Entre las diferentes especies de seres corpóreos, Dios escogió
la especie humana para la encarnación de los Espíritus que
alcanzaron un cierto grado de desarrollo, lo cual les da la
superioridad moral e intelectual sobre todos los otros.
El alma es un Espíritu encarnado, cuyo cuerpo es sólo una
envoltura.
Tres cosas existen en el hombre: Primera, el cuerpo o ser
material análogo al de los animales y animado por el mismo
principio vital; Segunda, el alma o ser inmaterial, Espíritu
encarnado en el cuerpo; Tercera, el lazo que une el alma al cuerpo,
principio intermedio entre la materia y el Espíritu.
Así, pues, el hombre tiene dos naturalezas: por el cuerpo,
participa de la naturaleza de los animales, de los cuales tiene el
instinto; y por el alma, participa de la naturaleza de los Espíritus.
El lazo o periespíritu que une el cuerpo y el Espíritu es una
especie de envoltura semimaterial. La muerte es la destrucción de
la envoltura más grosera, el Espíritu conserva la segunda, que
constituye para él un cuerpo etéreo, invisible para nosotros en estado
normal, pero que puede, accidentalmente, hacerse visible y hasta
tangible, como ocurre en el fenómeno de las apariciones.
Así, pues, el Espíritu no es un ser abstracto, indefinido, que
solo el pensamiento puede concebir; es un ser real, circunscrito,
que en ciertos casos, es apreciable por los sentidos de la vista, del
oído y del tacto.
Los Espíritus pertenecen a diferentes clases y no son iguales
ni en poder, ni en inteligencia, ni en saber, ni en moralidad.
Los de primer orden son los Espíritus superiores, que se
distinguen de los demás por su perfección, sus conocimientos y su
proximidad a Dios, la pureza de sus sentimientos y su amor al
bien; son los ángeles o Espíritus puros. Las otras clases se alejan
más y más de esa perfección; los de las clases inferiores están
inclinados a la mayor parte de nuestras pasiones: al odio, la envidia,
los celos, el orgullo, etc.; y se complacen en el mal. ALLAN KARDEC.