sus últimos días, entre dolores, calmantes y angustias, ella trata de fortalecer a su familia, reconfortarla. Es realmente admirable.
Un día escucho que le dice a uno de sus hijos:
—Si te hace mal verme así, no vengas a su-frir. No tengas temor. ¡Mirame bien!... ¿Qué ves en mi rostro?... ¡Mírame a mí, que soy tu mamá, no mires a mi enfermedad, no mires mi coraza!... Si me miras a mí, se te irá el miedo—
Continúa decaída. A veces apenas me salu-da. La acompaño, la medico, la acaricio, y me marcho en silencio. Otras veces, según haya pasado la noche anterior, comenta algo más profundo.
Trato de molestarla lo menos posible.
Uno de esos días la encuentro más animada. Hace ya veinte días que la atiendo diariamente. Le pregunto bromeando:
— ¿Hoy está libre la comunicación para mí?—
Luisa me comprende, se ríe, se relaja..
—Te destacas por tu comprensión— me dice.
Le explico que esos seres que ella me nombra, también me guían para determinar cuándo puedo conversar y cuándo debo atenderla en silencio.
—Todo lo escuchas con alegría. Ella nutre tu alma. Así nos atendés con entusiasmo, y nos transmitís esperanzas—
Sigue deteriorándose. Recibe dosis de mor-fina cada tres horas, apenas balbucea algunas palabras. Hace señas incomprensibles con las manos, y está cada vez más obnubilada.
Hoy es 2 de octubre. Luisa pasó a ese lugar adonde van mis amados pacientes, donde la muerte es sólo una palabra sin sentido. Me quedan sus palabras, estimulando mi alma para seguir atendiéndolos con amor.
VII
LLEGAN MENSAJES
Ya tengo las puertas abiertas.
Veo todo, comprendo todo... pero no sé cómo explicarte...
No encuentro palabras.
Es ampliamente conocido, sobre todo en ambien-tes y lecturas esotéricas, el hecho de recibir men-sajes del "más allá".
Algunas personas cuentan recibirlos durante el sueño, en un estado de meditación profunda o de relajación. Otros dicen haber percibido sorpresiva-mente una voz (puede ser inaudible) comunican-doles algo que, en general, tiene un significado im-partante para ellos.
Mi hermano, por ejemplo, que nunca había te-nido percepción extrasensorial alguna (ni creía en absoluto en ellas), tuvo una noche un sueño muy vivido. Se le apareció en su casa un señor muy conocido suyo, ya muerto, pidiéndole que avisara a sus hijos sobre un peligro de quiebra financiera, que afectaría a su madre. Aunque sus hijos no lo consideraron creíble, al mes siguiente del sueño, se cumplió la premonición.
También existen los médiums, personas con una capacidad especial para la comunicación extrasen-sorial, que sirven de "canal" para que otro ser mande mensajes a alguien que lo necesita. En el caso del espiritismo, quienes lo practican convocan espíritus con el objeto de recibir mensajes para una ayuda o conocimiento determinado.
El espíritu utiliza la voz del médium, o también puede usar momentáneamente su cuerpo.
En estas prácticas, siempre existe la posibilidad de atraer espíritus no tan buenos, ni tan elevados como se quisiera. Por eso no es conveniente to-marlo como un juego.
Existe una gran diferencia entre conocer este hecho mediante la información de los libros, o por el relato de alguien, que tener la vivencia directa. Cuando me sucede con mis pacientes, percibo este suceso como algo mágico.
No sé cuál es la razón, o la explicación de que los enfermos moribundos, en muchos casos, comiencen a desarrollar cualidades para-norma-les. Esto suele venir acompañado por todos los otros procesos ya relatados que sufren al final de sus días.
Muchas veces me he sorprendido y otras tan-tas he quedado muy impactada por estos fenó-menos, sobre todo cuando advierto que me atañen tan directamente en lo personal. Lo más frecuente que sucede, es rezar por ellos mentalmente, cuando creo que ya están por partir, y me sor-prenden hablando de mi oración. O captan cosas que estoy pensando en ese momento.
Recuerdo que hace unos años, un paciente muy conversador, me preguntó dónde había nacido. Le conté que provenía del sur, dónde estaba gran parte de mi familia. Un día, cuando ya se hacer-caba su final, me habló sin rodeos de mis íntimos deseos de volver a vivir allá. Y aumentó mi sor-presa, cuando agregó a este comentario su pre-monición:
—Tu sueño es volver al sur viajando en tren, pero no olvides: no hay tren que llegue a Como-doro Rivadavia—
Además de premoniciones de poca trascenden-cia, también he recibido de ellos mensajes de gran sabiduría, en momentos en que parecieran estar conectados a otro ser, con gran concentración, con una voz que no les reconozco.
Como se puede leer en algunos relatos, existe muchas veces una curiosa conexión entre algu-nos mensajes y el grupo de voluntarios al que pertenezco. He podido comprobar que los seres que los envían están muy compenetrados con las actividades de estos grupos de servicio.
También es fácil reconocer que ni los pacientes saben lo que han transmitido. Que lo han hecho de un modo inconsciente.
Algunos, muchas veces, me pidieron que escri-biera estos relatos. Otros, al cabo de un tiempo, que siguiera escribiendo.
Eso es lo que trato de hacer.
Las puertas abiertas
Enrique es mi paciente más simpático y agra-dable.
Sobrelleva la pesada carga de su enfermedad con sencilla resignación y muy buen humor. Le gusta hablar de tangos y muchas cosas más. Está operado varias veces de cáncer y tiene metástasis en la zona intestinal. Sin embargo, él sigue siendo amoroso, comprensivo, agradecido.
Es un placer visitarlo diariamente.
Hoy amaneció con dolor abdominal, aunque este hecho no impidió que conversáramos de todo. En un momento, me comentó que anoche lo llevaron a una sala muy iluminada (él está en su casa, con internación domiciliaria).
— ¿Es el quirófano, verdad?— me pregunta.
Digo que sí. Cuenta que le pusieron luces como rayos en el estómago y la espalda. Que no le dan dolor, solamente siente un poco de calor, por eso se destapa en la cama.
Pregunto de qué color es la sala iluminada.
—De un verdecito muy suave, casi celeste... entre verde y celeste— vacila —es muy limpia y silenciosa. Los doctores son tranquilos y me tratan muy bien—
— ¿Y qué te dicen?—
—Que cierre los ojos. ¡Yo me siento tan bien! No me quiero despertar, no quiero ni abrir los ojos—
—El problema es cuando me traen. Entonces empiezan los dolores, las sábanas que se enrollan y molestan en la espalda, los talones me arden—
—Cuando estoy en la sala nada me moles-ta—
— ¿Sabes qué pienso? que todo esto es un ensayo para cuando pase del otro lado—
Pregunto con expresión inocente:
— ¿Adonde, Enrique?—
Hace señas con la mano para arriba.
Sigo la conversación, en tono de broma:
— ¿Podré ir yo también?—
—No Vos todavía tenés acá tu lugar. Ellos te conocen y dicen que te van a dar otro cargo—
— ¿Están contentos conmigo, con mi traba-jo?—
— ¡Si!... Ellos te quieren mucho. Por eso te acompañan siempre. ¿Viste?—
—Si ellos me conocen -le digo- pregúntales a que me dedicaba antes de ser enfermera—
Me contesta con cara muy picaresca y una sonrisa:
—Vos sabes lo que eras, (me desafía), hace memoria. Acordate de lo que eras, dice siempre riéndose. Vos sabes lo que eras—
—Le digo que no recuerdo, y le pregunto porque se ríe—
—Porque vos sabes lo que eras...—
Hoy lo encontré muy triste y somnoliento, pero sin dolor. Pide que no me olvide de rezar por él y "los otros". Dije mentalmente unas ora-ciones mientras lo higienizaba y rotaba en la cama.
Han pasado dos días. A la noche tengo un sueño muy especial: Me encuentro con mis com-pañeros del servicio voluntario (lo realizamos mensualmente en distintos hospitales e instituciones). Esta vez, en el sueño el servicio con-siste en cruzar un río o lago, a orillas del cual estamos. Me encuentro en la orilla colaborando con la elaboración de la comida (que consiste en pescado, verduras, etc.). La cocina está al aire libre, sobre el césped. Desde esa orilla veo cómo el grupo entra en el agua. Los veo cruzar el río a todos disfrutando. Me despierto con una gran sensación de felicidad. Al poco rato, al visitar a mis pacientes, ya lo he olvidado casi completamente. Cuando llego a la casa de Enrique, al comenzar su atención, me dice en voz baja:
—Tengo un mensaje para vos y los tuyos—
Me da poco tiempo para abrir mi cuaderno. Comienza a hablarme con un tono muy distinto, solemne:
—Esto es conciencia real en grupo. Es tu grupo. No realices esfuerzos. Sos un instrumento de bien. El grupo es fuerte, está muy bien. Ya se bautizaron, vos quédate en la orilla, por ahora. Disfruta, no te apures ni te asustes. Aprende, acompaña, ayuda—
—Aprendan a ser pacientes, encuentren la paz. Están bien, muy bien—
A continuación se queda en silencio, ya no vuelve a hablar. Me marcho de su casa suma-mente conmocionada.
Unos días después, Enrique está decaído, aunque charlamos algo.
De repente me dice:
—¿Qué es esa ropa que usan las mujeres que me llevan?. No es de enfermeras—
Le pido que me las describa.
—Son largas, no se ven los zapatos, no tienen cinturón ni bolsillos—
—¿Serán túnicas?— le digo.
—Sí, tenés razón. ¿Y porqué usan esas túni-cas?—
—No sé— le contesto. Mientras tanto pienso que debe ser un uniforme del hospital celestial.
En unos instantes me comenta:
—Ese es el uniforme celestial (como si hubiera leído mis pensamientos). Me gusta hablar con vos, porque me entendés y me tranquilizas. A veces tengo ganas de retobarme y no ir. Pero me acuerdo de lo que vos me decís. Que no tema, que sea dócil...—
— ¡Qué lástima que vos no sabes aplicar rayos láser, así me curarías vos...!—
—¿Y cómo puedo hacer para aprender eso, Enrique?—
Otra vez vuelve a ese tono de solemnidad, como si no fuera él:
—Silencio. Mucho silencio. El silencio es la madre de todas las buenas costumbres. En el silencio está la Verdad, la Luz y la Sabiduría. Deciles esto también a los otros—
Enrique tuvo convulsiones. Hoy lo encuentro rígido, con dificultad para expresarse.
En este punto quisiera comentar algo sobre su familia. La esposa es muy amable, com-prensiva, servicial con todos. Más advierto que está deseando que esto termine. Está cansada, como si se le hubiera agotado la paciencia, justo cuando es más necesario tenerla.
El está siendo medicado en exceso. La espo-sa le da altas dosis de hipnóticos, ansiolíticos, pedidos al doctor porque ella "no da más". Dice que él molesta, que habla mucho, no duerme y está agresivo. No lo veo así, pero es poco lo que puedo hacer.
A pesar de su dificultad para hablar, hoy me dijo algo que me destrozó el corazón:
—Todavía no es mi hora. No quiero tomar esos remedios que me da Delia (la esposa), me hacen mal. Saben que cuando hablo no digo mentiras.
—Quieren callarme porque no me quieren escuchar. Si no creen lo que digo, no están obligados a escucharme... ¡Qué suerte que vos sos buena, me escuchas y me crees!—
— ¡Por favor, quédate, no te vayas!—
Como pocas veces en mi tarea profesional, se me hizo un nudo en la garganta. Tomé con-ciencia de mi impotencia para ayudar en ese aspecto tan controvertido del tratamiento.
Le tomé la mano y le dije: Te quiero mucho, Enrique, te comprendo. Va a llegar el día en que todos van a escuchar y comprender lo que dicen los enfermos como vos.
—No le cuentes a mi esposa esto que hablamos. No va a entender—
— ¿Y tus hijos?— le pregunto.
—Para ellos va a ser más fácil. Pero no es el tiempo todavía—
—No quiero que sufran por mí cuando yo no esté—
— ¡Si comprenden, no van a sufrir!— le digo.
—¡Te digo que no es su tiempo todavía!. No se debe forzar el entendimiento, porque puede ser la peor traba para crecer. ¿Escuchaste lo que te dije?—
Hoy llego a su casa y veo que en su historia clínica, el médico escribió su diagnóstico: Coma I. Pero cuando me acerco a su cama, abre los ojos y me habla.
La familia no comprende qué pasa. Dice que anoche le dieron la extremaunción, hablaron con la funeraria y hoy se despertó como si nada.
Estuve conversando con su hijo menor, quién me dio la pauta que está más abierto a los conocimientos del espíritu que el resto de la familia. Mi conclusión sobre este episodio, es que cuando estuvo en Coma I, estaba siendo desin-toxicado por los médicos del otro lado, cosa que he observado algunas veces en otros pacientes con tantos medicamentos.
Charlamos un poco, como siempre. Me cuenta que él "ya tiene las puertas abiertas"
Cuando le pregunto qué hay detrás de esas puertas, dice:
—Un jardín hermoso. Plantas de flores y verduras—
— ¿Verduras?— le pregunto sorprendida.
—Sí. Hay arvejas, remolachas, tomates... (duda), parecen tomates, no estoy seguro. Pero lo que mejor veo son las plantas de arvejas—
— ¿Y cuándo vas a ir vos?—
—Todavía no puedo pasar, pero ya te dije que me abrieron las puertas—
Comienza a nombrarme a algunas personas que ve (la esposa dice que son familiares y amigos ya fallecidos) y dice que hay otros que no conoce. Están todos contentos, esperando para ayudarlo cuando pase con ellos.
—Veo todo, comprendo todo... pero no sé cómo explicarte. No encuentro palabras... estoy cansado...—
El último día, realicé todo el trabajo nece-sario con él. Apenas balbuceó algunas pala-bras:
—Viniste, yo sabía que ibas a venir; no me molestes, estoy muy cansado, quiero dormir...
A las 17 hs, querido Enrique, pasaste al otro lado. Te abrieron las puertas. Muchas gra-cias por haber permitido asomarme apenas a ellas. Por dejar que me acerque a esos insondables misterios de la vida y poder con-tarlos.