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 LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI



Septiembre 29, 2012, 02:56:02 pm
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Desconectado Aura

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LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« en: Septiembre 29, 2012, 02:56:02 pm »


      Es un libro excelente pero no me permite el foro postearlo (les parece largo)

               Lo lamento ...es un testimonio muy bueno sobre una enfermera (amiga) que aprendió de los enfermos terminales

Septiembre 29, 2012, 10:22:37 pm
Respuesta #1

Desconectado Francisco de Sales

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #1 en: Septiembre 29, 2012, 10:22:37 pm »
 Prueba a meterlo en dos veces, como primera y segunda parte y te lo aceptará.
Saludos.

Febrero 19, 2013, 06:26:56 pm
Respuesta #2

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #2 en: Febrero 19, 2013, 06:26:56 pm »
Re: LIBRO LAS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN IMPERDIBLE
Alicia N. Fonsi ?



¿De dónde proviene la inmensa sabiduría que revelan las palabras de estos enfermos en el tramo final de sus días? Ellos pueden verse desde afuera de sus cuerpos, evidencian algunos poderes paranormales o hablan de la presencia de seres angélicos. Explican que éstos les ayudan a reflexionar, a comprender el sentido de sus vidas, sus errores y aciertos. A desprenderse de rencores y apegos, a vislumbrar la nueva realidad que los aguarda. ¿Es posible realizar la tarea de capitalizar sus enseñanzas en nuestra existencia actual, cuando conservamos todo nuestro potencial físico, para así poder desandar caminos equivocados?

Los testimonios citados en este libro, recogidos por la enfermera que los asiste en sus últimos días, nos van revelando entre líneas el sentido de la existencia, el propósito de las duras pruebas que debemos pasar. Nos animan, con serenidad y crudeza, a captar sus profundos mensajes.
Esto es para transmitir.
Siento que podría ayudar a mucha gente.
Te pido que lo cuentes.
Me iré, y esto continuará vivo.
Sólo entenderán los que tengan que entender.



ÍNDICE
Prólogo…………………………………………9
I   Una Historia de Vida……………………….11
II   Comienzo a escribir……………………….17
III   Me veo desde arriba……………………..25
IV   Los que sobreviven……………………….33
V   La revisión de la vida………………………41
VI   Los ángeles que me acompañan……….51
VII   Llegan mensajes………………………….61
VIII   La vida continúa…………………………73
IX   Rompiendo hielos…………………………83
X   De eso no se habla…………………………95
XI   En las puertas del cielo………………….105
XII   Atando cabos……………………………..117
Epílogo…………………………………………127


PROLOGO

Estas historias son auténticas. Exceptuando los nombres, están contadas tal cual llegaron a nosotras.
Son hechos reales. No hay nada que ocultar, nada que demostrar. Son así. Describen una realidad no siempre accesible a nosotros, para recordarnos que también existe.
Creemos que nos fueron acercadas para despertar conciencias dormidas, para llevar un soplo de esperanza a esta humanidad tan deshumanizada
Si analizamos las palabras de los moribundos a la luz del alma, con observación profunda, con sincera reflexión, encontraremos en ellas algunos indicios que nos permitirán descifrar el verdadero sentido de la vida y del pasaje que habitualmente llamamos muerte.
Nos ayudarán a entender que nuestra vida tiene un propósito, que no se trata sólo de "pasarla bien".
No debemos olvidar que la Sabiduría se halla dentro nuestro.
Hay que saber encontrarla.
Nuestro deseo más profundo es que estos mensajes sirvan para ayudar a despertar a tantos seres que vagan sin rumbo fijo, como perdidos en los laberintos de la vida.
"Sólo entenderán los que tengan que entender", dice uno de los enfermos.
Deseamos que sean muchos, muchísimos, los que puedan lograrlo.

ALICIA FONTI
NORMA MORENO






I
UNA HISTORIA DE VIDA

Me llamo Alicia. Soy una mujer común y co-rriente. Nada especial. Con defectos, virtudes, vivo alegrías y tristezas, problemas frecuentes, tengo dificultades y broncas.
También grandes satisfacciones. Como todo el mundo.
Mas hay algo en mí que se destaca, que predomina sobre todo lo demás: siento la necesidad, el impulso irresistible de ayudar, asistir, buscar el bienestar de los enfermos, curar y aliviar sus heridas y padecimientos.
Desde que puedo recordar, en los tenues recuerdos de mis juegos infantiles, traigo este deseo que proviene de muy dentro mío, que va llevándome por un camino señalado. Que se mantiene constante a través del tiempo, como si brotara de algún extraño manantial inagotable.
El contacto con los enfermos hace aflorar lo mejor de mí, lo más puro.
El simple hecho de tomarles el pulso, tocarlos, abrazarlos, me facilita una profunda conexión con ellos. Nunca, sus difíciles situaciones me depri-men o entristecen.
Siempre me ayudan la sonrisa, el humor, las palabras inspiradas, para enriquecer nuestra relación tan especial.
Esta tarea es para mí como un bálsamo. Hasta sus muertes me llenan de paz.
Nací en el Sur, hacia donde habían emigrado mis, padres en busca de nuevos horizontes.
Era la época en que los pozos de petróleo florecían en el paisaje árido de Comodoro Riva-davia, y mi papa era uno de los tantos operarios de YPF
Luego fuimos a vivir a uno de los campamen-tos que la compañía tenía en "El Trébol", un hermoso lugar a cincuenta kilómetros de cómo-doro, con bastantes comodidades para el personal, y lleno de bellezas naturales. Era un oasis en medio de la aridez de la zona: álamos, pinos, frutales, un lugar paradisíaco (nunca más volví a probar esas cerezas y grosellas).
Allí nacieron mis dos hermanos varones, y finalmente una hermanita que me llenó de alegría.
Los primeros vínculos que recuerdo haber tenido con la enfermedad y la medicina apare-cieron a mis cinco años.
Surgieron unas ampollas en mis manos, y los médicos del lugar no pudieron determinar su origen.
Fui llevada al hospital de C. Rivadavia y allí decidieron dejarme internada unos días, por precaución. Tenía hermanos menores y podría haber contagio.
Por supuesto, mis padres no pudieron per-manecer fuera de horario de visita, como era norma en aquel tiempo.
Era una situación de gran angustia para mí. Llegaba la noche, me encontraba con las manos vendadas, en una habitación desconocida, sin mis padres. Solo tenía una compañera de cuarto, unos años mayor, que se divertía robán-dome las cosas que mamá me dejaba cuando se iba.
Las enfermeras que me asistían eran muy parcas. Sentía que me trataban con indiferencia, o quizás con miedo o resquemor, por temor a contagiarse al cambiar mis vendas.
Esos días se convirtieron en una tortura. La sala donde me confinaron era de aislamiento, como una jaula con ventanitas, desde donde no podía ver nada de lo que sucedía afuera.
Los médicos me visitaban para examinar mi rara enfermedad, me observaban con interés científico, pero no me trataban como a una pequeña de cinco años.
Hasta que apareció una enfermera diferente. Todo en ella era luz. Dulce, serena, me quitaba los vendajes con suavidad, me cantaba cancio-nes. Me llevaba en brazos al office de enfermeras y mientras colocaba mis manos en agua de Alibour, preparaba los medicamentos para otros enfermos, hablaba y bromeaba conmigo.
Todavía recuerdo su nombre: Titina.
Creo que fue entonces cuando comencé a soñar con ser enfermera. Pero no quería ser cualquier enfermera. Aspiraba a ser como Titina...
Más adelante tuve otras dos experiencias de internación en el mismo hospital. Una por extir-pación de amígdalas, otra por una operación de apendicitis, a mis nueve años. En esa ocasión volví a ver a Titina.
Allí pude valorar en toda su dimensión esa imagen que había conservado de ella en esos años, a notar el amor y la dedicación que depo-sitaba en sus enfermos.
Mientras mi sueño siguió creciendo, llegué a los doce años. Para esa época ya poseía dos libros de Medicina General, que le habían ofrecido a papá cuando tenía nueve años, y ante mi insistencia, él los compró. Los leía muy asiduamente, con sumo interés.
Quería ser enfermera. Era como un toque de campana que no dejaba de llamarme.
Entonces sucedió un hecho determinante en la vida de nuestra familia. Mis padres se sepa-raron.
Quedamos con papá, que enjugó nuestros llantos, y consiguió una señora que nos atendía durante el día. Él trataba con amor y buena voluntad de cubrir ese inmenso vacío que produce la falta de madre en un hogar.
Así transcurrió el comienzo de mi adolescencia, los primeros años de secundaria. En ese tiempo me volví seria, madura, decidida.
Fue entonces que llegó a vivir con nosotros Chabela, hija de una unión anterior de mi padre. Fue una bendición para nosotros. Nos adapta-mos maravillosamente a ella.
A su lado me transformé en señorita, recibí sus consejos, su cariño, su complicidad.
Cuando llegaron los quince años, fue ella quien más me apoyó para ingresar a enfermería, ya que mi padre al principio se mostró reacio a mi elección. Cada vez que se hablaba del tema, ese hombre generoso, bondadoso y complaciente se oponía e intentaba disuadirme.
Me inscribí con la ayuda de mi hermana. ¡Me sentí tan feliz y a la vez tan culpable por decepcionar a mi padre!
Aunque este descontento se fue disipando kcon el paso del tiempo y mi firme vocación.
La escuela de enfermería de la Cruz Roja funcionaba en el hospital de Y.P.R de Comodoro Rivadavia, donde nací, soporté las internaciones, conocí a distintos tipos de enfermeras.
En el mismo lugar donde nació mi vocación.
Así pasaron volando esos hermosos años de estudio. Recuerdo el momento en que vestí la capa del primer desfile, las mañanas en que amanecía la entrada de mi casa cubierta de nieve. Tomaba la pala, despejaba el camino, y salía con entusiasmo.
Ese entusiasmo que no me abandonó jamás.
A los dieciocho años se cumplió mi sueño dorado: ya era enfermera. Hasta mi padre se mostraba feliz, parecía haberlo aceptado.
Mi trabajo comenzó en C. Rivadavia, en ese hospital tan ligado a mi historia. Transcurrido un tiempo viajé a otras provincias, donde realicé cursos y especializaciones, me quedé dos años. Mi destino final fue Buenos Aires.
La pequeña que quería ser enfermera no podía imaginar que ese camino le abriría en su vida una ventanita iluminada hacia conocimien-tos mucho más profundos del alma humana, hacia el sentido de la vida y de la muerte.
Salí simplemente confiada y expectante hacia mi nueva tarea.
Primero me desempeñé en Maternidad, vien-do llegar a la vida incontables niños. Seguí en Enfermería General, luego pasé a Pediatría.
Allí comencé las primeras experiencias en continuo contacto con la muerte física. Nunca, ni siquiera en los niños, esta me resultó traumática. Siempre la intuía como un proceso natural, aunque me daba pena el dolor de los padres y familiares. Tal vez porque siempre observaba a los niños morir con mucha paz y serenidad, con una conmovedora aceptación.
También los escuchaba hablar de los ángeles que los aguardaban, pero en esa época atribuía sus comentarios a la compañía de las monjas del hospital.
Recuerdo que al morir un niño, la costumbre del personal era colocarlo en una camilla para llevarlo a la morgue. Mi impulso natural, siempre fue el de llevarlos en brazos, como si tuviera que acompañarlos en ese contacto corporal, como si fuera necesaria esa despedida cuerpo a cuerpo con ellos. Me costaba ver algo malo o negativo en esas muertes.
Los últimos doce años comencé a trabajar con los enfermos mal llamados "terminales" (los llamaría mis maestros).
Así mi trayectoria fue describiendo un círculo, redondeando el ciclo de la vida. Del comienzo al final, del final a un nuevo comienzo, como dicen los enfermos.
Llego a sus casas muchas veces en esos momentos cruciales de sus vidas, cuando ellos vuelven para terminar sus días en su ámbito, junto a su familia. Mi tarea consiste en realizarles controles diarios, curaciones, control de sondas, sueros, etc.
Les brindo eso que mi alma necesita darles. Redondeo el trabajo con las sonrisas, las char-las, el apoyo y la comprensión.
Siempre disfruto escuchándolos.
Hace doce años que esta tarea maravillosa no deja de enriquecer mi vida.
Estos relatos están escritos por ellos y también para ellos.
Para llamar a la reflexión a todos los que rodean a este tipo de pacientes. Para los fami-liares que tienen que acompañarlos en estos difíciles momentos.
Para cualquier ser sensible que desee ahon-dar un poco más en este misterio que errónea-mente llamamos muerte.




II

Febrero 19, 2013, 06:28:06 pm
Respuesta #3

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #3 en: Febrero 19, 2013, 06:28:06 pm »
COMIENZO A ESCRIBIR

Me apena dejarlos sin que se enteren
que voy a pasar a otro lado... Nada más
voy a otro lugar...

Así, como sucede muchas veces en la vida, se me fue abriendo este camino inesperado. Sin comprender bien porqué, se me fue llevando casi imperceptiblemente hacia una tarea que había de realizar.
Alguien tenía que hacerla y, según parece, en este caso me tocó a mí.
En la época en que comencé a escuchar los relatos y comentarios tan sorprendentes de los enfermos, no comprendía mucho lo que sucedía El contacto diario con ellos me llenaba de felicidad. Siempre tuve muy claro que una parte muy importante de mi tarea era escucharlos con amor, al mismo tiempo que disfrutaba escuchándolos.
Así fueron pasando los meses, los años. Mis enfermos terminales iban muriendo y otros nuevos iban llegando...
Sus historias, relatos o reflexiones, fueron siempre muy similares. Tenían los mismos puntos en común: ayudas misteriosas, familiares ya muertos que los esperaban, seres o médicos celestiales, ángeles. Llegaban junto a sus lechos, se comunicaban con ellos, aún sin el uso de palabras. Les ayudaban a comprender el sentido de su enfermedad, los asistían en sus dolen-cias... Durante mucho tiempo quise compartir esta inquietud con alguien. No me fue posible. Ni siquiera tuve eco entre mis compañeras de trabajo, las enfermeras. Es el efecto de las drogas, decían casi siempre. Sin embargo, muchas veces pude escuchar este comentario en enfermos sin dolores, a quienes por el tipo de patología no se les suministraba ningún tipo de droga.
Esa parte escéptica que todos tenemos, fue cediendo espacio a la duda, a la reflexión.
Es difícil precisar en qué momento fue ga-nando en mí esa certeza, ese "saber", ese co-nocimiento silencioso y profundo, que ya no tiene camino de retorno: algo muy importante y trascendente está sucediendo, y soy parte de ello.
Después, con los años llegó al fin la opor-tunidad de compartir todo esto. Al conocer mi trabajo, una amiga me acercó un maravilloso y esclarecedor libro "La muerte, un Amanecer", de la doctora Elisabeth Kübler-Ross.
Ignoraba su existencia y encontré en sus páginas a alguien que en otro país, a miles de kilómetros de distancia, tenía mis mismas vivencias. Ella disfrutaba y aprendía de los moribundos, escuchaba las mismas cosas y des-cribía la forma maravillosa en que ellos habían ido derribando sus creencias ortodoxas de uni-versidad, con sólo sentarse un ratito al lado de sus camas... ¡Alguien que lo ponía en palabras...!
Devoré el libro en un fin de semana, casi sin interrupciones, llorando a cada momento por la emoción. No estaba tan sola.
Unos años después, una tarde cualquiera, mientras esperaba un colectivo para viajar a ver un paciente, en esas largas recorridas diarias, pasó a mi lado una señora en bicicleta. Me miró, siguió de largo. Luego retrocedió.
— ¿Vos no sos Alicia?... ¿Te acordás de mí?—
Entonces la reconocí. Era la esposa de un paciente que había atendido algún tiempo atrás. Cuando él estaba en su etapa terminal, decidieron viajar a Córdoba, donde tenían una casa. Allí falleció poco después.
Ella me cuenta que hasta sus últimos momentos, su esposo me nombraba, diciéndole que yo lo comprendía.
— ¿Qué te decía Carlos? ¿De qué te hablaba?—
Le respondo que ya no recuerdo mucho, que pasó más de un año.
De una cosa estoy segura: decía las mismas cosas que suelo escuchar siempre de los moribundos.
— ¿Porqué no escribiste, Alicia? Vos tenes que escribir lo que te dicen—
—¡Me gustaría tanto poder saberlo ahora... me haría tan bien eso!—
Este encuentro me deja pensando.
En esa misma semana, me llega un nuevo paciente en Floresta.
La coordinadora de la empresa me comenta que vaya prevenida, pues ya hubo problemas con varios enfermeros.
Así conozco a Eduardo.
Es un enfermo en etapa terminal. Se decide su internación domiciliaria, ante la inutilidad de cualquier otro tratamiento.
Al poco rato de llegar a su casa, cuando comienzo a dedicarme a su atención, empieza el maltrato.
Este se manifiesta con palabras ofensivas, groserías de todo tipo, que se van sucediendo mientras realizo mis controles.
Todo esto mientras su esposa camina ner-viosa y molesta alrededor de la cama, deses-perada, intentando infructuosamente calmarlo, hacerlo callar.
Me cuesta un gran esfuerzo dominar el impulso de plantarlo, dejarlo sucio, presa de todas las manifestaciones desagradables, pro-pias de su estado.
Más tengo la agradable sensación de ser asistida, contenida. Me dedico a realizar mi tra-bajo con el amor de siempre y ya no siento pala-bras ofensivas, olores desagradables, cansancio ni enojo.
Después de los primeros días, gritos y pro-testas mediante, en que me mantengo seria y concentrada en su asistencia, comienzo a con-versar algo con él. Trato de hacerle entender que lo estoy ayudando, que mi función es asistirlo para que se sienta bien. Que acepte la dedicación que le brindo.
Entonces, inesperadamente me grita:
— ¿Dónde está escrito eso? ¡Todo lo que decís hay que escribirlo!—
— ¿Escribir qué?— le pregunto.
—Todo. Hay que escribirlo—
Pensé que era curioso que en pocos días, en diferentes situaciones, dos personas insistieran so-bre lo mismo. Lo interpreté como una señal, como un mandato. Decidí tomar nota por lo menos de algunos comentarios o descripciones que solía escuchar de ellos. Justamente fue Eduardo el que me dio el primer material, con los cambios de actitud que se fueron evidenciando a lo largo de los días de su atención.
Junto con mis implementos de enfermería co-mencé a llevar un cuadernito. No me ha sido muy complicado tomar nota. Lo hago mientras completo el informe diario en sus historias clínicas. En algunos casos, anoto al salir del domicilio, durante los viajes. Lo más sorprendente fue sucediendo después, cuando en distintas oportunidades los mismos enfermos me fueron pidiendo que escriba. Que había mensajes para mí.
Cuando se fueron armando estos relatos fui comprendiendo que tenían una razón de ser, un propósito. Había que difundirlos.
Eduardo continúa protestando. Entre otras co-sas, porque hay unos médicos que lo llevan a tera-pia (recordemos que está en su casa), a un qui-rófano, y le aplican luces. Me dice que no siente dolor, pero que está enojado con ellos porque "todavía no aprendieron a curar almas ".
Asegura que esos médicos llegan conmigo (de allí las agresiones de los primeros días) y tratan de curarlo en vano.
Grita, los reta, los insulta.
Siempre le explico que vienen a ayudarme, pero no logro calmarlo, aunque ya no soy el centro de sus agresiones. Un día se muestra muy agresivo y descontrolado. Opto por hablarle más duramen-te. Le digo que sus insultos me ofenden mucho, que tiene que comprender y valorar mi trabajo al que en ese momento califiqué de ingrato, pero sólo para realzar el impacto de mis palabras. Eatá claro que es algo que no siento en absoluto. Desde entonces va suavizando su trato conmigo.
Hasta que comienza a sincerarse. Una mañana me cuenta que está cansado de "esta situación". Que "flota y flota" (entiendo que se ve desde afuera de su cuerpo). Quisiera decirle a su familia lo que le pasa, y no puede.
Me pide que sea yo quién hable con ellos.
Me doy cuenta que su familia no lo entendería. Su esposa, en cada ocasión que se presenta, manifiesta rencor hacia Dios, la iglesia, y cualquier otro santo que se le presente. Siempre la percibo inquieta y contrariada por la enfermedad de su esposo, más las dificultades que esto trae a su familia.
Después de esta confidencia ya se nota menos agresivo, me trata con más consideración, y hasta me saluda casi amablemente.
Uno de esos días, sucede algo inesperado. Después de higienizarlo, mientras preparo un medicamento, veo que levanta sus brazos, miran-do al frente de su cama, muy emocionado.
— ¡El Maestro!... ¡Ahí está el Maestro!—
Su semblante aparece transformado, lleno de paz, muy lejos de ese Eduardo agresivo y quejoso que había conocido hasta ahora.
En ese momento, una extraña conexión entre los dos nos produce una alegría difícil de describir. Como si estuviéramos dentro de una burbuja. Yo no veo nada en particular, aunque me siento tan emocionada como él.
De pronto, entra a la habitación la esposa, muy apurada y nerviosa. Me llama la atención suma-mente molesta, le grita a su esposo que allí no hay maestros, ni profesores. Sólo está la enfermera cumpliendo con su trabajo.
A continuación me lleva a otra habitación, pi-diéndome que no alimente pensamientos pertur-badores en él. Que no existen dioses ni ángeles que puedan mejorar su estado de salud.
Le respondo muy sutilmente, para tranquilizarla, que es mi costumbre aceptar lo que dice el pa-ciente. Para no alterarlo, porque mi experiencia me indica que es lo más adecuado para él.
En esos días la familia se reúne y decide internarlo. Es obvio que no toleran la situación.
Eduardo se despide de mí afectuosamente.
— ¡Gracias, muchas gracias!—
Dos días después, por razones que desco-nozco, es traído nuevamente a su casa.
Vuelven a destinarme a él. Lo encuentro muy mal, totalmente deteriorado. Apenas habla, aun-que se lo ve de mal humor.
Cuando me ve llegar, me mira con atención, me escucha.
Sé que el enojo no es conmigo.
Al día siguiente, cuando llego a atenderlo, al quedar solos en su habitación, me dice:
— ¡Ayúdame! Habla con mi familia. Me apena dejarlos sin que se enteren que voy a pasar a otro lado. Nada más voy a otro lugar—
Le digo que su familia no quiere escuchar, pero le prometo intentar algo.
Aunque me doy cuenta que es inútil. Sólo ven en él un cuerpo deteriorado, lastimado, sudoroso. Sólo quieren ver eso.
Al día siguiente, él se va para "ese otro lugar" del que me hablaba el día anterior. Estoy feliz de haberlo conocido, de haber llegado más allá de su agresividad y su rebeldía. Y escribir "todo", como él lo pidió.
Llego a su casa un rato después, sin estar todavía informada de su muerte. Un familiar me recibe en la puerta. Me pide que no entre, que la familia no desea verme. Me entregan la historia clínica en la puerta de calle, me piden que no sea yo quién vaya a retirar los equipos.
Le transmito mi deseo de amor y com-prensión para todos los suyos.


      

Febrero 19, 2013, 06:29:04 pm
Respuesta #4

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #4 en: Febrero 19, 2013, 06:29:04 pm »
E VEO DESDE ARRIBA...

Cuando llegue el día que sólo Dios sabe,
y me vaya con ellos...,
con los que se fueron antes, a los que veo
tan nítidos y amorosos...
ahí esperaré a los míos..
.
¡Lo escuché tantas veces! Este fenómeno parece producirse cuando el paciente se va hacer-cando al final, ya sea en estado conciente, sa-liendo de un sueño profundo, o también de un es-tado de coma.
Lo cierto es que dice verse desde arriba, desde algún lugar de la habitación, desde afuera de su cuerpo. En algunos casos puede llegar más allá, ver cosas que suceden afuera.
En muchísimas ocasiones me ha tocado ser confidente de éstos hechos tan extraños y tan nuevos para él. Porque si lo comentó antes con algún familiar, seguramente produjo rechazo, an-gustia, miedo, incredulidad.
Entonces le llega el momento de enfrentarse a una dura realidad: ver un cuerpo enfermo, pálido, demacrado, a veces conectado a tubos y sondas, que observa con sorpresa desde afuera, hasta que cae en la cuenta de que es el suyo.
Mientras tanto un ser liviano flota por el aire con facilidad... comienza a comprender que él no es sólo un cuerpo.
Lo más doloroso, casi siempre, es que nadie le cree.
Recuerdo entre tantos casos a Domingo, un querido paciente que había padecido una pán-creastitis aguda y por esa causa, entró en estado de coma.
Luego fue volviendo lentamente a la conciencia, y quiso contarle a su familia cómo los veía a todos desde arriba. Quiénes lloraban, qué decían los médicos de él. Como sus hijas no le creían, discutió acaloradamente con ellas durante días. Cada vez que fracasaba en su intento, le sobre-venían ataques de angustia y llanto.
Otro enfermo, en el sanatorio, le contaba a su esposa un "sueño", dónde veía que su cuñado, intentando colaborar en su casa, quería cortar el césped con un zapín. Como esto le resultaba muy dificultoso, protestaba enojado, hasta que le alcanzaron otra herramienta.
La esposa escuchaba asombrada cómo el enfer-mo continuaba dando detalles de lo sucedido en su jardín. Hasta que confesó, azorada, que su esposo estaba relatando con precisión algo que había sucedido en su casa unas horas antes.
Pienso que aunque el familiar del enfermo no sepa nada de viajes astrales, aunque esté conven-cido de que todo es un delirio, debe escuchar y comprender. Nunca contrariarlo.
He visto el dolor y la desolación en los tantí-simos casos que me han tocado muy de cerca, cuando los enfermos comprueban que su familia no cree lo que están viviendo. Esta nueva e Incom-prensible realidad que los está preparando para el final de una etapa y, según me dicen, el comienzo de otra.

Ese día que sólo Dios sabe
Julio es un hombre agradable, simpático, que ronda los sesenta años. Vive con su esposa en una casa luminosa, con un jardín lleno de árboles de distinto tipo, entre ellos un nogal.
En resumen, un hogar acogedor, una esposa muy comprensiva, que lo atiende con mucho cariño.
A pesar de todo eso, él se ve triste y deprimido. Sabe de qué se trata su enfermedad: insuficiencia cardiológica grave, complicada con aneurisma aór-tico, con coágulos alojados en la médula. Por esa causa sus miembros inferiores están totalmente pa-ralizados.
Tiene antecedentes de tabaquismo y estrés. El panorama no es nada alentador para él.
Está muy lúcido y coherente. Sabe que le que-dan dos meses de vida.
Siempre lo visita un sacerdote, un amigo de su infancia, que da la impresión de transmitirle mucha paz. Es obvio que lo acompaña y reconforta.
Me dice que tiene mucha fe.
—En este momento estoy conectado a la ener-gía divina, que es lo que me ayuda— me dice.
Voy a atenderlo diariamente, charlamos de mu-chas cosas. Me cuenta como era su actividad, en una empresa de electricidad, el tipo de trabajo que realizaba, con mucho personal a cargo.
También le cuento algo de mi vida y sobre todo, lo escucho con atención.
Uno de esos días me dice:
—Acá está Jesús. Yo lo siento y todos los que llegan a atenderme también lo saben, aunque no lo reconocen—
Le comento que desde el comienzo de su aten-ción siento una energía muy positiva en su hogar.
Es así como comienza a conectarse conmigo, comprendiendo que lo escucho sin cuestionamien-tos.
Un domingo, a causa de una descompensación, Julio comienza a ver distintos colores en el techo. Se asusta mucho. Sus familiares llaman al médi-co, él le pide algún tranquilizante, para evitar te-ner esas visiones.
Cuando quedamos a solas, me cuenta lo que realmente lo inquieta: que "sube hasta arriba", se ve desde el techo, acostado en su cama, muy pálido y demacrado.
—Veo muchos colores que se mueven, como luces... ¡Ahora me doy cuenta! Son las luces las que me rodean, me despiertan, me tocan, y me elevan.
—Esto me asusta, Alicia. Creo que estoy enfo-queciendo—
Trato de calmarlo. Le digo que eso no es lo-cura, que confíe en la luz. Mis palabras lo tran-quilizan. Cuando queda con su familia, percibe la inquietud y el nerviosismo de todos. Pretenden convencerlo de que eso no existe. Se siente muy mal.
Cuando vuelvo a verlo me cuenta:
—Sabes, yo llamaría a esto una vida de sueños. Creo que es una parte del alma hacia una conciencia más amplia. Es increíble: mi familia se asusta, se desespera, y yo comienzo a disfrutar esta luz, estos colores. Pero me cuesta describir claramente lo que veo, lo que siento—
Cada día me va explicando nuevos descu-brimientos acerca de sus visiones. Creo que está esperándome para compartir conmigo sus percepciones:
— ¡Me parece que veo seres, son almas!... Se ven alegres, están concentradas, irradian amor, con luz y bellos colores—
—Creo que con ellos se están curando muchos de mis errores—
— ¿Cómo puedo hacer para estar con ellos? Yo tengo que ir, tengo que aprender. No quiero pensar... Me da miedo. Sé que me esperan y me ayudan...—
—Mi esposa no me cree. Me da mucha tristeza que piense que estoy loco—
—Veo un grupo de almas y no me siento solo. Es como si me ayudaran. No sé explicarlo... Son almas... Tienen mucha sabiduría—
Así van pasando sus días. Cada vez que llego tiene algo para contarme, alguna confidencia que no puede confiar a sus familiares. Me parece que su otro confidente es su amigo el sacerdote, porque las veces que lo veo de visita, permanecen hablando a solas en la habitación.
Mientras tanto, voy recogiendo sus palabras en mi cuaderno de notas.
—Estos seres que veo son transparentes... amorosos. Veo una casa sin techo, a cielo abier-to. Parece que me operan a la intemperie. Tam-bién hay otros enfermos en ese lugar. Veo doctores, equipos, enfermeros. Algunos hasta des-cienden al lado de mi cama. Yo disfruto esa paz mientras estoy allí. No siento molestias ni dolor—
—Mi familia está triste... Cree que además del problema coronario tengo esquizofrenia—
Advierto en este caso que, si bien su familia no lo contradice, él percibe su tristeza e incredulidad con esa sutileza que van adquiriendo los enfer-mos en estas etapas finales.
—No quisiera que me lloren... ¡Si supieran lo hermoso que es esto... casi me envidiarían! Todo es armonía, todo es agradable. Esto es un don del cielo...—-
Se oyen coros de ángeles, se ven los colores del arco iris, se huelen perfumes de magno-lias...—
—Mira que están altos... ¿me entendés?... Quiero que entiendas... no sé cómo explicar...—
—Cuando llegue el día que sólo Dios sabe, y me vaya con ellos... con los que se fueron antes, a los que veo tan nítidos y amorosos... ahí esperaré a los míos. Volveremos a vernos, les mostraré mi alma—
—Creo que no les enseñé todo lo que debía... ¡ahora me doy cuenta lo que debí haberles mostrado!—
—Ya no temeremos a la muerte, sino que caminaremos para hacernos uno con la luz. Esta luz que me da tanta paz—
Le pregunto de qué color es la luz.
—Es muy brillante y varía entre azul, violeta, verde... tiene varios colores—
Pasan los días y él se ve muy abatido (al menos en opinión de su familia). Su amigo sacerdote lo visita siempre. Con él llora, no sé si le cuenta esto, pero en esos días se siente muy bien, después de la comunión. A veces, los acompaño a rezar.
Un día, cuando se va el sacerdote, me dice:
— ¿Vos escuchaste a todos los que nos acompañaron en el Padrenuestro? Este dormito-rio estaba lleno de seres—
Le pregunto cómo me distinguía entre ellos.
—A ellos se los ve como de una manera gela-tinosa. Son personas como ustedes pero se diferencian porque son cristalinos, transparentes y gelatinosos—
Julio continúa estable, dejándose morir. No quiere ni contestar llamadas telefónicas. Me doy cuenta que sólo permite que sea yo quien lo atienda o escuche. Cuando alguien lo visita cierra los ojos y parece profundamente dormido. Cuan-do escucha mi voz hace todo lo contrario. Siem-pre me dice que lo vienen a visitar, lo cuidan, lo atienden, le ayudan a perder los miedos. Me nom-bra a algunas personas conocidas que ve (ya fa-llecidas).
Son los últimos días. Todo a su alrededor está sorprendentemente calmo.
En el momento que llego, me dice que me ve entrar a la habitación con dos señores y una se-ñora (se refiere a esos seres).
Entonces sucede algo imprevisto: se descom-pensa, palidece y se ahoga. Trato de ayudarlo con la máscara de oxígeno, le tomo la presión. Apenas se percibe el pulso; está muy mal.
Llamamos al doctor y al poco tiempo comienza a recuperarse.
Lo medican y se duerme.
Al día siguiente, en el momento que queda-mos solos, aprovecha para hacerme sus confi-dencias:
—Esos médicos que llegaron ayer con vos, me llevaron arriba—
El se veía desde allí. Me veía angustiada atendiéndolo, y trataba de transmitirme tranqui-lidad. Porque todavía no se iba a ir.
—No es mi tiempo— me dice.
— ¿Qué te hicieron los doctores, Julio?—
—Masajes y calor en el pecho y en el cuello—
Sigue igual, sin deseos de hablar, desmejo-rando lentamente. Sólo acepta rezar. Rezo en voz alta y él me sonríe.
2/12: Julio se va en paz, con mucha paz. Como me dijo alguna vez, llegó el día que sólo Dios sabe.
5/12: Paso por su casa a retirar algunos elementos. Su esposa me entrega junto con ellos un pequeño obsequio: una caji-ta de música, acompañada con una tarjeta del sepelio de Julio. Encuentro en ella una oración de San Agustín, que me emociona profundamente, porque habla las mismas cosas que él me decía, usando casi las mismas palabras.

Si me amas

No llores si me amas...
Si conocieras el don de Dios
Y lo que es el cielo...
Si pudieras oír
el cántico de los ángeles
y verme en medio de ellos...
Si por un instante pudieras
Contemplar como yo
La belleza ante la cual
Las bellezas palidecen...
Créeme.
Cuando llegue el día que Dios
ha fijado y conoce,
y tu alma venga a este cielo.
En el que te ha precedido la mía...
Ese día volverás a verme.
Sentirás que te sigo amando, que te amé,
Con todas sus ternuras purificadas.
Volverás a verme en transfiguración,
En éxtasis feliz.
Ya no esperando la muerte,
Sino avanzando contigo,
que te llevaré de la mano por los senderos
Nuevos de luz y de vida.
Enjuga tu llanto y no llores si me amas.

San Agustín

Febrero 19, 2013, 06:30:16 pm
Respuesta #5

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #5 en: Febrero 19, 2013, 06:30:16 pm »
OS QUE SOBREVIVEN

Mirando la vida desde distintos ángulos,
se puede ver lo que no es tan visible. Sólo así se aprende.

No siempre mueren los pacientes "terminales".
He atendido muchísimos enfermos que, como se esperaba, llegaron al final de sus días. He visto también algunos casos en que, siendo la muerte el pronóstico más seguro, por diversas causas fifí-ciles de analizar, han mejorado y continuaron vi-viendo.
Siempre es muy interesante hablar con ellos. En general, les ocurre algo similar a lo conocido en las personas que vivieron una experiencia de "vuelta a la vida", a causa de paros cardíacos, accidentes, o han estado en coma y se recuperaron.
La gran mayoría reconoce haber pasado por una experiencia excepcional, que les ha dejado alguna enseñanza e importantes reflexiones, les ha cambiado la visión que tenían de la vida, los ha vuelto más espirituales.
Hay muchas personas que tienen cosas intere-santes para contar, más allá de la enfermedad en sí.
Recuerdo un caso cercano: una paciente sufrió un infarto. Estuvo varios días muy grave, en estado de coma. Tal era la seguridad de que no podría sobrevivir, que ni siquiera la movían para tratarle las escaras de su espalda. Cuando se esperaba su muerte, comenzó a recuperarse.
Me tocó curar sus escaras, cuando volvió a su casa.
Mientras la visitaba diariamente, me contó su experiencia: cuando estaba totalmente incons-ciente, alguien le mostró una nena, que ella describía con todo detalle. Le habían anunciado que iba a ser su nieta. Al poco tiempo, su nuera quedó embarazada. Más de un año después la volví a ver ya totalmente recuperada. Me contó que su nieta era la misma que había visto en coma, al borde de la muerte.
Otro caso se me presentó una mañana, mientras caminaba por las calles de Tapiales, buscando la dirección de una nueva paciente. El barrio me resultaba conocido.
—Ya estuve alguna vez por aquí— pensé.
Al ubicar el número, me di cuenta que había estado en esa misma casa.
Cuando me recibe la hija de la paciente, me explica sobre la enfermedad de su madre, en estado terminal. Recuerdo haber atendido a su padre, hace más de un año.
Ante mi sorpresa, me cuenta que él se en-cuentra muy bien. Este paciente, después de haber sufrido un accidente cerebro-vascular, du-rante el que no se alimentaba ni controlaba esfínteres, pudo recuperarse. En aquellos días se esperaba que muriese, tal era su estado. En ese lapso dejo de verlo, debido a inconvenientes con su prestadora. Por esa causa, ignoraba totalmen-te su mejoría.
Me dedico a la atención de la esposa y al ter-minar, la hija me lleva a una sala donde está su padre, al que yo suponía muerto.
Me llena de alegría verlo. Él me reconoce de inmediato.
Lo encuentro casi totalmente rehabilitado.
—¡Qué suerte que viniste!. Yo me acuerdo que vos traías unos médicos buenísimos. ¡Ellos fue-ron los que me curaron!—
—Yo siempre notaba la diferencia entre esos y los otros, el bienestar que me daban—
La hija me mira azorada. Ella y yo sabemos que cuando llegaba a realizar mis controles, no había ningún médico conmigo (por lo menos, ninguno visible). Quiere cambiar la conversación y no logra hacerlo callar. El sigue insistiendo:
—Ellos no me creen; les cuento muchas veces, pero no me escuchan—
Cuando la hija me acompaña hasta la puerta de calle, quiere disculparse ante mí por los delirios de su padre, quiere justificarlo. La siento confundida y avergonzada. Me limito a sonreírle con complicidad.
¿Qué otra cosa podría decir?


Un nuevo comienzo
Analía está en cama. No se quiere levantar.
No hay causas físicas, ni explicaciones lógicas. El médico señala: depresión.
Tiene sesenta y cuatro años. Tiene sus movimientos muy limitados a causa de la obesidad. Su trato es sumamente agradable desde el momento de conocerla.
Maneja toda su casa desde la cama, a través de su esposo, que se ocupa de todo lo práctico con diligencia.
Me cuenta que hace diez años dejó de fumar. Dejar la bebida le costó mucho más: hace más de un año quedó postrada en la cama de tal manera que no acepta ni siquiera sentarse a comer. Es sorprendente verla comer acostada, con la cabeza hacia un lado, el plato sobre la almo-hada.
Según dice, nunca había podido dejar de be-ber, hasta que dejó de caminar (como si ambas cosas fueran compatibles).
No acepta levantarse de ningún modo, ni si-quiera despegar la cabeza de la almohada. Me explica la causa:
—Hay unos seres feos que me acosan; unos bichos burlones que aparecen cuando comien-zo a ponerme de pie. Entonces se alegran y me despiertan el deseo de beber—
Le pido que me describa a esos seres.
—Son peludos, bocones, arrugados, pegajo-sos y malos. Te convencen por las buenas o por las malas—
—Para no caer en sus garras, no tenés que aceptar con docilidad las cosas fáciles. Porque al principio son agradables, te hacen disfrutar. Pero después te hacen esclavo, ya no tenés dominio de tu propia voluntad—
A causa de su inmovilidad, comenzaron a formarse escaras en sus talones y en la zona sacra. Por esa causa comienzo a visitarla diariamente en su casa y hacerle las curacio-nes.
También recibe atención de un kinesiólogo, que ante la situación preocupante de sus heridas, intenta ponerla de pie. Un día la obliga a sentarse por la fuerza, ella se pone a llorar desesperada, hasta que él desiste.
Así sigue, sin que nadie logre levantarla. Sin embargo, estando acostada es muy con-versadora y simpática, un ser exquisito. Char-lamos mucho mientras la curo.
Un día le pregunto:
— ¿Cómo es posible que sólo veas bichos feos? ¿No ves también bichos lindos?—
Me contesta:
—Pienso también en seres celestiales, bue-nos y maravillosos. Pero si me pongo de pie, solo veo monstruos—
Uno de esos días, me avisan que ha sido hospitalizada, a causa de una infección en su pie izquierdo.
Diez días después vuelve a su domicilio. Lamentablemente, le han amputado la pierna a la altura de la rodilla. La encuentro bastante más delgada, muy decaída. Se pone muy contenta de verme y retomamos nuestras charlas cotidianas.
—Antes vi y viví en el infierno. Ahora conocí la paz, los seres que están para ayudarme—
Entonces comienza a contarme la experien-cia vivida durante la cirugía, mientras estaba bajo los efectos de la anestesia.
Sintió que la arrastraban por un pasillo largo y muy iluminado, de color verde claro. La lleva-ban de los hombros.
—No podía ver quién me llevaba. Tenía mu-cho miedo. No quería abrir los ojos por temor de que fueran los seres monstruosos que se adueñaban totalmente de mí—
—¡Qué equivocada estaba!. En un instante, comienzo a sentir una tibieza, una paz tan agra-dable, que me animan a abrir los ojos. Enton-ces me encuentro con unos seres altos, amo-rosos, suaves... Me acomodan y me ayudan a ponerme de pie. Comienzan a trabajar conmi-go. Siento calor y ternura, una gran ternura que nunca antes había sentido—
—Estuve en el cielo. Allí todo es limpio y natural. No sentía dolor, nada me molestaba... ¡Por fin conocí la belleza, la luz!—
—Contame, Analía, qué te decían esos se-res—
—Me tranquilizaron, me hablaron, me ense-ñaron. Estuve en terapia intensiva. En una terapia intensiva del alma—
—Yo entendía todo lo que me decían. Me hubiera gustado encontrarlos antes. ¡Cuánto tengo para aprender!—
—Uno tiene que ser fuerte y mirar la vida desde distintos ángulos. Sólo así se puede ver lo que no es tan visible. Sólo así se aprende. Aprendí que mis desequilibrios fueron creados por mis pensamientos—
—Lo que estoy haciendo ahora es concen-trarme, adiestrar mi mente para poder dirigirme a lugares, etapas, objetos determinados, con el fin de manejar la mente a voluntad y conscientemente. Tengo que llevar una vida espi-ritual, y para eso me concentro. Es difícil mantener la mente alejada de las formas habituales de ser. Ellos me han dicho que practique. Me ayudan, me encienden luces—
Es obvio que comienza una nueva etapa para Analía. Se la ve muy calma. Habla muy suave y pausado. Según la familia, duerme todo el tiempo. La ven deprimida. El doctor piensa lo mismo. Pero no es así. No manifiesta dolor, tristeza, ni molestia alguna. Cada día que llego a atenderla, disfruta hablando con-migo, contándome estas cosas. Lo más mara-villoso y sorprendente es que acepta sentarse al borde de la cama.
Como no volvió a hablar de los seres mons-truosos, tampoco deseo recordárselos. Siempre to-mo nota de las cosas profundas que me dice.
—A veces uno cree que es libre. Pero si no se domina a sí mismo, no tiene libertad—
Muchas veces, cuando llego y la noto tan calma y silenciosa, le hago bromas. Un día, comenzamos a charlar. Le cuento un chiste que me contó una amiga, le resulta muy gracioso. Nos reímos mucho las dos y al rato me dice:
—Tené en cuenta que el humor no es una ma-nera de actuar, sino un modo de percibir. El sentido del humor es privilegio de quién sabe situarse enfrente de las cosas y no dentro de ellas— me guiña un ojo.
Le pido que me repita esas palabras, para poder escribirlas textualmente, porque me llegan mucho. Pienso cómo me ayuda el humor muchas veces, ese colocarme enfrente, para conectarme con mis pacientes, con sus penas y alegrías y salir indemne y enriquecida.
Unos días después Analía me cuenta que se va a vivir a Mercedes. Uno de sus hijos, radicado allí, decide llevarlos (a ella y su esposo) y alquilar el departamento donde viven. Ella está contenta con el cambio, aunque el esposo manifiesta cierto temor.
Me dice:
—En esta casa viví la desgracia y la felicidad. Fui la destinataria de un gran amor y un profundo odio. Los de este lado me amaron y los del otro lado me condujeron al vicio y la degradación humana—
Considero un buena oportunidad para pregón-tarle sobre los seres monstruosos que describía al principio:
—-Son más chicos, más débiles. Era yo la que los veía tan terribles. Ahora me dirijo a ellos de otra manera, gracias a mi concentración y silencio—
—Creo que no es tarde para aprender lo que me enseñaron con tanto amor—
El último día que nos vemos me dice: —Mi vida es un antes y un después de Mercedes— Lo curioso es que sus hijos dicen que delira, que está entregada. Mientras, van mejorando sus heridas físicas, junto con las otras que no son tan visibles para otros. Tengo la certeza de que está reci-biendo una ayuda Superior. [Suerte en la nueva etapa, Analía!




Febrero 19, 2013, 06:31:11 pm
Respuesta #6

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #6 en: Febrero 19, 2013, 06:31:11 pm »
LA REVISIÓN DE LA VIDA

Todo se fue cubriendo de niebla...
Como en un sueño,
una forma maravillosa de sueño,
comencé a ver la película de mi vida....


Muchas veces me he preguntado de dónde proviene esa profunda sabiduría que surge ines-peradamente en los enfermos durante sus últimos días de vida. Como si fuera un tesoro oculto en su interior durante largos años, en estado latente, que de pronto comienza a manifestarse ante la proximidad de la muerte.
He visto toda clase de pacientes, de muy varia-dos niveles socio-culturales, de diversas historias de vida, que, ante la sorpresa de la gente que los rodea, manifiestan un profundo vuelco hacia la reflexión y la espiritualidad, justamente al final de su camino.
Estos relatos son apenas una simple muestra, un esbozo, de todo lo que se puede escuchar (y aprender) junto al lecho de un moribundo, con sólo cumplir una mínima e indispensable condición: tener ganas de prestar oídos.
Me he preguntado también cuál es el detonan-te de este cambio de actitud frente a la vida, en estos momentos en que ya no les queda tiempo para hacer cambios tan fundamentales como los que pregonan. ¿Por qué ahora?
La gran mayoría de ellos usa muy asiduamente el verbo deber (debo comprender, debo aceptar, debo perdonar, etc.), mientras cuentan sobre las presencias de esos seres angélicos que los ayudan a ver sus errores desde otra óptica.
Les llega el momento de analizar las vidas equivocadas, encontrar las causas, enfrentarse con esos errores y reconocerlos, intentar perdonar a los que los han dañado, borrar odios y resentimientos.
Es interesante observar el énfasis que ponen en esta tarea, tratándose de personas ya sin fuerzas, muchas veces consumidas por la enfermedad. Miles de veces les escuché decir que no pueden irse porque deben solucionar alguno de esos conflictos para poder partir.
En general aparentan realizar este proceso con el transcurso de los días, en forma lenta.
Aunque existen algunos casos en que, impre-vistamente, me dicen que han visto en un instante "una película de su vida".
Esta visión es más conocida en los relatos de gente que ha tenido experiencias en las puertas de la muerte, que ha sido revivida después de una muerte súbita o accidente.
Recuerdo en particular el caso de un amigo que estuvo a punto de ahogarse en el mar.
Cuando ya se sentía sin fuerzas para luchar contra la corriente, tuvo una visión total, un repaso de todos los hechos vividos, antes de ser resca-tado de las aguas.
También lo cuentan mis pacientes en algunos casos.
Dicen que se pierde por un instante el contacto con todo lo físico, como si pasaran a otra dimen-sión, comenzando a asistir a una proyección de una película instantánea de todos los hechos de su vida, en imágenes claras e inequívocas. Según explican algunos, sus acciones se muestran junto con las consecuencias que provocaron, en ellos mismos y en otras personas afectadas. En cada caso experimentan el sentimiento de placer o dolor producido en los demás.
Muchos de ellos dicen ser ayudados por seres superiores a discernir y meditar sobre esta nueva perspectiva de sus vidas.
En esos momentos de sufrimientos físicos y limitaciones de todo tipo, esta tarea se convierte en la más importante e ineludible a realizar antes de su partida.


Nace el cuerpo espiritual
Esta es la historia de Liliana, una paciente que muestra un contraste asombroso entre su actitud superficial frente a la vida, que se observa en los primeros días de su atención y esa actitud de reflexión y de cambio que va mostrando en los últimos momentos, cuando se dice asistida por ángeles.
Cuando comienzo a verla, acaba de llegar a su casa, después de un período de internación. Su historia clínica muestra que padece de cáncer óseo en su etapa terminal.
Ella tiene cincuenta y dos años, es divorciada, vive con sus dos hijos varones.
Está sumamente lúcida. Dice que quiere mejo-rar, piensa que estando en su casa se va a recu-perar pronto. Los médicos no opinan lo mismo: le quedan pocos días. Mi impresión al verla es que puede vivir un poco más.
Está muy preocupada por su aspecto personal. Es muy coqueta. La encuentro maquillada y pin-tándose las uñas. También es obvio que ha esta-do cuidando otros detalles, como usar camisones que hagan juego con sus sábanas, y otras delica-dezas. Al cuarto día de atenderla, la encuentro muy pálida y con muchos dolores. Me comenta sobre su estado, dice que se siente sumamente molesta porque no le gusta que la vean sin arreglarse.
Al día siguiente, el cuadro se ha agravado. Además de dolores, tiene vómitos.
Mientras estoy dedicada a su atención, me dice casi como al pasar:
—Ayer los confundí con ladrones .Bajaron por el techo—
—¿Quiénes?— le pregunto sorprendida.
—Los ángeles. Son tres ángeles que vinieron para ayudarme en estos días—
—¿Y cómo son?— la interrogo.
—Como vos, como yo, como personas comunes. ¿No te digo que los confundí?. Ellos me tranquilizan, me ayudan, me cuidan. Estoy muy cansada. Quiero dormir—
Cuando vuelvo a verla, su estado es el mismo. Se está deshidratando. Me dice que no tiene dolor, la veo tranquila y muy lúcida.
En un momento, me comenta en tono de confidencia:
—Hablé con mi mamá— (su madre falleció hace ocho años).
—Ella me estuvo explicando lo que va a pasar. No tengo que temer. Ella y otros me ayudarán a pasar. Esto es sólo un paso. Dejaré mi camisa enferma y tomaré la mano de ellos que me esperan—
—Ahí están, en la puerta, ¿los ves?. Me sumergiré en los brazos espirituales. Debo pre-pararme—
Pero a los pocos minutos, esa resolución parece quebrarse:
— ¡Mis hijos! (corren lágrimas por su rostro) — ¡No quiero separarme de ellos, van a sufrir! ¡No van a comprender!... No les enseñé a no temer a la muerte—
Comienzo a hablarle, con el propósito de calmarla. Le digo que observe la tarea que está realizando su madre con ella.
Que piense que cuando les toque partir a sus hijos, a ella le va a corresponder ayudarlos. Se tranquiliza y se duerme.
Al otro día, aunque sigue muy mal, su enfo-que sobre la vida y la muerte ha cambiado con-siderablemente.
—Creo que ya está todo preparado. Mi cuerpo actual está enfermo, envejecido. Mi cuerpo espiri-tual está por nacer. Todavía tengo cosas que aprender, por eso no puedo pasar. No tengo miedo ni dolor. Debo liberarme del enojo y la negatividad. Tengo que pedir perdón—
Le ayudo a rezar el padrenuestro. Se agita, se le entrecorta la voz. Entabla un diálogo, en apa-riencia con su madre. Dice algunas cosas que no llego a entender. Hace señas con las manos, co-mo si tocara algo. A pesar de su estado, se ve muy serena hoy.
En los dos días que siguen, todo indica que se va acercando el final. Le hablo y ya no me contesta. Respira con dificultad, habla, balbucea en voz baja, mueve mucho sus manos, como en un gesto de acomodar cosas. La higienizo, le hago los controles, la acomodo para su mayor bienestar. En silencio recito mis oraciones.
Siento que me acompañan, que no estoy sola.
Es mi despedida, pues sé que esta etapa está terminando para ella. Miro sus manos apoyadas sobre la colcha, con sus uñas bien pintadas y recuerdo su coquetería de hace apenas siete días, como si hubiera pasado un siglo desde entonces.
A las 20,30 hs me avisan por teléfono que ya no necesita mi atención.
Ya nació al reino espiritual.
La película de la vida
La nueva dirección que recibo me lleva al barrio de Liniers, a una calle de casas bajas y arboladas. En un amplio departamento, de estilo antiguo, me espera un nuevo paciente. Su hogar eátá muy bien cuidado, con todo en orden.
Ricardo es viudo hace ya unos años. Una señora muy eficiente se encarga de cuidarlo. Está postrado en la cama, aunque totalmente lúcido. Me presento, le explico que voy a ser su enfermera hasta que "le den el alta".
No es necesario explayarme sobre eso. Creo que los dos sabemos que no será un alta médica formal la que marcará el final de mis visitas.
Está tranquilo, dócil, entregado.
Tiene setenta y cuatro años.
Está llegando al final de sus días a causa de un cáncer avanzado de próstata.
Me cuenta que durante toda su vida fue muy metódico, rígido, sumamente organizado. Siempre se hizo controles médicos periódicos, no se explica cómo le apareció "esta maldita enfermedad".
Fue policía de carrera. Él mismo se califica:
—No he sido de los buenos. Daba palos y palos, porque antes los jueces y periodistas no se metían como lo hacen ahora. Esa sí era justicia—
Siempre que llego a atenderlo, trato de entablar diálogos más allá de lo cotidiano. Un día me animo a preguntarle:
— ¿Está arrepentido de haber sido un policía duro, castigador?—
—Si los hombres fuéramos iguales, no sería-mos humanos. Yo admiro más a quién tiene el va-lor de reconocer sus errores que al que tiene habilidad para justificarlos—
—Hoy, en este estado, todo lo que puedo hacer es pensar, escuchar, aprender... Tengo que aprender a tener la palabra pausada que sale del corazón—
Ricardo tiene tres hijos, varios nietos, una lida familia que lo visita asiduamente ocupándose de sus trámites, medicamentos, etc.
Su habitación tiene hermosos ventanales, pero él no quiere que la persona que lo cuida abra las persianas, porque dice que le molesta la luz.
De a poco, comienzo a abrírselas cuando lle-go, haciéndole bromas al respecto.
Hasta que un día, al llegar, me cuenta:
—Ayer, cuando me levanté a abrir la ventana, es como si hubiera entrado en mí una luz, algo fuerte y extraño. Las cosas, los seres de este hospital, los médicos que me atienden, se cubrieron con una niebla. Como si estuviera en un sueño, una forma maravillosa de sueño. Ahí empecé a ver la película de mi vida... y al verme al final tan desmejorado en mi cama, y recordar todo lo que hice,...lloré... lloré—
Lo abrazo y nos quedamos en silencio. Por supuesto que su cuerpo físico hace tiempo que no puede levantarse a abrir una ventana.
—Llorar, cuando no es por rebelión, significa una curación depuradora. A eso aspiro ahora, pero no sé si podré—
—Ahora siento que no me iré en la ignorancia total. Debo sosegar mi alma perturbada, y guardar esta bendición de mis remordimientos, aunque sea tarde. La aflicción no resuelve lo que hice o no hice—
—Ellos me dicen que confíe en la dedicación fraternal que me brindan—
Cuando le pregunto quiénes son los seres que le hablan así, me dice:
—Todos los que ves aquí. Este hospital, estos médicos, estas personas amorosas que están acá me atienden, me hacen reflexionar, perdo-nar, me tranquilizan—
El me habla como si estuviera internado y además da por sentado que presencio, como él, el ambiente que me describe.
Uno de esos días, se me ocurre recordarle que está internado en su propia casa. Sin con-fundirse en absoluto, me contesta:
—Este que ves acá, no es ni la mitad de lo que en realidad soy. Esta es mi casa, este es mi cuerpo. Mi espíritu está internado en ese hospital donde van curando mis dolencias. Debo dormir, meditar...—
—Ricardo, contame cómo es el hospital— le pido.
—De paredes blancas, muy luminoso, limpio. Todo es perfecto. La música es una bella armo-nía que atraviesa mi corazón. Me alimentan, me dan medicamentos... Hasta el agua acá parece tenor poderes divinos...—
— ¡Estoy tan sorprendido, tan cómodo, sin dolor...!—
—Mi alma está siendo tratada, y aunque no lo creas, mi corazón, que estaba vacío, está cargándose de esperanza—
—Quisiera quedarme acá para siempre, pero todavía no es mi tiempo de pasar—
Así transcurren más de treinta días. Su familia, con quienes a veces pretende compartir estas vivencias, considera que delira. Esto provoca que se le aumenten los tranquilizantes, hable ca-da vez menos. A veces llama a los hijos, diciendo que tiene algo muy importante para decirles. Cuando llegan, entra en un estado de sopor, se adormece. Por momentos comenta que habla con su esposa fallecida y nombra también otros familiares y amigos ya muertos. En sus últimos días, cuando me ve llegar, trata de hablarme, pero ya me es imposible entenderlo.
Así llegó su tiempo de partir. Si bien vivió en la inconsciencia, no se fue en la ignorancia total, como me dijo unos días antes.


   

Febrero 19, 2013, 06:31:59 pm
Respuesta #7

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #7 en: Febrero 19, 2013, 06:31:59 pm »
odos somos compañeros de un largo viaje...
y si alguno ve un rayito
de luz, lo que debe hacer es compartirlo.


Es fácil imaginar el tren del oeste a las cinco de la tarde, volviendo hacia Moreno. Demasiado lleno. La gente, en su mayoría, vuelve de un largo día de trabajo.
Se ven los rostros sin expresión, como deján-dose llevar por la inercia del movimiento. Algunos duermen, sentados, y también parados. Otros leen. O dejan perder la mirada por la ventanilla, detrás del paisaje de todos los días.
En general caras tristes, apagadas...
Mientras los observo, pienso en lo que escu-ché hace unos minutos en la casa del último paciente que vi hoy:
—Esos ángeles que vienen con vos...— me dije-ron.
Ese sentimiento tan especial que esto me pro-voca, es muy difícil de compartir. Lo escuché tan-tas veces, y sin embargo este estado de plenitud se repite...
¿Qué dirían estas personas que viajan conmi-go, si les contara que, según me dicen, voy acom-pañada de ángeles?...
Y estoy segura que, de ser así, no debo ser la única.
¿Saldrían mis compañeros de viaje de ese automatismo en que se encuentran a esta hora del día?
Me parece que la mayoría me miraría con indiferencia. Tal vez alguno con sorpresa, curio-sidad o incredulidad.
¿Y si supieran que lo he escuchado muchas, muchísimas veces de labios de los enfermos moribundos?
Mientras viajo, en mi mente voy imaginando estos relatos, y no puedo evitar plantearme si servirán a alguien. Medito sobre la cantidad de gente que podría llegar a creerme. Y si además de creer, alguno pudiese comprender...
Pienso que todos ellos, lo mismo que yo, habrán escuchado de chicos hablar de un ángel de la guarda que nos protege y acompaña en todo momento. Y sus padres o abuelos les ha-brán enseñado la tradicional rima: ángel de la guarda, dulce compañía...
Hasta que después, la vida adulta, llena de responsabilidades, sacrificios, desengaños, les fue envolviendo de brumas los recuerdos de la infancia. Como me sucedió a mí.
No obstante, la vida nos sorprende muchas veces. Lo que no imaginaba, es que mucho tiem-po después, iba a reencontrarme con los ánge-les, junto al lecho de muerte de mis enfermos.
Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que cualquier médico o enfermera que tenga asiduo contacto con moribundos, ha escuchado alguna vez hablar de este tema.
Lo mismo creo de aquellas personas que han tenido que acompañar un familiar en sus últimos días.
Claro, no es un tema para comentar abierta-mente. Es poco creíble, y ni siquiera se puede demostrar.
En cuanto a mi experiencia, desde el comien-zo de este trabajo tan especial, los enfermos me comentan que llego acompañada por otras per-sonas, otros seres, unos ángeles, otros médicos, (diferenciándolos de los médicos que los atienden habitualmente).
Siempre que me hablan de ellos, dan por su-puesto que yo soy conciente de sus presencias. Y más de una vez se refieren a estos seres como si fueran parte de un equipo celestial, destinado a su asistencia y apoyo.
Algunos pacientes coinciden en que los que me acompañan son "dos hombres y una mujer". Otros describen también sus vestimentas como túnicas, guardapolvos blancos, o de algún color suave. Todo lo relacionado con ellos es suave, armonioso, silencioso, bondadoso...
Muchas veces, al llegar junto a sus camas, los veo levantar la cabeza con esfuerzo, y espiar detrás de mí, con algún comentario como: "hoy no los veo", o "¿vienen los otros hoy?"
Según me dicen, también llegan cuando no estoy (tampoco me aclaran si son los mismos).
Recuerdo que en los primeros años de trabajo con este tipo de enfermos, sus comentarios me provocaban inquietud.
Aunque al principio los asociaba con las drogas, el tiempo y la experiencia me fueron mostrando que estas visiones se dan también en pacientes sin medicación alguna. Además, nadie podría explicarme porqué las drogas provocan siempre el mismo tipo de alucinaciones.
Las veces que intenté descifrar este enigma con algunos de mis compañeros, recibí sobre todo respuestas irónicas, sonrisas burlonas.
Durante mucho tiempo mis interrogantes que-daron sin respuesta. Y así como la gota de agua va horadando la piedra, también mi dosis de escepticismo se fue diluyendo, para dejar paso a la aceptación y el reconocimiento.
Aprendí a escuchar a los enfermos con na-turalidad, como si hablaran de cualquier otro te-ma. Esto me ayudó a observar cómo se sienten aliviados cuando alguien les cree. Y ante el re-chazo o la negativa de sus familiares a hablar de ángeles, me fui transformando en su mayor cómplice. Hice lo mismo que ellos: si no te creen, es mejor callarlo. Aunque sea muy dolo-roso no poder compartir una experiencia tan movilizadora, en un momento tan difícil y tras-cendente de sus vidas.
Y los pacientes pasan, y sigo escuchando las mismas cosas. Ya sin tantos planteos ni dudas, comprendo que en este momento, además de escucharlos, mi misión es tratar de esclarecer la situación a la familia del enfermo. Ayudar a comprenderlos, a creer sin juzgar.
Y a estos ángeles que me vienen acompañando desde hace tanto tiempo en esta hermosa tarea, les agradezco profundamente su ayuda. Ahora sé que en situaciones difíciles, me llegan apoyos mis-teriosos e inesperados. También mensajes mara-villosos y esclarecedores de labios de mis enfer-mos.
Aunque no los vea, me siento acompañada, ayudada, asistida. Ya sea cuando tengo que mover un enfermo muy pesado, sortear alguna dificultad imprevista, o encontrar la palabra adecuada para calmar sus angustias.
¡Gracias a mis enfermos, por recordarme que siempre estoy acompañada!



Al fin una colega.
Me encuentro con una paciente tierna, suave, que me recibe con una amplia sonrisa. Se llama Mercedes, y cuenta que hoy cumple sesenta años.
Está muy enferma, y recibe altas dosis de calmantes. Padece de cáncer gástrico, en su eta-pa terminal.
Me cuenta la hija que su madre le pidió a los médicos el traslado a su casa. Ante el descrei-miento y la sorpresa general, les explicó que ella no estaba sola, que no iba a estar sola en ningún momento:
Hay unos ángeles que me están en el domicilio va a ser atendida por un equipo muy especial: la enfermera, el médico, el tratamiento, todo estará asistido por los ángeles.
Pero al segundo día de visitarla, me espera la sorpresa más grande: la enferma me cuenta que es enfermera, y también profesora de la Cruz Roja.
En ese instante pienso que este encuentro es como una recompensa para mí, luego de tantos años de enfrentarme con el escepticismo y de no encontrar eco ante tantas inquietudes.
Trato de expresarle la felicidad que me provoca atenderla, nos apretamos las manos... La enferma llora, y siento esa profunda emoción de cruzarme con un ser que en su vida ha tenido mis mismas vivencias. Es como una hermana del alma...
Hablamos de muchas cosas, me cuenta que me estaba esperando.
—Hoy estaba dispuesta a rechazar a otra enfermera si vos no llegabas—
—Estás rodeada y apuntalada por un ejército de seres de luz. Ahora no pido más nada. Ya tengo todo lo necesario—
—Vos sabes de qué estoy hablando. Sabes que no se trata del efecto de los calmantes. Ellos me llevan y me traen, me aplican rayos, me prepa-ran...—
—Me angustia dejar a mi familia, aunque sé que mis seres queridos entienden que voy a realizar un paso a otra dimensión—
—Sería fantástico que la ciencia pudiera confirmar que la muerte no existe. He trabajado para concientizar a mis hijos que al abandonar el cuerpo seguimos siendo una entidad viviente y consciente—
— ¡Si ellos pudieran ver todos los que te acompañan, que viven, que están despiertos...!—
Hablamos mucho, muchísimo. Mercedes me va contando cómo fueron las distintas etapas de su carrera, tan similares a las mías. Primero en Maternidad, luego en terreno, campañas de vacunación. El último período fue en la docencia.
Le pregunto si antes de este año en que se desarrolla su enfermedad, había visto a los ángeles tan nítidamente como me cuenta que .los ve ahora.
Asistiendo, calmando.
—Además es importante que estos seres amorosos cono/can mi casa, y le prodiguen paz a mi familia en los difíciles momentos que se aveci-nan—
Les dice a los médicos que se queden tranquilos, porque en el domicilio va a ser atendida por un equipo muy especial: la enfermera, el médico, el tratamiento, todo estará asistido por los ángeles.
Pero al segundo día de visitarla, me espera la sorpresa más grande: la enferma me cuenta que es enfermera, y también profesora de la Cruz Roja.
En ese instante pienso que este encuentro es como una recompensa para mí, luego de tantos años de enfrentarme con el escepticismo y de no encontrar eco ante tantas inquietudes.
Trato de expresarle la felicidad que me provoca atenderla, nos apretamos las manos... La enferma llora, y siento esa profunda emoción de cruzarme con un ser que en su vida ha tenido mis mismas vivencias. Es como una hermana del alma...
Hablamos de muchas cosas, me cuenta que me estaba esperando.
—Hoy estaba dispuesta a rechazar a otra enfermera si vos no llegabas—
—Estás rodeada y apuntalada por un ejército de seres de luz. Ahora no pido más nada. Ya tengo todo lo necesario—
—Vos sabes de qué estoy hablando. Sabes que no se trata del efecto de los calmantes. Ellos me llevan y me traen, me aplican rayos, me prepa-ran...—
—Me angustia dejar a mi familia, aunque sé que mis seres queridos entienden que voy a realizar un paso a otra dimensión—
—Sería fantástico que la ciencia pudiera con-firmar que la muerte no existe. He trabajado para concientizar a mis hijos que al abandonar el cuerpo seguimos siendo una entidad viviente y conscien-te—
— ¡Si ellos pudieran ver todos los que te acom-pañan, que viven, que están despiertos...!—
Hablamos mucho, muchísimo. Mercedes me va contando cómo fueron las distintas etapas de su carrera, tan similares a las mías. Primero en Ma-ternidad, luego en terreno, campañas de vacuna-ción. El último período fue en la docencia.
Le pregunto si antes de este año en que se desarrolla su enfermedad, había visto a los ánge-les tan nítidamente como me cuenta que los ve ahora.
Me dice que sólo los vio esporádicamente. Que siempre trató de enseñar a sus alumnas que la mejor curación venía por el lado espiritual. Y que muchas veces estos comentarios generaron fuer-tes encontronazos con médicos y colegas.
—Siempre hubo muchas cosas que no llegaba a comprender porqué pasaban. Pero aprendí que la mayor sabiduría está en lo bueno, verdadero, bello y gratuito—
En los días siguientes, Mercedes va decayendo notoriamente. Ya no tiene ganas de hablar. La atiendo como siempre, experimentando una gran paz. Mentalmente comienzo a recitar una oración. De pronto, me sorprende:
—Reza en voz alta, para que yo también te escuche—
Antes de irme, siento la necesidad de expre-sarle lo feliz que soy de poder atenderla, que me siento honrada por ello. La despido con un beso y me marcho.
Al día siguiente, al llegar a su casa, su hija me recibe angustiada:
— ¡Mi mamá necesita oxígeno, se ahoga!—
Cuando llego a su lecho, me doy cuenta que ya no necesita nada. Está sin pulso ni latido car-díaco. Nada para hacer. Desde lo más profundo me brota una oración.
La acomodo, le quito el suero y las sondas. La dejo en manos de ellos, y me voy con mis cosas a tocar otro timbre. Recuerdo que la conocí el día de su cumpleaños, y hoy que cumplo 47 años, Merce-des se marcha.
¡Qué inmensa satisfacción haberla acompaña-do en sus últimos días!

Febrero 19, 2013, 06:32:52 pm
Respuesta #8

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #8 en: Febrero 19, 2013, 06:32:52 pm »
ompañera de viaje
Luisa tiene noventa y un años, padece de cáncer en su columna vertebral.
Aunque habla con cierta dificultad, le encanta hacerlo conmigo, que la comprendo sin problemas.
Como la mayoría de los pacientes, me va con-tando todas las alternativas de su dolencia. Primero me habla de su experiencia con rayos y quicio-terapia, que la hicieron sentir muy mal, con náu-seas y decaimiento, una gran debilidad y sorno-lencia.
Entonces, recuerda que además de los médicos "de acá", había otros atendiéndola y hablándole. Dice que fue a partir de la lectura de un libro, que llegó a comprender lo que sucedía: mientras unos médicos curaban su cuerpo, otros curaban su alma.
Comenta, con la certeza de quién ha analizado un problema en profundidad:
—Entre mis familiares, hay algunos que me creen, otros piensan que deliro, y hay quienes per-manecen indiferentes—
Después de varios días de atenderla, me sien-to tan conectada con la enferma, reconozco tanta sabiduría en sus palabras, que me animo y le cuento cómo voy tomando nota de lo que dicen mis pacientes. Le explico que esas notas luego se transforman en historias, y tratamos de hacerlas llegar adonde sean necesarias. Aunque en la ma-yoría de los casos los enfermos no se enteran, se las dedico con todo mi amor, estén dónde estén...
Mientras le voy explicando, Luisa me observa muy seria. Al terminar, me dice:
—Yo sé que vos no estás sola. La misma can-tidad de compañeros que tenés acá, te acompañan allá— (me hace una seña con la cabeza hacia arriba).
—Estos son los que te guían y permiten que confiemos en vos—
— ¡Luisa, enséñame tu paz, tu sabiduría!— le digo conmovida.
— ¿Vas a contar lo que te diga?— me interroga. No esperes que te enseñe. No es fácil destruir las convicciones de los otros, aunque sean equivoca-das. Enseñar no es corregir—
—Aprende: toda convicción sincera es válida. Tiene valor en un determinado grado de sabiduría. Para ayudar en el proceso de evolución de otras personas hay que mostrarles realidades superiores, sin despreciar las suyas, y dejar que las alcancen con su esfuerzo—
—Yo, con mis noventa y tantos a cuestas, to-davía tengo mucho más para aprender que para enseñar—
Le pido disculpas, porque veo cuánto está esforzándose en su situación para hablar. En-tonces me contesta:
—Es algo que te tengo que decir. Me alegra saber que te interesa aprender. Me están di-ciendo que has cambiado y crecido con el tra-bajo que haces—
Estas palabras me dejan muy sorprendida.
— ¿Quién te habla de mis cambios, Luisa?—
—Los que veo que te acompañan. Llegan con vos todos los días, por eso los reconozco—
— ¡Hablame de ellos, por favor!— le pido con ansiedad.
—Atrás tuyo hay tres, y más atrás hay varios. Me mandan un mensaje en este mo-mento—
Se queda unos instantes en silencio. Aguardo ansiosa con mi cuaderno de apuntes. De pronto, la enferma habla:
—Todos somos compañeros de un largo viaje... y si alguno, por ciertas circunstancias, ve un ra-yito de luz, lo que debe hacer es compartirlo... Nunca recriminar a otro porque se equivoca. Nadie que tenga un poquito de sabiduría en su corazón, puede criticar o despreciar a los demás, aunque crea que están equivoca-dos...—
En pocos instantes va perdiendo un poco la solemnidad del momento, y dice riéndose:
—Yo sé que escribiste—
— ¿Tenía que pedirte permiso, Luisa?—
—Somos todos compañeros del mismo viaje— Mientras transcurren sus últimos días, entre dolores, calmantes y angustias, ella trata de fortalecer a su familia, reconfortarla. Es realmente admirable.
Un día escucho que le dice a uno de sus hijos:
—Si te hace mal verme así, no vengas a su-frir. No tengas temor. ¡Mirame bien!... ¿Qué ves en mi rostro?... ¡Mírame a mí, que soy tu mamá, no mires a mi enfermedad, no mires mi coraza!... Si me miras a mí, se te irá el miedo—
Continúa decaída. A veces apenas me salu-da. La acompaño, la medico, la acaricio, y me marcho en silencio. Otras veces, según haya pasado la noche anterior, comenta algo más profundo.
Trato de molestarla lo menos posible.
Uno de esos días la encuentro más animada. Hace ya veinte días que la atiendo diariamente. Le pregunto bromeando:
— ¿Hoy está libre la comunicación para mí?—
Luisa me comprende, se ríe, se relaja..
—Te destacas por tu comprensión— me dice.
Le explico que esos seres que ella me nombra, también me guían para determinar cuándo puedo conversar y cuándo debo atenderla en silencio.
—Todo lo escuchas con alegría. Ella nutre tu alma. Así nos atendés con entusiasmo, y nos transmitís esperanzas—
Sigue deteriorándose. Recibe dosis de mor-fina cada tres horas, apenas balbucea algunas palabras. Hace señas incomprensibles con las manos, y está cada vez más obnubilada.
Hoy es 2 de octubre. Luisa pasó a ese lugar adonde van mis amados pacientes, donde la muerte es sólo una palabra sin sentido. Me quedan sus palabras, estimulando mi alma para seguir atendiéndolos con amor.















































VII

LLEGAN MENSAJES

Ya tengo las puertas abiertas.
Veo todo, comprendo todo... pero no sé cómo explicarte...
No encuentro palabras.

Es ampliamente conocido, sobre todo en ambien-tes y lecturas esotéricas, el hecho de recibir men-sajes del "más allá".
Algunas personas cuentan recibirlos durante el sueño, en un estado de meditación profunda o de relajación. Otros dicen haber percibido sorpresiva-mente una voz (puede ser inaudible) comunican-doles algo que, en general, tiene un significado im-partante para ellos.
Mi hermano, por ejemplo, que nunca había te-nido percepción extrasensorial alguna (ni creía en absoluto en ellas), tuvo una noche un sueño muy vivido. Se le apareció en su casa un señor muy conocido suyo, ya muerto, pidiéndole que avisara a sus hijos sobre un peligro de quiebra financiera, que afectaría a su madre. Aunque sus hijos no lo consideraron creíble, al mes siguiente del sueño, se cumplió la premonición.
También existen los médiums, personas con una capacidad especial para la comunicación extrasen-sorial, que sirven de "canal" para que otro ser mande mensajes a alguien que lo necesita. En el caso del espiritismo, quienes lo practican convocan espíritus con el objeto de recibir mensajes para una ayuda o conocimiento determinado.
El espíritu utiliza la voz del médium, o también puede usar momentáneamente su cuerpo.
En estas prácticas, siempre existe la posibilidad de atraer espíritus no tan buenos, ni tan elevados como se quisiera. Por eso no es conveniente to-marlo como un juego.
Existe una gran diferencia entre conocer este hecho mediante la información de los libros, o por el relato de alguien, que tener la vivencia directa. Cuando me sucede con mis pacientes, percibo este suceso como algo mágico.
No sé cuál es la razón, o la explicación de que los enfermos moribundos, en muchos casos, comiencen a desarrollar cualidades para-norma-les. Esto suele venir acompañado por todos los otros procesos ya relatados que sufren al final de sus días.
Muchas veces me he sorprendido y otras tan-tas he quedado muy impactada por estos fenó-menos, sobre todo cuando advierto que me atañen tan directamente en lo personal. Lo más frecuente que sucede, es rezar por ellos mentalmente, cuando creo que ya están por partir, y me sor-prenden hablando de mi oración. O captan cosas que estoy pensando en ese momento.
Recuerdo que hace unos años, un paciente muy conversador, me preguntó dónde había nacido. Le conté que provenía del sur, dónde estaba gran parte de mi familia. Un día, cuando ya se hacer-caba su final, me habló sin rodeos de mis íntimos deseos de volver a vivir allá. Y aumentó mi sor-presa, cuando agregó a este comentario su pre-monición:
—Tu sueño es volver al sur viajando en tren, pero no olvides: no hay tren que llegue a Como-doro Rivadavia—
Además de premoniciones de poca trascenden-cia, también he recibido de ellos mensajes de gran sabiduría, en momentos en que parecieran estar conectados a otro ser, con gran concentración, con una voz que no les reconozco.
Como se puede leer en algunos relatos, existe muchas veces una curiosa conexión entre algu-nos mensajes y el grupo de voluntarios al que pertenezco. He podido comprobar que los seres que los envían están muy compenetrados con las actividades de estos grupos de servicio.
También es fácil reconocer que ni los pacientes saben lo que han transmitido. Que lo han hecho de un modo inconsciente.
Algunos, muchas veces, me pidieron que escri-biera estos relatos. Otros, al cabo de un tiempo, que siguiera escribiendo.
Eso es lo que trato de hacer.



Las puertas abiertas
Enrique es mi paciente más simpático y agra-dable.
Sobrelleva la pesada carga de su enfermedad con sencilla resignación y muy buen humor. Le gusta hablar de tangos y muchas cosas más. Está operado varias veces de cáncer y tiene metástasis en la zona intestinal. Sin embargo, él sigue siendo amoroso, comprensivo, agradecido.
Es un placer visitarlo diariamente.
Hoy amaneció con dolor abdominal, aunque este hecho no impidió que conversáramos de todo. En un momento, me comentó que anoche lo llevaron a una sala muy iluminada (él está en su casa, con internación domiciliaria).
— ¿Es el quirófano, verdad?— me pregunta.
Digo que sí. Cuenta que le pusieron luces como rayos en el estómago y la espalda. Que no le dan dolor, solamente siente un poco de calor, por eso se destapa en la cama.
Pregunto de qué color es la sala iluminada.
—De un verdecito muy suave, casi celeste... entre verde y celeste— vacila —es muy limpia y silenciosa. Los doctores son tranquilos y me tratan muy bien—
— ¿Y qué te dicen?—
—Que cierre los ojos. ¡Yo me siento tan bien! No me quiero despertar, no quiero ni abrir los ojos—
—El problema es cuando me traen. Entonces empiezan los dolores, las sábanas que se enrollan y molestan en la espalda, los talones me arden—
—Cuando estoy en la sala nada me moles-ta—
— ¿Sabes qué pienso? que todo esto es un ensayo para cuando pase del otro lado—
Pregunto con expresión inocente:
— ¿Adonde, Enrique?—
Hace señas con la mano para arriba.
Sigo la conversación, en tono de broma:
— ¿Podré ir yo también?—
—No Vos todavía tenés acá tu lugar. Ellos te conocen y dicen que te van a dar otro cargo—
— ¿Están contentos conmigo, con mi traba-jo?—
— ¡Si!... Ellos te quieren mucho. Por eso te acompañan siempre. ¿Viste?—
—Si ellos me conocen -le digo- pregúntales a que me dedicaba antes de ser enfermera—
Me contesta con cara muy picaresca y una sonrisa:
—Vos sabes lo que eras, (me desafía), hace memoria. Acordate de lo que eras, dice siempre riéndose. Vos sabes lo que eras—
—Le digo que no recuerdo, y le pregunto porque se ríe—
—Porque vos sabes lo que eras...—
Hoy lo encontré muy triste y somnoliento, pero sin dolor. Pide que no me olvide de rezar por él y "los otros". Dije mentalmente unas ora-ciones mientras lo higienizaba y rotaba en la cama.
Han pasado dos días. A la noche tengo un sueño muy especial: Me encuentro con mis com-pañeros del servicio voluntario (lo realizamos mensualmente en distintos hospitales e instituciones). Esta vez, en el sueño el servicio con-siste en cruzar un río o lago, a orillas del cual estamos. Me encuentro en la orilla colaborando con la elaboración de la comida (que consiste en pescado, verduras, etc.). La cocina está al aire libre, sobre el césped. Desde esa orilla veo cómo el grupo entra en el agua. Los veo cruzar el río a todos disfrutando. Me despierto con una gran sensación de felicidad. Al poco rato, al visitar a mis pacientes, ya lo he olvidado casi completamente. Cuando llego a la casa de Enrique, al comenzar su atención, me dice en voz baja:
—Tengo un mensaje para vos y los tuyos—
Me da poco tiempo para abrir mi cuaderno. Comienza a hablarme con un tono muy distinto, solemne:
—Esto es conciencia real en grupo. Es tu grupo. No realices esfuerzos. Sos un instrumento de bien. El grupo es fuerte, está muy bien. Ya se bautizaron, vos quédate en la orilla, por ahora. Disfruta, no te apures ni te asustes. Aprende, acompaña, ayuda—
—Aprendan a ser pacientes, encuentren la paz. Están bien, muy bien—
A continuación se queda en silencio, ya no vuelve a hablar. Me marcho de su casa suma-mente conmocionada.
Unos días después, Enrique está decaído, aunque charlamos algo.
De repente me dice:
—¿Qué es esa ropa que usan las mujeres que me llevan?. No es de enfermeras—
Le pido que me las describa.
—Son largas, no se ven los zapatos, no tienen cinturón ni bolsillos—
—¿Serán túnicas?— le digo.
—Sí, tenés razón. ¿Y porqué usan esas túni-cas?—
—No sé— le contesto. Mientras tanto pienso que debe ser un uniforme del hospital celestial.
En unos instantes me comenta:
—Ese es el uniforme celestial (como si hubiera leído mis pensamientos). Me gusta hablar con vos, porque me entendés y me tranquilizas. A veces tengo ganas de retobarme y no ir. Pero me acuerdo de lo que vos me decís. Que no tema, que sea dócil...—
— ¡Qué lástima que vos no sabes aplicar rayos láser, así me curarías vos...!—
—¿Y cómo puedo hacer para aprender eso, Enrique?—
Otra vez vuelve a ese tono de solemnidad, como si no fuera él:
—Silencio. Mucho silencio. El silencio es la madre de todas las buenas costumbres. En el silencio está la Verdad, la Luz y la Sabiduría. Deciles esto también a los otros—
Enrique tuvo convulsiones. Hoy lo encuentro rígido, con dificultad para expresarse.
En este punto quisiera comentar algo sobre su familia. La esposa es muy amable, com-prensiva, servicial con todos. Más advierto que está deseando que esto termine. Está cansada, como si se le hubiera agotado la paciencia, justo cuando es más necesario tenerla.
El está siendo medicado en exceso. La espo-sa le da altas dosis de hipnóticos, ansiolíticos, pedidos al doctor porque ella "no da más". Dice que él molesta, que habla mucho, no duerme y está agresivo. No lo veo así, pero es poco lo que puedo hacer.
A pesar de su dificultad para hablar, hoy me dijo algo que me destrozó el corazón:
—Todavía no es mi hora. No quiero tomar esos remedios que me da Delia (la esposa), me hacen mal. Saben que cuando hablo no digo mentiras.
—Quieren callarme porque no me quieren escuchar. Si no creen lo que digo, no están obligados a escucharme... ¡Qué suerte que vos sos buena, me escuchas y me crees!—
— ¡Por favor, quédate, no te vayas!—
Como pocas veces en mi tarea profesional, se me hizo un nudo en la garganta. Tomé con-ciencia de mi impotencia para ayudar en ese aspecto tan controvertido del tratamiento.
Le tomé la mano y le dije: Te quiero mucho, Enrique, te comprendo. Va a llegar el día en que todos van a escuchar y comprender lo que dicen los enfermos como vos.
—No le cuentes a mi esposa esto que hablamos. No va a entender—
— ¿Y tus hijos?— le pregunto.
—Para ellos va a ser más fácil. Pero no es el tiempo todavía—
—No quiero que sufran por mí cuando yo no esté—
— ¡Si comprenden, no van a sufrir!— le digo.
—¡Te digo que no es su tiempo todavía!. No se debe forzar el entendimiento, porque puede ser la peor traba para crecer. ¿Escuchaste lo que te dije?—
Hoy llego a su casa y veo que en su historia clínica, el médico escribió su diagnóstico: Coma I. Pero cuando me acerco a su cama, abre los ojos y me habla.
La familia no comprende qué pasa. Dice que anoche le dieron la extremaunción, hablaron con la funeraria y hoy se despertó como si nada.
Estuve conversando con su hijo menor, quién me dio la pauta que está más abierto a los conocimientos del espíritu que el resto de la familia. Mi conclusión sobre este episodio, es que cuando estuvo en Coma I, estaba siendo desin-toxicado por los médicos del otro lado, cosa que he observado algunas veces en otros pacientes con tantos medicamentos.
Charlamos un poco, como siempre. Me cuenta que él "ya tiene las puertas abiertas"
Cuando le pregunto qué hay detrás de esas puertas, dice:
—Un jardín hermoso. Plantas de flores y verduras—
— ¿Verduras?— le pregunto sorprendida.
—Sí. Hay arvejas, remolachas, tomates... (duda), parecen tomates, no estoy seguro. Pero lo que mejor veo son las plantas de arvejas—
— ¿Y cuándo vas a ir vos?—
—Todavía no puedo pasar, pero ya te dije que me abrieron las puertas—
Comienza a nombrarme a algunas personas que ve (la esposa dice que son familiares y amigos ya fallecidos) y dice que hay otros que no conoce. Están todos contentos, esperando para ayudarlo cuando pase con ellos.
—Veo todo, comprendo todo... pero no sé cómo explicarte. No encuentro palabras... estoy cansado...—
El último día, realicé todo el trabajo nece-sario con él. Apenas balbuceó algunas pala-bras:
—Viniste, yo sabía que ibas a venir; no me molestes, estoy muy cansado, quiero dormir...
A las 17 hs, querido Enrique, pasaste al otro lado. Te abrieron las puertas. Muchas gra-cias por haber permitido asomarme apenas a ellas. Por dejar que me acerque a esos insondables misterios de la vida y poder con-tarlos.


   

Febrero 19, 2013, 06:33:47 pm
Respuesta #9

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #9 en: Febrero 19, 2013, 06:33:47 pm »
Te están esperando
Ignacio tiene cuarenta y ocho años y está mu-riendo de cáncer.
Vive con su esposa y sus hijitas, de nueve y trece años.
Pese a lo dramático de esa situación, en su casa, donde se realiza la internación Domicio-liaria, hay una gran calma.
Ellos son muy creyentes, confían en el po-der de la oración, creen en ángeles y milagros. También son amplios con respecto a los distin-tos tratamientos no tradicionales, intentando paliar la situación con algunas terapias alter-nativas.
Cuando lo visito por primera vez, ya está muy deteriorado y débil, aunque me recibe con agrado. El informe del médico es drástico: cán-cer gástrico con metástasis generalizada.
En este caso, al contrario de lo que sucede con la mayoría de los enfermos que veo, su esposa lo escucha con total comprensión. Ade-más respeta absolutamente sus decisiones.
Así es que, llegando a esta etapa final, co-mienza a hablarme con naturalidad de eso que escuché tantas veces:
—Me están asistiendo. Me envuelven en una espuma gomosa muy suave, que me revitaliza y me quita los dolores—
—También estoy aprendiendo a ver lo que antes, lamentablemente/ no veía—
Han pasado cuatro días de atención. Me cuenta que anoche lo llevaron.
—Es todo muy bello, con mucha luz, armo-nioso. Pero no es el momento de quedarme. Todavía tengo mucho que aprender acá, no quiero dejarlas (se refiere a su esposa y a sus hijitas) —
— ¡Las amo tanto...! Cuando pude estar con ellas, sólo pensé en que no les falte nada para el futuro. Me olvidé de cuidar que no les faltara yo. Eso era lo que más tenía que cuidar ...Y no lo hice—
—La ambición, la competencia, el temor al fracaso, me fueron enfermando. También hicie-ron lo suyo los alimentos indebidos, las bebi-das innecesarias—
— ¡Ahora lo veo tan claro!...—
Le pido que me cuente cómo ve a sus ánge-les.
—Como vos o yo. Como en cualquier hos-pital, usan uniformes blancos. Mi cuerpo queda acá, puedo verme desde allí. Me envuelven amorosamente en una seda transparente, me dan calor, alimentos, medicamentos, etc. Co-mo en una clínica. Sólo yo los veo y los disfruto—
—A veces, cuando vos llegas a controlarme, me confundo. Tengo que abrir los ojos para ver quién es—
Así va pasando sus últimos días. Ya hace cuatro días que no ingiere alimentos sólidos ni líquidos. Apenas puede respirar. Para sorpresa del médico que lo atiende, no está deshidratado.
Cuando el doctor sugiere (por decir algo, nada más) que le den calmantes, abre los ojos y protesta:
— ¿Porqué, si yo no tengo dolor?—
Está totalmente lúcido, tampoco acepta sueros.
Le comento que estoy preocupada porque él no acepta líquidos y me dice:
—Hace de cuenta que decido hacer ayuno. Entonces los mecanismos fisiológicos del cuer-po descansan y aprovecho la energía que gastaría en el proceso digestivo para propó-sitos espirituales—
Una mañana en que tenía un encuentro con mis compañeros de servicio voluntario, me Le-vanto con un estado gripal. Veo que mi agenda de pacientes está muy complicada y tomo la decisión de no asistir.
Cuando llego a la casa de Ignacio; lo atiendo como siempre. Al despedirme, me dice:
—Te están esperando—
—Sí— le digo —me esperan varios enfermos todavía—
—No, no me refiero a ellos. Vos sabes que te están esperando. Te va a hacer bien a vos y me vas a ayudar a mí—
En ese momento advierto que es casi la hora convenida con el grupo, cuyo encuentro había decidido suspender. Entonces recuerdo una pa-labra que uso frecuentemente con mis enfer-mos: docilidad. Me encamino al lugar progra-mado, conmovida por este hecho inexplicable.
Al día siguiente sigue conciente. Si bien habla muy poco, está sumamente atento a todo. Sorpresivamente, me dice:
— ¿Sabes que me cambiaron el día?—
No tiene sentido pedirle aclaración sobre ese co-mentario, en el estado en que se encuentra. Puedo ver claramente lo que significa.
El último día, al despedirnos, me dice:
—Vas a ver que mañana voy a estar mejor—
Efectivamente, al día siguiente a las 6.30 hs, Ignacio hizo el pasaje al otro lado. Estoy segura que debe estar mejor. Estos diez días en que lo atendí fueron con mucha paz, rodeado de comprensión. Y sobre todo sin angustias, sin do-lor, sin drogas.
Diez días después llama su esposa. Me cuen-ta que soñó con Ignacio, y él le hablaba de un número telefónico que tenía varios unos, al que supuestamente ella debía llamar.
Al despertar, recorrió su agenda telefónica y el único teléfono que encontró con varios unos, fue el mío. Por eso me llamó.
Le propongo un encuentro, aprovecho para entregarle un certificado que necesita para sus trámites y le ofrezco este escrito sobre su espo-so, del que ella no tenía conocimiento. Lo acep-ta emocionada, promete leerlo.
Misión cumplida, Ignacio.


































VIII

LA VIDA CONTINUA

Ellos me enseñaron
que mientras vivimos aprendemos...
Todavía tengo mucho que aprender.


Se acercan los últimos días. Ya se encuentra superado el tiempo del dolor, la angustia, del "por-qué a mí", del temor al sufrimiento, a lo descono-cido. Todo va indicando que el final está cerca.
La familia ya lo sabe y se va acostumbrando a esa idea. El paciente también lo sabe. Aunque nadie se lo haya dicho, aunque no hable de eso, siempre lo sabe.
Ya sus intereses terrenales han sido totalmente desplazados por su nueva realidad: impedimentos físicos de diversa índole, dolores y molestias dia-rias, el agregado de medicamentos, sondas, apara-tos, las visitas diarias del médico, la enfermera...
Cualquier observador superficial lo ve silencio-so, sumiso, entregado.
Sin embargo esa aparente apatía, ese desinte-rés por lo cotidiano, van dando pautas de que co-mienza una nueva etapa. Cuando nadie lo espera, empieza a replantearse su vida con un enfoque muy diferente del que prevaleció hasta ahora.
Es un hecho que el común de la gente, mientras goza de buena salud, centra su vida principal-mente en objetivos materiales. Triunfar en la vi-da, es para la gran mayoría, alcanzar una holga-da posición económica, una actividad destacada y prestigiosa, un trabajo bien remunerado.
Los enfermos, "mis maestros", ya no hablan de todo eso. En muchos casos, al visitar sus casas, observo que muchas de esas metas las han logrado.
Esos temas ya no les interesan. En lugar de hablar de un legado material para sus hijos, por ejemplo, dicen: "los dejo cuando más me nece-sitan", o "no les enseñé lo que debí enseñarles".
Si hay una referencia a sus logros materiales, es en relación a las consecuencias que ellos pudieron tener en su persona, en su enfermedad, o en el vínculo con la familia, esposa, hijos.
De pronto, sus reflexiones tienen una profun-didad que en la vida cotidiana nunca tuvieron. Aparecen frases y mensajes que no pertenecían al vocabulario habitual. Sería interesante pre-guntarle a alguno de ellos: ¿para qué?... ¿porqué ahora?... ¿justo ahora que todo se termina?...
Los planteos tienen una dirección inequí-voca. Si fuera posible llevar una estadística de las frases más comunes que he escu-chado a lo largo de estos años, se vería que la gran mayoría de ellas lleva implícita la idea de continuidad: "la puerta que lleva a los demás niveles", "pasar a otro lado"; "me esperan"; "está mi madre (muerta) aguardándome".
Todo indica que, cualquiera haya sido su creencia, el paciente ya no vive la muerte como un final. Esa actitud que se interpreta como resig-nación, es más un estado de recogimiento, de introspección, ante la proximidad de un paso trascendente.
Podría analizarse la continuidad de la vida desde la perspectiva de las religiones más importantes, o de las corrientes filosóficas más conocidas, desde un punto de vista agnóstico, etc. La mayoría reconoce algún tipo de vida en el más allá.
Sin embargo, cuando los enfermos hablan de seguir la vida en otro lugar, cuando hablan de futuro, no utilizan convicciones o dogmas de ninguna religión en particular. Pacientes que han sido ateos durante toda su vida, ante la sorpresa de la familia, se refieren a la ayuda que reciben de los ángeles. Otros que han sido siempre católicos hablan con toda naturalidad de vidas futuras.
"Tendría que haber vivido de otra manera". Es una frase muy repetida por ellos, como dando a entender que había que cumplir propó-sitos que no se cumplieron. "Todavía no puedo pasar, debo perdonar" siempre dando la idea de que, para pasar a ese otro lugar, hay que ha-cerlo eliminando aspectos negativos de su propia existencia.
En cuanto a la palabra muerte, parece haber perdido su significado. Ya no hay planteos ni du-das sobre eso.
El mensaje es clarísimo: "la vida sigue".


Sab Sep 29, 2012 3:24 pm      


 
chipy
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 Re: LIBRO LAS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN IMPERDIBLE
Aprender a pedir perdón
Esta es la triste historia de un hombre gol-peador.
Conocí a Roque a los setenta y tres años, en los últimos cuarenta días de su vida, cuando llegué a su casa para su atención diaria.
Poco a poco, su esposa, una mujer de trato muy agradable y actitud muy sumisa y resignada, fue contándome la historia de su vida.
Cuenta que la primera vez que su esposo le pegó fue a los dos meses de casados. Aunque le pegaba muchas veces con las manos, sentía una predilección especial por pegarle patadas.
En una de esas palizas ella sufrió un despren-dimiento de retina, perdiendo totalmente la visión de un ojo. En otra ocasión la pateó en un riñón, provocando la disminución de su funcionamiento a un veinte por ciento. Por esa causa toma medicación de por vida.
Siempre fue muy agresivo con ella, aunque después de castigarla, se preocupaba por su atención médica, la acompañaba e inventaba alguna historia que disimulara su castigo.
Los problemas de salud de Roque comen-zaron hace quince años, cuando debieron am-putarle una pierna a causa de su adicción al cigarrillo. Tres años después perdió su otra pierna por la misma causa. Así mismo siguieron los maltratos, desde entonces con las manos.
Este matrimonio tiene un único hijo varón, casado y con hijos, que según me cuenta la madre, siempre justificó el proceder de su padre.
Así siguió Roque su vida, gritando, mandando y dominando a todos en su casa, y agrediendo a la esposa, hasta hace tres años, en que fue necesario amputarle un brazo. Desde entonces, los malos tratos se vieron reducidos a la utilización de su único brazo, y sobre todo a proferir ofensas verbales.
Actualmente acaba de sufrir un accidente ce-rebro-vascular. Esto provocó la paralización de su único brazo afectando las cuerdas vocales, aun-que conserva su total lucidez.
En este estado de cosas, llego a su casa para atenderlo. Así es que soy testigo involuntario de sus groserías y gritos, en medio de su ronquera y dificultad para hablar. Sigue repitiendo con-tinuamente: "yo soy el que manda".
Lo primero que hago es solicitar una cama ortopédica, para facilitar la atención, dada su situación tan especial. Pero él sigue instalado en la cama matrimonial, porque se niega rotundamente a cambiar de cama, a pesar de las difi-cultades e incomodidades que esto le provoca.
Trato de convencerlo de los beneficios que le reportaría el cambio. Lo único que logro es recibir tantos insultos como su familia.
Hasta que un día, con firmeza, decido cam-bialo a la cama ortopédica. Escucho una segui-dilla de palabras desagradables. Lo ignoro, lo higienizo, realizo su rotación, hago mis controles y me marcho.
Queda malhumorado, nervioso. Me cuentan que esa noche no pudo dormir. Es necesario llamar al médico, que debe medicarlo, por su estado de gran excitación.
Al otro día trato de amigarme. Le hablo, le hago notar el mayor confort del que disfruta, lo siento para comer. Pero su actitud no me permite el menor acercamiento.
Uno de esos días, cuando entro a su habita-ción, me insulta: "¡puta, puta, no me toques!"   '
Entonces le respondo enérgicamente, fingien-do enojo:
— ¡A tu edad, debes aprender a ocupar tu lugar. Mandoneaste en tu familia y en tu profesión toda la vida! ¡Ahora me corresponde decidir qué te conviene en tu situación! Respeta mis buenas intenciones—
Desde ese día no habla más conmigo. Ni siquiera contesta mi saludo. Cuando habla, no se dirige a mí. Solo me observa de reojo. Acepta que lo atienda porque no le queda otra opción.
Así sigue nuestra relación, sin variantes, has-ta que me enfermo, y durante cinco días no pue-do ir a trabajar, correspondiéndole a Roque una enfermera de reemplazo.
Al sexto día, cuando vuelvo, me mira y comien-za a llorar.
— ¡Creí que me iba a ir sin despedirme de vos!... ¡Cuánto me alegro de verte!— exclama ante mi sorpresa.
Me emociono, lo abrazo, le digo que también lo extrañé.
Comprendo que algo se ha quebrado en él en estos días. Comienza a hablar conmigo como nunca lo había hecho. Me pide que lo disculpe por haber sido tan agresivo. Me sugiere que de-bo obligar siempre a los enfermos a usar este tipo de cama.
—Nunca le había pedido perdón a nadie y si no lo había hecho antes, fue porque no sabía cómo hacerlo. Cuando me avisaron que estabas enferma, rezaba para que te curaras—
—A mí me ayudaron a comprender que vos tenías buenas intenciones—
— ¿Quiénes?— le pregunto.
—Esos ángeles que vinieron con vos, el día que me cambiaste de cama. Cuando vos te fuiste, ellos quedaron acá para tratar de calmar-me—
—Después vi que llegan siempre con vos. Tam-bién Algunas veces vinieron solos, como cuando vos estabas enferma —
—Ellos me enseñaron que mientras vivimos aprendemos. Yo todavía tengo que aprender mucho. Le pido perdón a Dios todos los días—
— ¿Y a tus familiares no tenés que pedirles perdón?— le digo.
—Sí, a mi esposa—
— ¿Y cuándo lo vas a hacer?—
—No sé. Si no es ahora, será en otra vida—
—¿Cómo me podes hablar de otra vida?. Ahora estás en esta. Soluciona ahora todo lo posible, así en la próxima tenés más tiempo libre para otras cosas—
—Creo que en la otra vida voy a estar más equilibrado—
No puedo hablar con él de lo mal que trató a su esposa, por discreción. Me doy cuenta que habló de eso con los seres que lo asistieron.
En los últimos días ya no se escuchan gritos ni agresiones. Está decaído, meditabundo. Ha-bla muy poco. Algunas veces trato de sacarlo de sus pensamientos, pero se pone mal.
El médico dice que no va a morir todavía. Sin embargo, presiento que el final se acerca. Com-prendo sus silencios, y todo ese proceso de tomar conciencia, que no quiere compartir con nadie.
Cuando muere, lo que más lamento es que no haya sido capaz de sincerarse antes con su esposa. Tal vez ella se entere algún día que Roque quiso pedirle perdón.


Febrero 19, 2013, 06:39:23 pm
Respuesta #10

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #10 en: Febrero 19, 2013, 06:39:23 pm »
DE ESO NO SE HABLA

Nadie puede ayudarnos a salir de las prisiones
que nosotros mismos construimos.
De los laberintos sólo es posible salir hacia arriba.

Estos relatos y comentarios, recogidos en los últimos dos años junto al lecho de mis enfermos, son apenas una muestra de todo lo que me han comunicado durante más de doce años.
Cualquier observador meticuloso que los analice puede por lo menos considerar la posibilidad que algo de eso esté pasando.
También ahora sé positivamente que no soy la única persona que ha escuchado estas cosas. Ante este hecho innegable, surge una pregunta inevitable: ¿porqué nadie (o tan pocos) hablan de esto?
Y cuando lo hacen, me pregunto porqué lo comentan en voz baja, en secreto, sólo entre conocidos.
También me he planteado esto escuchando o leyendo relatos de personas que dicen haber tenido alguna experiencia paranormal. Es común oírles decir que prefieren no comentarlo con muchas personas porque temen someterse a la burla, la negación o el descreimiento.
Quisiera descifrar el misterio que hay detrás del ocultamiento de estos hechos.
Pienso que los profesionales de la salud son los que sienten en mayor medida la obligación de callar, de negar. Como si reconocer algo de lo inexplicable los sometiera al desprestigio, a la desconfianza general.
Después de varios años de silencio, cuando pude vencer ese "pudor" que me hacía callar, me fui animando a investigar, siempre que tuve la oportunidad, la opinión de algunas personas relacionadas con este tipo de enfermos.
Mis compañeras de trabajo, las enfermeras, las que pasan muchas horas diarias en contacto con los enfermos, aún frente a las mismas evidencias, se mostraron siempre esquivas al diálogo, y rehuyeron abiertamente el tratamiento del tema.
La explicación más frecuente es atribuir estos hechos a las drogas. Como se hace habitual-mente, cuando el enfermo tiene fuertes dolores, es medicado con calmantes más potentes (tipo morfina).
Cuando no tienen dolores, cosa que sucede muchas veces, esas drogas no son necesarias. También en estos casos las visiones de ángeles, de médicos y ayudas especiales, junto a los fenómenos ya relatados, se producen en igual medida. Frente a estas situaciones, mis compañe-ras se encogen de hombros. O recurren a la bro-ma fácil, a la ironía (la llaman chochera, vejez, arteriosclerosis, etc.).
Alguna vez, en un diálogo más abierto, alguna de ellas, en un momento de reflexión me ha dicho que el fenómeno le resulta incomprensible. Que a veces le ha hecho pensar, plantearse cosas.
Algo similar ocurre con los médicos. Si escu-chan algo así, pueden llegar a expresar des-concierto, decir (a lo sumo) que no se sabe, que les resulta inexplicable... Y pasar rápido a otra cosa. La consigna es olvidar, borrar, antes de dejarse atravesar la coraza del intelecto por sospechas inquietantes, desestabilizantes. O ne-gar sistemáticamente, que es más sencillo. Tam-bién puede rematarse el tema con una humo-rada.
Salir del paso. Estos son sucesos que mo-lestan, que nos toman desprevenidos, que no en-cajan con nuestra estructura habitual de pen-samiento.
Otro punto interesante es observar qué su-cede con la familia del enfermo. La queja más común que les escucho siempre a mis pacientes es 'ellos no me creen" o "me toman por loco", con una mezcla de dolor y reproche.
Me ha tocado cientos de veces presenciar alguno de estos urticantes comentarios del en-fermo frente a su familia. En esos momentos es posible observar toda una gama de reacciones inexplicables.
Uno cree que lo más natural en estos casos sería escuchar al ser querido con paciencia y comprensión, aún considerando que está hablando disparates.
Sin embargo, las reacciones son totalmente distintas: intentan hacerlo callar, se ponen ner-viosos, molestos, a veces agresivos con el en-fermo. Se miran unos a otros con desconcierto, o se avergüenzan hasta el punto de salir de la ha-bitación.
Estas respuestas, muchas veces son des-proporcionadas en relación al comentario en sí, dada la circunstancia por la que atraviesa el en-fermo. El paso siguiente puede consistir en solicitar al médico un tranquilizante porque está de-lirando.
Creo que siempre lo sobrenatural, más si apa-rece de manera inesperada, nos introduce en un terreno resbaladizo, nos coloca sin vueltas frente a lo desconocido, nos produce desconcierto, sorpresa, duda. Ataca nuestra racionalidad de un modo contundente.
El miedo es la emoción que mejor define estas situaciones. Es obvio que tenemos miedo. Solo el que tiene miedo huye, se esconde, o se pone vendas en los ojos.
Tenemos toda nuestra vida estructurada en base al materialismo que nos rodea. Lo seguro es eso que podemos ver, palpar; ese piso que tenemos debajo de nuestros pies.
¿Porqué a nosotros? ¿Porqué nos llegan este tipo de amenazas, justo a nosotros que tenemos todo tan armado, tan acomodado, tan previsible? Ni siquiera encaja con nuestro sistema de creencias sociales, culturales, religiosas.
Sin embargo, si tomáramos conciencia del milagro de la vida, del profundo significado que tiene el hecho de vivir, más allá de cualquier consideración materialista o científica, tal vez podríamos empezar a reconsiderar muchos sucesos que nos parecen inconcebibles.


Febrero 19, 2013, 06:40:23 pm
Respuesta #11

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #11 en: Febrero 19, 2013, 06:40:23 pm »
El mal uso de la libertad
Hoy es un día especial para mí. Por primera vez voy a atender una chica con HIV. Esto me produce una cierta ansiedad.
Ana Paula tiene treinta años. Es muy linda, menuda, sumamente delgada, tiene una mirada triste. Desde su cama me observa con sus ojitos azules, me dibuja una sonrisa melancólica.
Me cuenta que esa no es su casa, ni su familia directa. Su verdadera familia, el padre, la abuela, los hermanos (su madre murió cuando era chica), la abandonó "por vergüenza y temor al compromiso". Aunque reconoce que siempre la llaman y la apoyan económicamente.
Ella fue criada por su abuela, junto con sus hermanos. Ahora está en casa de Bely, "su pareja". Es una joven de poco más de veinte años, que colabora, entre caricias y mimos, con el relato de la historia que han vivido juntas.
Bely me dice que sus padres deciden aceptar a Ana Paula en su casa, para que estén juntas en este difícil momento.
Desde hace siete años viene peleando con la enfermedad, con éxito hasta este momento. Actualmente carece de fuerzas para sentarse en la cama, necesita fuertes calmantes para el dolor.
Consumió drogas hasta el año 93, en que conoce a Bely, que "le da fuerzas para luchar". Comienzan a viajar, disfrutar de la vida, se sienten cada vez más unidas, deciden vivir juntas, con el permiso de los padres de la entonces menor (actualmente es estudiante universitaria).
La paciente es Licenciada en Economía, y ha vivido de su profesión hasta que se produjo la crisis de su enfermedad.
La madre de Bely me comenta en una ocasión:
—A los hijos hay que amarlos y aceptarlos, aunque sus decisiones no correspondan con nuestros principios—
Pasan los días y la enferma sigue muy grave. No acepta que la internen, su amiga la sigue cuidando con dedicación. Un día de esos me cuentan sus planes futuros: están en contacto con un laboratorio en Francia, para poder tener una hija. Según me explican, pueden elegir el sexo. Con el sistema de fertilización in vitro, se usaría un óvulo de Ana Paula, fecundado por donante anónimo, que se implantaría en el cuerpo de Bely.
Si los estudios que se están realizando lo per-miten, ella viajaría para hacer el tratamiento, aunque su compañera ya no esté.
Se ve muy apagada. En un momento de luci-dez me dice:
—El amor no es un fenómeno sexual; entre nosotras el cariño, la confianza, la dedicación, el respeto, están muy por encima de la unión físi-ca—
Su compañera, muy triste, parece vislumbrar el final de la historia:
—Me quedo con lo vivido, y lo que tengo en Francia— Las veo con tanta paz, la casa está tan en calma, que conmueve. No parece haber an-siedad, ni ruidos, ni movimientos bruscos.
Ella se sienta a su lado, cuidadosamente le toma la mano, acariciándola con ternura. Me mira:
—Jesús dijo: Amaos los unos a los otros— Al día siguiente, debido a su estado, Ana Paula debe ser hospitalizada.
Me despido de ellas, y me prometen que me enseñarán el libro que están escribiendo sobre su vida.
Han pasado veintidós días. La enferma regre-sa a casa, más repuesta. Pero no a casa de su amiga, sino al domicilio de su abuela, la persona que la crió al morir su madre.
La instalan en el living de la casa. Me cuenta su abuela que siempre fue muy rebelde, esperando la mayoría de edad para marcharse a vivir sola.
—Siempre hice lo que me dio en ganas— me cuenta la enferma. —Me doy cuenta que esa no es la verdadera libertad. ¡Qué tarde nos damos cuen-ta algunos que la mayor esclavitud es la de la mente!—
Continúa en mal estado, con vómitos, diarrea, y fiebre. No hace el tratamiento como debe, está agresiva con la familia, contesta mal. Veo que su abuela la atiende lo mejor que puede. Lo que me resulta curioso es que la anciana siempre tiene la casa con las persianas cerradas.
—Me gustan las tinieblas— comenta con ironía.
Bely también está muy triste porque su amiga la trata mal, le hace escenas de celos. Ahora que viven separadas, le exige que esté permanentemente a su lado. Cada día que pasa está más intolerante.
Ese clima de amor y comprensión que conocí al principio parece haberse disipado.
Vuelven a hospitalizarla. Creo que no la veré más.
Pese a los pronósticos, vuelve al domicilio. La encuentro más animada, dócil, dulce, y delgadísima. Se alegra mucho de volver a verme. Entre saludo y saludo, me dice que tenemos temas pendientes (¿?).
En algunos momentos conversa un poco, en otros está como distraída, ausente. Cuenta que cuando estuvo internada, varias veces se vio desde el techo.
—No sentía miedo, aunque me impresionaba verme tan desmejorada, darme cuenta que seguía prisionera de mi cuerpo—
Sus comentarios son mucho más dolorosos:
—Creía que la independencia familiar y económica eran la libertad, y ahora dependo totalmente de ellos—
—¡Que mal la utilicé!—
Desde hace días se me presenta un conflicto: Ana Paula toma unos medicamentos muy costosos, de los cuales sobran cajas enteras. Al mismo tiempo, atiendo otra paciente que los necesita y no puede comprarlos. No sé cómo actuar para compensar la escasez en un lugar con la abundancia en otro. Hablo con un compañero, que me ayuda a comprender que si no perjudico a nadie, debo tomar los medicamentos sobrantes sin vacilar.
Cuando llego ese mediodía a atenderla, está despierta y alegre. En el momento que me acerco a una mesita donde preparo su medicación, comienza a hablarme con una voz extraña, diferente de la habitual.
—Has sido diseñada para actuar, para ayudar y ejecutar. Tu propósito es sagrado. No hay razón para no realizarlo—
—Aunque te consideres la más pecadora de los pecadores, cobíjate en tu Sabiduría. Vos sabes para qué has sido creada. No hacerlo es ir en contra de lo natural—
—Debes conquistar tu mente. Sintonízate con lo que ames de corazón, sin esperar resultados—
Unos días después le pregunto por Bely, a quién hace días que no veo. Me cuenta algo que me deja anonadada. Intentó suicidarse. Está internada en estado de coma.
—Es posible que no pueda aceptar esta separación. Pero cuando uno comienza a dañar al que tanto quiere, es momento de patear el tablero. No es bueno estar entre el pegoteo y la pelea—
Me habla con profunda decepción y amargura, casi sin fuerzas. Me ofrezco para averiguar cómo sigue su amiga. Desvía la conversación.
En los días siguientes se la ve muy mal, consumiéndose lentamente como una velita.
Me deja su último mensaje:
—Nadie puede ayudarnos a salir de las prisiones que nosotros mismos construimos. Nunca sabrán cómo termina esta historia, pero valió la pena haberla vivido. De los laberintos sólo es posible salir hacia arriba—
La hospitalizan por 24 horas para una trans-fusión, pero abandona sus laberintos para siem-pre. Sale hacia arriba.


   

Febrero 19, 2013, 06:41:18 pm
Respuesta #12

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #12 en: Febrero 19, 2013, 06:41:18 pm »
impiar la casa
Clara tiene una hermosa familia: Esposo y dos hijos de algo más de veinte años, un varón y una mujer.
Me reciben en una amplia casa, luminosa y rodeada por un gran jardín.
En este momento la angustia se lee en sus rostros. Me llama especialmente la atención la expresión de congoja del esposo. Los ojos brillantes, casi a punto de largar el llanto.
Sin embargo, la enferma se ve muy tranquila, con mucha paz.
Ella era una mujer de vida muy activa, em-pleada durante años en una empresa de pro-ductos alimenticios. Actualmente tiene cincuenta y dos años. Hace apenas dos meses se le diagnosticó un cáncer de páncreas, con pronóstico terminal.
Este último tiempo estuvo internada, hasta que ella pidió insistentemente volver a su casa. Se le asigna internación domiciliaria, según me cuenta su hija a mi llegada.
Cuando comienzo a ocuparme de su atención, lo primero que me comenta es que quiso volver a su casa porque tenía "cosas para hacer".
Cualquier persona, observando su situación, se preguntaría de qué cosas podría ocuparse ella en ese estado.
— ¿Qué cosas?— le pregunto.
—Limpiarla (la casa). Es necesario limpiarla y prepararla, para que mi familia encuentre pronto el consuelo de mi partida—
Me muestro interesada en escucharla, y le pregunto en qué consiste esa limpieza.
—Cuando estuve en el sanatorio, unos seres celestiales me prepararon para que mi partida fuera sin temor. Me explicaron que si yo me iba desde mi casa, ellos tendrían la oportunidad de hacer un cambio de energía—
—Todo sería igual, salvo que crearían en mi familia otra conciencia de la situación—
— ¡Estamos tan unidos, tan apegados...! Lo primero que debo hacer es enfrentarlos con el miedo. Tal vez logren conquistarlo—
—Yo también me estoy enfrentando con mis temores. Uno tiene miedo de lo que descono-ce—
Aquí aparece el infaltable "debo", también en el relato de Clara.
—Debo enseñar a mis hijos que el dolor existe. La felicidad también. Se puede ir del dolor a la dicha, de la ignorancia a la sabiduría, de la oscu-ridad a la luz—
—El pensamiento es la mayor fuerza del universo. La obra que debe realizar el hombre de hoy, es emitir pensamientos positivos que se pro-longuen en la atmósfera psíquica y despierten pensamientos similares en otros hombres de buena voluntad, cuyas mentes se hallen en sintonía—
—Lógicamente, esto no se consigue de un día para otro—
Clara me va dejando estos valiosos mensajes, junto con jirones de su vida que se va apagando. Su estado físico va decayendo notoriamente. Tiene vómitos y diarreas constantes, además de intensos dolores.
En estos momentos es fácil observar que ella es la que posee la mayor fortaleza en su familia. Está sufriendo una descompensación electrolí-tica, hay serias dificultades para colocarle sueros. Se hace necesario un tratamiento de mayor com-plejidad. Por esa causa vuelve al Sanatorio.
Creo que esa asistencia que ella dijo estar re-cibiendo, por lo menos hasta ahora, se ma-nifiesta en su fortaleza espiritual más que en su bienestar físico.
La familia, cuando ve sufrir a un ser querido, se desespera. Y en este caso, les resultó intolerable.
Pierdo el contacto con ella, hasta que diez días después me comunican que Clara falleció en el sanatorio.
Me quedan sus mensajes y un interrogante: si habrá podido llevar a cabo su propósito con la familia, en los pocos días que estuvo en su casa.











Febrero 19, 2013, 06:42:09 pm
Respuesta #13

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #13 en: Febrero 19, 2013, 06:42:09 pm »
EN LAS PUERTAS DEL CIELO

Todavía continúo con mi búsqueda.
Me están enseñando
que no importa fracasar
una vez, varias veces...
Lo que importa es intentarlo.

Algunas veces he sido observadora involun-taria de alguna muerte callejera. En un paso a nivel, por ejemplo. De pronto hay allí un ser que ha perdido la vida. Como por arte de magia comien-zan a llegar personas que transitan por el lugar. Se acercan, preguntan...
Percibo algo más detrás de esa simple cu-riosidad. La gente comienza a rodear el cuerpo, se queda unos minutos merodeando alrededor de él, aunque el espectáculo sea desagradable y doloro-so.
Una observación más profunda nos ayudaría a percibir algo muy particular en esa escena. Un silencio de meditación, una especie de acompa-ñamiento momentáneo y solidario hacia ese ser que ha partido. Como si se realizara un ritual destinado a su elevación. Todo eso acompañado por una toma de conciencia de la fragilidad de la vida, de ese paso decisivo que nos aguarda, que en lo cotidiano pretendemos ignorar.
El que observa habla poco, pero comprende mucho. Esa muerte inesperada en la calle le ha roto por un momento un falso equilibrio, una vana pretensión de inmortalidad.
La presencia de la muerte nos sacude en nuestras fibras más íntimas. Aunque dure unos minutos, en un encuentro circunstancial, no po-demos permanecer indemnes a ella.
Algo similar sucede cuando esta presencia se viene anunciando con anticipación. En el caso particular de los enfermos terminales, la cercanía de la muerte se manifiesta de muchas formas. Existen, por ejemplo, casos de personas que advierten o presienten determinados signos, ya sea de su propia muerte o de la de un ser querido. Aunque no hay explicación lógica, es frecuente que los enfermos anuncien que van a partir. En algunos casos hasta conocen el día.
Esto sucede al margen de cualquier pro-nóstico médico, que nunca coincide con la predicción del enfermo.
Como se ve en muchos testimonios, me dicen que "ya les han avisado", que están las puertas abiertas" para ellos, que hay seres, o familiares ya muertos que vienen a recibirlos.
Cuando caen en estado de inconsciencia, hay otros indicios que ayudan (por lo menos a mí) a reconocer que están próximos a irse. Hay un movimiento muy particular que realizan con las manos, en ademán de acomodar cosas, que es típico en esas situaciones.
Y además del evidente deterioro físico, del estado de coma, etc., el pasaje se va anuncian-do de un modo más difuso e impreciso, como una presencia indefinible en el ambiente que ro-dea al enfermo. Hay algo que flota en el aire, que se respira, se huele. Esta sensación de proximi-dad se va instalando de a poco en la habitación, va llenando el resto de la casa...
No es como un oscuro presagio, ni una señal funesta. Tampoco es esa trágica imagen vestida de negro con que suele representarse. Se perci-be fácilmente en muchos hogares acompañando una silenciosa y profunda sensación de paz, de respeto y recogimiento. Como si el dolor por la pérdida quedara aletargado y trajera con él al-gún misterioso mensaje de alivio, de serenidad, de esperanza...
Hay un algo de esencia hondamente espiritual que va envolviendo a todos los que rodean al enfermo. Porque no solo los familiares quedan im-buidos de ese estado de gracia. También le sucede al médico, a la enfermera, a cualquiera que se acerque al lugar.
Es en ese momento único en que el espíritu nos recuerda su presencia. Cuando el Ser nos muestra su verdadera dimensión. Un momento en que nuestras creencias no alcanzan para explicar qué está sucediendo. Ni siquiera es ne-cesario tenerlas. Solo se trata de sentir, de percibir qué es lo esencial de la vida.
Allí está, vivida, alrededor de ese cuerpo deteriorado por la enfermedad, esa sensación indescriptible, difundiéndose por el ambiente co-mo una nube de vapor. Esa conciencia espiritual que ya no depende del credo, del sacerdote, o de alguna imagen venerada.
Simplemente se ha apoderado, ha invadido el lugar con su presencia serena e imponente. Más allá del dolor y la pérdida, del discurso religioso, de la angustia y la resignación.
¡Cuántas veces, en esas situaciones, tomo sus manos, toco sus frentes, con un íntimo deseo de transmitirles la idea de acompañar, de compartir su presunta soledad. Y aunque ya no exista conciencia en ellos, puedo experimentar ese contacto entre almas. Esa sensación difusa y al mismo tiempo tan real, de que algo mágico está sucediendo!...
Cuando el corazón ha dejado de latir, queda algo indefinido de ese ser que acaba de marcharse. El sentimiento que me provoca com-partir ese momento va mucho más allá de la pérdida. Tal vez la experiencia más impactante de sus momentos últimos, la he vivido en ese acompañarlos, en ese entrar en contacto unos instantes con esas muertes suyas, que no pare-cen tan solo un previsto final.
Sin nombrar el espíritu, el alma, la esencia, sería imposible explicar esta vivencia. En esos momentos de profunda conmoción, lo que surge espontáneamente es la oración. Ante la inutili-dad de las palabras, el hecho de rezar nos ayu-da a entrar en sintonía con este momento miste-rioso y único. Nos acerca hacia lo eterno, hacia lo que permanece...
Después hay que salir a la calle, retomar la vida cotidiana. Cuesta un poco. Uno se ha ele-vado unos instantes con ellos. Los ha acom-pañado un poquito a remontar su vuelo. Se ha sentido profundamente atraído hacia un estado de elevación que habrá de acompañarlo un largo rato. Que se irá diluyendo con el trajinar del día. Y no caerá fácilmente en el olvido.
Yo lo sé bien.



La puerta
Llego de mañana a la casa del enfermo. Encuentro a su esposa desesperada. Durante la noche no pudo dormir, porque él se la pasó gritando, exigiéndole que cerrara "esa puerta". Me explica que la puerta que da al patio está cerrada con llave y dos candados, asimismo él insistió con eso toda la noche, hasta que al llegar el alba se quedó dormido.
Cuando me acerco para atenderlo, se despierta sobresaltado:
— ¿Porqué la puerta sigue abierta? ¡Pase usted!— me dice.
—Es imposible, porque está cerrada— le respondo.
— ¡Usted y mi esposa me quieren volver loco!— dice mientras insulta a su mujer.
— ¡Buscaste una cómplice!... !Ya vas a estar en el infierno como yo,... ya vas a pagar...!—
—El invierno, por suerte, ya está pasando— le dice ella.
— ¡Hacete la tonta!— responde él muy enojado.
También se queja mucho del frío. Pide conti-nuamente más abrigos, aunque la temperatura es cálida. Mientras realizo mi trabajo, le hablo, le enseño algunos ejercicios para su mano pa-ralizada.

Alberto ha sufrido un accidente cerebro-vas-cular, con gran compromiso neurológico.
Decido cambiarlo de posición, colocándolo de modo que mire hacia la puerta del patio, para que la vea cerrada. Pero es inútil. Vuelve a gritar:
— ¡Cierren la puerta! ¡Esa luz me deja ciego, me da frío!—
— ¡No voy a ir!— dice con convicción —¡No voy a pasar! Yo soy el que decide—
Se muestra enojadísimo en todo momento. Le converso, le hablo con mucha calma, pero me es imposible tranquilizarlo.
De repente, grita:
— ¡Sara!... ¿Cómo se llama ese doctor?...—
— ¿Cuál, querido?—
— ¡Ese doctor...!—
— ¿El que viene a atenderte a casa o el neu-rólogo del hospital?— le pregunta su esposa.
— ¡No!...— grita enojado. — ¡Me volvés loco! ¡Ese médico, ese médico que está con ella!— me señala con la cabeza.
— ¡Pero querido, ella está sola, no vino nin-gún médico. Acá no hay médico en este momen-to!—
El vuelve a insistir. Ahora se dirige a mí:
— ¿Porqué no me habla ese médico que está a su lado?— me pregunta.
La esposa rompe en llanto, desahogando toda la tensión acumulada por la situación. La calmo, le sugiero salir afuera un rato, para distenderse.
Cuando quedamos solos, ya comprendo algo más sobre la famosa puerta. Lo interrogo:
— ¿La puerta sigue abierta, Alberto?—
—Sí... sí, está abierta. La luz me molesta y ahora aparece ese doctor. ¿Porqué no me habla?— se excita — ¡que me conteste!—
Sigo esforzándome por calmarlo:
—Si ese doctor no habla, es señal de que hago lo correcto. ¿No le basta con eso?—
Continúa protestando en voz más baja.
Alberto tiene 76 años, y su esposa 73. Ambos viven solos en un departamento confortable, decorado con buen gusto. Cuando se desen-cadena el problema de salud del esposo, ella se ve desbordada por la situación. Me cuenta que tienen dos hijos, que los visitan asiduamente. Comprendo que en estos momentos la carga para ella se hace muy pesada.
Sin embargo, con el correr de los días el enfermo se va transformando. Va adquiriendo una mayor tranquilidad, se ve más sosegado. Ya no se le oye gritar, protestar por cualquier co-sa.
Una mañana me dice con gran calma:
—Debería abrir los postigos, quitar esas sábanas que cubren los sillones, quitar los candados de la puerta... cambiar las cosas de lugar, sacudir el polvo...—
—...Dejar entrar la luz y el aire. La luz ya no me enceguece, y el aire ya no me produce frío...—
—Siempre tuve miedo que me quitaran lo mío... bueno, lo que creía que era mío. ¡Ahora me doy cuenta!, recién empiezo a aprender—
—Siempre las necesité a las dos, hasta que ella me dejó. Ahora la veo... está con esa gente, ahí enfrente... ¿la ves?... Parecen de una mate-ria impalpable—
Le pido que me explique, si es posible, de qué me está hablando.
—Estoy cansado, quiero dormir— dice.
Luego, su esposa, accede a contarme su secreto: hace tres años murió "la otra", una relación paralela de toda la vida. Veinte años atrás, Sara se enteró que su esposo tenía otra mujer, y los enfrentó. El le rogó que no le contara a sus hijos, y juró dejar a su amante. Hasta que un día, varios años después, llegó a su casa destruido y desesperado. Le confesó que nunca había podido renunciar a la otra; que ella acababa de morir, que él siempre había querido y necesitado a las dos.
—Ayer llegó, se sentó al lado de mi cama, me acarició la mejilla. Este gesto lo vi y sentí en otras ocasiones, pero nunca le di importancia, ni escuché. Era un ser celestial— me dice Alberto.
—Nunca antes tuve capacidad para aprender a ver lo invisible: el recelo, el miedo, el rencor, la traición... Cuando me veo desde arriba, unos seres asombrosos me enseñan, me hablan, me ayudan... Puedo hasta mover los muebles, creo que uso recursos sobrenaturales...—
Mientras van pasando los días, su sereni-dad es mayor. Se advierte una desconocida expresión de paz en su rostro. Hasta cambió el tono de su voz.
En lo físico, se nota un deterioro general de su salud. En el aspecto espiritual, se ve en su mirada un profundo contraste con ese estado de desasosiego de hace unos días, lo mismo que en sus palabras, en sus profundas re-flexiones. El ambiente que lo rodea tiene un halo místico y su esposa se ve más tranquila y resignada.
—Llegué hasta este momento para saber quién soy, de qué he sido capaz... Me pregunto qué he logrado acá... de qué he servido...—
—Empiezo a vislumbrar que la vida es Sabiduría. ¡Qué dormido estuve, qué ciego...!—
A veces lo encuentro desorientado, preocu-pado, por querer revertir una situación impo-sible de cambiar. Comprende que queda poco, que el tiempo apremia.
—Me gustaría transmitir todo esto que hoy veo y entiendo. Sobre todo a mis seres queri-dos, para que les resulte más fácil. Me llenaría de frustración que no me escuchen, que no puedan hacerlo, o no sepan cómo...—
—No aprendí, no entendí, no me di cuenta. Este es el lugar, acá está todo: Dios, el cielo, la luz, la naturaleza de nuestra alma—
—No recé. Me había olvidado... no sabía... Ahora me doy cuenta que Dios no nos olvida. Me muestran que debo tener el mando de mi propia alma—
—Te pido que me disculpes, que tengas paciencia conmigo y con mis divagaciones. Todavía continúo con mi búsqueda. Me están enseñando que no importa fracasar una vez, varias veces...
Lo que importa es intentarlo—
—Veo la luz bailando a mi alrededor... da tibieza... da paz...— —Ahora comprendo que el único miedo que se ha de temer, es el miedo en sí mismo—
Me avisan que Alberto ha tenido convulsiones. Debido a ellas ha sido internado. Comprendo que no nos veremos de nuevo. Ordeno mis notas sobre él, dejo que su historia llegue adonde sea necesaria.


Febrero 19, 2013, 06:45:19 pm
Respuesta #14

Desconectado Aura

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Re: LOS ÁNGELES QUE ME ACOMPAÑAN LIBRO DE ALICIA FONSI
« Respuesta #14 en: Febrero 19, 2013, 06:45:19 pm »
TANDO CABOS

Crean campos de luz dorada y plateada,
con mucho brillo. Cuando me llevan siento que
traspaso una cortina transparente.

Pasaron casi tres años desde el momento en que me sugirieron que comenzara a tomar nota de lo que hablaban mis enfermos en su lecho de muerte.
Así se fueron armando pequeños relatos, con una breve reseña de sus historias particulares y sus comentarios.
Cuando surgió la posibilidad de agruparlos en forma de libro, comprendí que el hecho de rever y desmenuzar sus contenidos, de volver hacia atrás en esos mensajes que ya iba olvidando, me abría a una nueva comprensión, mostrándome distintos enfoques y perspectivas de estas valiosas ense-ñanzas.
Recuerdo que hacía unos meses que había comenzado a escribir. Mientras viajaba en colectivo a ver un paciente, una tarde me dormité levemente, pudiendo percibir una voz que me decía:
—Tengan el tiempo para escribir aparte de sus trabajos. Les va a servir para crecer—
Aunque no siempre me resultó sencillo tomar notas con mis pacientes, cuando fue posible he tratado de recoger cada una de sus palabras. A veces los enfermos dicen algo importante estando en plena curación, o realizando alguna otra tarea incompatible con la escritura. He aprovechado los momentos en que completo mi carpeta de informes, o al salir del domicilio, incluso viajando.
Luego los mismos enfermos me fueron corro-borando que era necesario seguir. Como está es-crito en algunas historias, me han pedido que es-criba, que "esto es para transmitir", que "podría ayudar a mucha gente" que "entenderán los que tengan que entender"...
Es verdad. Entenderán los que quieran o pue-dan entender. En estos años aprendí que no todas las personas están preparadas para escuchar, o aceptar las verdades superiores. Observé mucha gente mostrándose escéptica, negando sistemá-ticamente cualquier evidencia de algo superior, frente a la evidencia misma. Entre ellas, a muchos compañeros de trabajo. Siempre me resultó difícil de entender la indiferencia de otras ante hechos de naturaleza espiritual.
Habría que plantearse si con "entenderlos" basta. No creo que estos mensajes nos lleguen só-lo para entenderlos con el intelecto. No basta con eso. Será necesario incorporar estas enseñanzas de vida, hacerlas nuestras de tal modo que pasen a formar parte de nuestra realidad cotidiana. Que estos rayos de luz nos sirvan de guía en nuestras decisiones de vida.
Otra conclusión que saco al volver atrás en estas historias, es que uno de los propósitos más impar-tantes de este trabajo, es lograr que los mensajes recibidos sean perdurables en el tiempo.
Durante los años que escuchaba sin tomar no-tas, aunque iba captando su esencia, me faltaban las palabras para transmitirlos. Faltaban "sus pala-bras" en el contexto de sus propias historias.
Mientras voy leyéndolos y releyéndolos, me vuelve a sorprender su riqueza, su profundidad. Vuelven a conmoverme tanto o más que la primera vez. Voy encontrando en ellos mensajes que en otro momento no pude captar. Como una fuente inagotable de Sabiduría, siempre traen algo nuevo implícito entre líneas.
Siempre reaparece este apasionante contraste que provoca la proximidad de la muerte con el esclarecimiento del sentido de la vida. Así como sucede con esas láminas en tres dimensiones, llamadas estereogramas, con apariencia de pe-queños grafismos sin sentido, que con solo cam-biar el enfoque visual, nos permite descubrir ines-peradas imágenes tridimensionales, que a simple vista estaban ocultas
Así, la mirada superficial de la vida no nos per-mite ver todo lo que existe. Como escribió Antoine de Saint Exupery en "El Principito": "lo esencial es invisible a los ojos".
Por eso es importante agudizar nuestra mirada, cambiar nuestro enfoque, ampliar el horizonte de la vida común. Valorar esta visión trascendente que nos facilitan estos seres al borde de la muerte, que no nos permitimos cuando estamos "sanos y saludables". Descorrer el telón de esta nueva reali-dad oculta detrás de la pantalla de una vida "sin sobresaltos".
Comprendamos también el importante papel que juega la enfermedad en nuestra vida, que tiene un propósito diferente al que le atribuimos. No es solo una desgracia, algo descolgado que nos ha caído encima sin razón alguna. Analicemos su significado, descifremos su mensaje.
—Tendría que haber vivido de otra manera— me dicen muchas veces los moribundos. Nos están mostrando que en la vida existen objetivos, pro-pósitos que cumplir. Nuestra existencia no es para "zafar" simplemente.
Y esos "debo" o "debería" tan frecuentes en ellos cuando ya no les queda casi aliento, nos muestran lo fútil de tomar conciencia de esto en el lecho de muerte, cuando el tiempo físico casi no alcanza para nada.
Recuerdo en especial el caso de Augusto, un empresario exitoso, que rondaba los sesenta años. Su situación económica le permitió el lujo de tener dos familias paralelas durante más de quince años, sin interferencia alguna. Un primer matri-monio con tres hijos ya adultos, y una pareja mas joven, con la cual tenía dos hijas adolescentes. Cuando se enfermó de cáncer pulmonar, fue ne-cesaria una internación con intervención quirúr-gica.
Durante ese período pretendió seguir con el engaño, contratando una supuesta "enfermera noc-turna", rol que cubría su segunda pareja.
Mas "alguien" se encargó de hacerle comprender lo equivocado de su vida, y la necesidad y urgencia de blanquear su situación.
Me tocó atenderlo al ser trasladado a su Domi-cilio (el de su pareja más joven) donde me fue con-tando su vida y las decisiones que debió tomar:
En el sanatorio, unos "seres celestiales" le aconsejaron que hable con su esposa y sus hijos mayores. Antes de morir debía reunir a todos. Sus hijos debían conocerse y aprender a respetarse antes de su partida, para irse en paz .
También el familiar, o los familiares que acom-pañan al enfermo se ven claramente comprome-tidos en este proceso de reflexión, de replanteo de la vida por el que está pasando el ser querido. Solo basta escucharlos, comprenderlos y acom-pañarlos para aprender .
Aunque muchas veces veo a los familiares negar, contrariarse, o hablar de delirios, también soy testigo y confidente de profundos trabajos de elaboración, de tomar conciencia, debido al hecho de enfrentar una situación difícil y dolorosa.
Para ellos, los familiares del moribundo, son también estos relatos. Para ayudarlos a abandonar la ceguera, a veces disfrazada de negación, temor o indiferencia.
Estas vivencias incomparables de acompañar a un ser querido en sus últimos días, no son para quebrarnos ante el dolor, o permanecer incólumes ante la trascendencia de este paso. Son enseñan-zas necesarias de la escuela de la vida, que se vale de estos medios para mostrarnos su verda-dero significado.


 

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