Yo no sé dónde se archivan las cosas que no se han dicho, no se han hecho, o no se han vivido.
Si lo supiera, seguramente no estaría aquí intentando plasmar mi reclamación, sino que saldría urgentemente al lugar donde se han muerto por no haber sabido vivir, o se lamentan de no haber sido lo que tenían que ser, o se reclaman a gritos lo que no han dicho.
Si supiera en qué sitio se puede retomar el pasado de las cosas no hechas, el ramal del camino donde todas las cosas se dividen en dos, lo que sí y lo que no, y se pudiera cambiar la parte de la vida que a veces llamamos destino por otra más libre, con segunda oportunidad incluida, seguramente no estaría aquí entablando un monólogo desorientado, sino que estaría reclamando aquellos años de mi infancia, y la ocasión de vestirme de pantalones cortos y de inocencia, y la posibilidad de derrocar al niño responsable y serio, (asustado y agredido) que ocupó juiciosa y maduramente la vida que no le pertenecía, y llenó aquel espacio, que debía ser de bromas e irresponsabilidades, con miedos, angustias y temores.
Pero de este modo es como fue: antes de que la infancia cumpliera su ciclo me obligaron a trabajar, dejando inconclusa la etapa de correr sin cansarme, de soñar sin limitaciones, de ser pirata, capitán intergaláctico o aventurero.
Así que no me quedó otra opción más que envidiar a los otros niños, viéndoles desde mis ojos en blanco y negro: blanco vacío y negro sentimiento; mirándoles desde la incomprensión que no atinaba más que a hacer la misma pregunta que siempre se quedaba huérfana de respuesta, desamparada de comprensión, perdida de ilusión, abandonada por la esperanza: ¿Por qué a mí?
Ahora reflexiono: ¿Qué hacía yo mientras iban pasando los días?... No lo sé.
No hay respuesta más breve ni más cierta. No lo sé.
¿Soportaba mi destino sin tan siquiera saber que era mi destino?... No lo sé.
Pasaban los días, eso sí, pero no se quedaban en el recuerdo, ni me pintaban algo parecido a una sonrisa, ni me llenaban los ojos de alegría, ni el porvenir de confianza, ni la vida de vida.
Simplemente, pasaban los días.
Se iban muriendo uno tras otro sin añadir nada a los anteriores.
No hubiera hecho falta cambiarles de fecha ni de nombre porque todos eran el mismo.
Madrugaba más que el sol y me acostaba mucho después de que él se hubiera dormido.
Trabajaba.
Trabajo, trabajo, trabajo...
¿Pero no había domingos?... Sí, supongo, creo que sí había domingos. Pero no había juegos ni juguetes, ni alegría, ni la felicidad venía a casa ese día. Ni los otros.
La idea que me viene de entonces se parece a que era el día de esperar a que llegara el lunes.
¿Dónde estaba entonces la felicidad?... Por aquel tiempo, supongo, estaría atendiendo a otras familias.
A la casa donde vivía, venía un halo de vacío, una ilusión desilusionada, una nada que era más nada que ninguna otra.
Y entonces, ¿qué hacía yo?... No lo sé.
Quizás el recuerdo no se acuerda porque no tiene nada que recordar. O porque es mejor no recordarlo, y me hace el favor.
Sólo tengo en la memoria retazos. Pero… ¿Cómo saber si tanta tristeza no es sino una pequeña que ha ido engordando a base de tanto recordarla?, ¿Cómo saber si había un poco de felicidad, pero la he ido matando a base de pequeños olvidos?
No me funciona la capacidad de reconstruir todo lo que ha sucedido en aquella lejana presencia.
Entre querer negar la infelicidad de la infancia y desmentir continuamente lo que no debiera pesarme ni avergonzarme -porque yo no tuve nada que ver con las circunstancias que ocurrieron-, lo que he conseguido es traicionar a mi presente, y no darle la verdad de los hechos, o un pasado más agradable, o un recuerdo mágico.
La parte trágica de la nostalgia me vence con su aspecto de tristeza y su dolor no siempre soterrado.
Me duele mi pasado.
Por lo pobre y lo huérfano de alegrías, porque no se puede cambiar, y porque no se puede rellenar con la golosina de una mentira que lo disfrazara todo, que le diera la vuelta a lo cierto con la imaginación.
Porque es cruda la realidad y no está bien mentirse.
Así que no me queda más remedio, ni más dicha, que extraer el aprendizaje de lo que no quiero que pase, aprender de un modo inolvidable que cada minuto de la vida está destinado a convertirse en pasado, y que es conveniente llenar todos los instantes de dicha para que sean capaces de crear un hermoso pasado del que uno se pueda sentir realmente satisfecho u orgulloso.
Algunas personas hemos tenido una infancia dura o cruel, una pubertad vacía y nada agradable, un matrimonio infeliz, un trabajo insatisfactorio, unas relaciones inconvenientes, una vida con malos adjetivos…
Pero hoy estamos aquí, las circunstancias son otras -o podemos y debemos lograr que sean otras-, y el futuro nos está esperando.
No tenemos la culpa de todo lo malo que nos pasó.
Hagamos del resto de nuestra vida algo de lo que sentirnos orgullosos.