El budismo llegó al Tíbet hacia el siglo VII d.C. bajo el patrocinio de la casa reinante, y desde el principio mantuvo fuertes vínculos con el poder político. Inicialmente, parece que fue el pandita Santiraksita el que introdujo en la región las normas del vinaya a instancias de la casa real, pero no tuvo éxito. Hasta el año 784, gracias a Padmasambhava, semilegendario Mahásiddha, conocedor de las doctrinas tántricas, la tradición budista no consiguió afianzarse, y en el 791 fue proclamada religión oficial. Las técnicas extáticas y exorcistas del asceta, tan próximas a las tradiciones autóctonas, tenían una gran aceptación. Junto a la escuela de origen indio apoyada por el rey, se creó también una corriente filochina, tal vez cercana a los cultos prebu-distas. Surgieron así dos tendencias: los «gradualistas» de la escuela india, que defendían el carácter gradual de la vía para alcanzar la iluminación, y los «inmediatistas» que, influidos por el budismo chino Chan, propugnaban un método inmediato de experimentación de la verdad. Su creciente enfrentamiento concluyó con el Concilio de Lhasa (792-794), en el que prevalecieron las doctrinas indias. Pero la fuerza cada vez mayor del budismo, tanto política como económica, provocó una reacción de rechazo por parte de los grupos de la corte vinculados a la tradición más antigua, y a finales del siglo IX se desencadenó una breve pero intensa persecución contra el budismo, que no concluyó hasta el fin de la monarquía unitaria (842) y la fragmentación del país. El resurgimiento del budismo se produjo bajo el signo de la reforma: Rin-chen-bzan-po (958-1055) estableció, en su obra de traducción, una distinción entre los textos esotéricos de la vieja tradición (Rñin-ma) y los de la nueva (Gsar-ma), y consideró espurios los textos en los que no se hallaban rastros del original sánscrito o prácrito. Se trataba de una decisión pro india más política que doctrinal, y los viejos budistas fueron acusados de laxismo moral y de interpretar demasiado literalmente el simbolismo tántrico. Así que la tradición antigua se hizo independiente y adoptó el nombre de Rñin-ma-pa, con la pretensión de remitirse directamente a Padmasambhava. Al mismo tiempo, en el seno del movimiento reformado, el monje Atlsa (982-1054) introdujo desde la India el culto de Tara y Avalo-kitesvara (Spyanras-gzigs, que se convertirá en patrón del Tíbet) y fundó la escuela Bka'-gdams, que aplicaba una rígida regla monástica utilizando técnicas graduales de purificación mental. La Gcod-pa, creada por el asceta indio Phadampa Sangye (m. 1117), fue en cambio una importante escuela «inmediatista», que desarrolló un método de anulación de todos los pensamientos ilusorios del yo a través de meditaciones que, reelaborando en clave budista las visiones iniciáticas de los chamanes, preveían el sacrificio simbólico del propio cuerpo a los demonios, reconocidos como emanaciones de la propia mente.
Cabe destacar otras escuelas como la Sa-skya-pa, la Bka'-bgryud-pa y la Dge-lugs-pa, entre las que no existen diferencias doctrinales apreciables. La Sa-skya-pa, fundada por Brog-mi (992-1072), fue durante un tiempo la escuela tibetana más poderosa y gozó del apoyo de los mongoles de Qübllay Kan. La Bka '-bgryud-pa era en realidad un conjunto de grupos religiosos, vinculados a la figura de Marpa (1012-1072), quien tras haber estudiado en la India con el maestro Naropa, difundió su sistema de técnicas yoga, renovando la influencia de la tradición ascética india. Su discípulo fue Mi-la Ras-pa (Milarepa; 1040-1123), figura carismática del budismo tibetano. Su hagiografía, uno de los textos más conocidos y dramáticos de la literatura tibetana, es un itinerario iniciático desde la oscuridad a la luz: narra cómo Milarepa, por ansias de vengarse, se convirtió en maestro de magia negra, y cómo, arrepentido, fue en busca de Marpa; explica las durísimas pruebas realizadas para convencer al maestro de que le impartiese la enseñanza esotérica y los estadios a través de los cuales alcanzó la cima más alta de la experiencia mística.
Entre las otras escuelas pertenecientes a la Bka'-bgryud-pa cabe recordar los Karma-pa, llamados «cabellos negros», que fueron los primeros en concebir la idea de la sucesión de los Lama por transmigración. A finales del siglo xiv, Tson-kha-pa (1357-1419) fundó la Dge-lugs-pa, retornando a la rígida aplicación de la regla de los Sthaviravádin, que completó con el milenarismo del culto a Maitreya y las prácticas tántricas. En 1642, la Dge-lugs-pa (la escuela de los «cabellos rubios», que se distingue de las otras escuelas, llamadas de los «cabellos rojos»), gracias al apoyo de los mongoles, sustituyó a las otras escuelas y comenzó a gobernar directamente el país. La invasión china del Tíbet en 1950 y la revolución cultural supusieron la sistemática destrucción de todo este mundo religioso.
Las características claramente chamánicas que aparecen en el budismo tibetano proceden tanto de las relaciones con los cultos locales prebudistas como de la influencia de las técnicas tántricas indias. Existen técnicas extáticas en todo el mundo religioso tibetano, que las convierte en instrumento de conocimiento y de salvación. Este aspecto, junto con el vinaya de los Mülasarvástivádin, contribuye a homoge-neizar el budismo tibetano tanto en la práctica como en la doctrina, hasta el punto de que las grandes tradiciones Sthaviraváda, Maháyána y Tantrayána no se consideran incompatibles. Sin embargo, la característica más llamativa del budismo tibetano es la figura carismática del Dalai Lama (Dalai bla-ma), jefe religioso y político, considerado la encarnación de Avalokitesvara. Para los budistas tibetanos, el Dalai Lama es la Cuarta Joya que se añade al Buddha, al Dharma y al Samgha. El sistema lamaísta reelabora la doctrina de la reencarnación, que en la India tiene un significado negativo, reinterpretándola de forma positiva como manifestación de la misericordia de Avalokitesvara. La sucesión del Dalai Lama no se produce por derecho de nacimiento, sino por medio de oráculos y pruebas iniciáticas. Junto al Dalai Lama destaca la importante figura del Panchen Lama, su maestro, considerado la encarnación de Amitabha. Inicialmente sólo tenía una función espiritual, pero en el siglo XX fue asumiendo también competencias políticas.
El canon budista tibetano está constituido por el Tripitaka (Bka'-'gyur) y por una colección de comentarios, traducciones y obras de ciencias tradicionales, que forman un conjunto de más de trescientos volúmenes. El canon actual data de comienzos del siglo XIV. A la categoría de los gterma, «tesoros recuperados», libros escondidos en las épocas de persecución y recuperados posteriormente, pertenece el famoso Bar-do thos-grol (el Libro de los Muertos), compuesto probablemente en el siglo XIV, cuya intención es liberar al moribundo de la cadena del samsára, haciendo que reconozca la subjetividad y, por lo tanto, la ilusoriedad, de las imágenes que .experimentaría en el período intermedio entre la muerte y la nueva reencarnación. La escuela de la antigua tradición (Rñih-ma-pa) tiene su propio canon, denominado Rñih-ma Rgyud-'bum, en cuarenta y seis volúmenes, que data del siglo XVIII, y una colección de «tesoros recuperados» del siglo xn. Concede primacía a la práctica tántrica sobre el estudio de los sütra y sobre la propia regla moná^tícáT^para ello elaboró en torno al siglo vni una clasificación del dharma en «nueve vehículos graduales». El sütrayána (mdo'i theg pá) es el primer nivel que reúne, ordenados por orden creciente de dificultad y profundidad, el Hmayána y el Maháyána, a continuación sigue el grupo de los vehículos tántricos, divididos a su vez en «tantra externos» y «tantra internos». El noveno y último vehículo es el Ati-yoga, o Rdzogs-chen, que es el complemento y la superación de la propia vía tántrica.
El bon
Está atestiguado que, cuando el budismo penetró en el Tíbet, se practicaban cultos chámameos y animistas, pero no sería correcto considerar el bon actual como único depositario de la tradición originaria tibetana, que dejó importantes huellas también en el budismo. Además, parece necesario establecer una distinción entre bon propiamente dicho y el conjunto no sistematizado de tradiciones y creencias populares del Tíbet actual, que difícilmente admiten una clasificación precisa. Bon significaba originariamente «orar, invocar, salmodiar»; más tarde pasó a designar «verdad, realidad» y se convirtió en sinónimo de chos, palabra tibetana que designa el dharma.
De hecho, el bon presenta numerosas semejanzas con el budismo: igual que éste, se considera universal y, por consiguiente, no es fácilmente catalogable como religión étnica. Posee un canon (Bka'-'gyur y Brten-'gyur), cuyos textos doctrinales y rituales apenas difieren de los budistas. Los seguidores del bon, o bon-po, se dotaron de reglas y objetivos afines a los de la escuela antigua (Rñih-ma), con la que tuvieron numerosos contactos. Por ejemplo, en el establecimiento de la identidad histórico-religiosa de ambas tradiciones desempeñaron, y siguen desempeñando, un papel importantísimo los gter-ston o «descubridores de tesoros», los que encuentran textos escondidos en lugares recónditos durante las antiguas persecuciones. Pero hay que observar que este hallazgo puede producirse incluso en las profundidades de la propia mente.
El carácter específico del bon se aprecia sobre todo en el uso de nombres, mitos y fórmulas evocadoras e iconográficas diferentes, que a veces parecen ocultar un rasgo de arcanidad oscura e inquietante, signos de un pasado sombrío, que tal vez explica el mantenimiento de la distinción con el budismo.
El bon posee además una clasificación peculiar de los textos complementarios al canon, llamada sgo bzhi mdzod Inga, que comprende prácticas esotéricas, oráculos, ceremonias fúnebres y ritos de curación. Segús sus textos sagrados, el bon procede de la región del Zañ Zuñ, que podría situarse en el oeste del Tíbet, pero sus primeras manifestaciones habría que situarlas más al oeste, en la región llamada Rtag-gzigs (¿Tajik?), y su fundador habría sido Ston-pa Gsen-rab, el verdadero iluminado (del que áákyamuni no sería más que la manifestación), que propagó la doctrina, convirtiéndose en el centro de la devoción de los bon-po. El bon distingue tres fases en su propio desarrollo: una oral, de «bon manifiesto», en la habría dominado la práctica del éxtasis oracular y de los sacrificios, tal vez incluso humanos.
En la fase siguiente, de «bon diferente», se oficiaban sobre todo cultos funerarios reales. Hay que recordar, a modo de inciso, que la figura del rey asume en los mitos del bon el sentido de mediador de origen divino entre el cielo y la tierra, por influencia china y centroasiática. Por último, los textos sagrados del bon reconocen una tercera fase de «bon transformado», en la que se admite la influencia del pensamiento budista. Esta última es la única fase históricamente ates-tiguable del bon en su forma actual y se remonta a la época de la introducción del budismo en el Tíbet (siglos VII-VIII). Precisamente en aquel tiempo el bon fue prohibido y no recibió un nuevo impulso hasta el siglo XI. A partir del siglo XV, los bon-po se organizaron en estructuras monásticas siguiendo el ejemplo budista.
Teniendo en cuenta sus afinidades, que abarcan incluso el ámbito doctrinal, el bon ha sido considerado a menudo una escuela heterodoxa del budismo, o incluso una forma degenerada de esa doctrina, pero también hay quien ve en el bon los ecos de una tradición budista «paralela», procedente de Zañ Zuñ y anterior a la introducción «oficial» del budismo. Para comprender realmente qué es el bon, tal vez sea preciso tener en cuenta el proceso de recíproca influencia y transformación que tuvo lugar entre el budismo y las religiones populares tibetanas, en el que el budismo transmitió al bon un conjunto homogéneo de doctrinas filosóficas, a la vez que por su parte adoptaba numerosas prácticas extáticas.
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