4.1 El eje vertical
Aunque Richard Erskine reconoce la influencia de la psicología del desarrollo de Piaget y de Erickson en los orígenes del AT de Berne (Erskine, 1991, p.66), no se enfatiza ni en el AT ni en la PHI el aspecto evolutivo, mediante estadios de desarrollo, de la persona. Sin embargo, numerosos autores y terapeutas enfatizan la importancia de los estadios de desarrollo del ego, incluido el ego adulto, para poder entender y apoyar la evolución saludable de la persona (ver Erickson, 1959; Kegan, 1994; Wade, 1996; Torbert et al, 2004; Wilber, 2006; Cook-Greuter y Soulen, 2007; Forman, 2010). Lo que estos enfoques tienen en común es la tesis de múltiples estadios de desarrollo a lo largo de la vida, desplegados de manera diferente según cada individuo y sus circunstancias, pero que pueden clasificarse entre estadios prepersonales, personales y, en algunos casos, transpersonales.
Esta perspectiva es equiparable con la idea del desarrollo tal y como se presenta en la PHI. Por ejemplo cuando se afirma que es “importante considerar cada estructura de la personalidad como un continuo que va desde un extremo sano hasta un extremo patológico, con infinitos grados intermedios” (Zurita et al, 2011b, p.3) se entiende que hay un desarrollo subyacente desde una existencia condicionada y limitada hacia una vida cada vez más autónoma. De manera parecida, cuando se dice que “por nuestras consultas pueden pasar pacientes con patologías arraigadas y limitantes o también pacientes que requieren trabajar aspectos de su personalidad o historia vital donde lo patológico no tiene un peso importante, ya que vienen buscando mejorar sus potencialidades, desarrollar un mayor conocimiento de sí mismo o realizarse como personas” (Zurita et al, 2011c, p.10), en realidad se está refiriendo a personas situadas en diferentes puntos del eje vertical de desarrollo que estamos describiendo aquí. Se podría entender – como hacen los estudiosos del Eneagrama (p.e. Riso y Hudson, 1999, ps.28-9) - que el extremo sano de cada tipo implica también un polo sagrado, una expresión transpersonal de una virtud que actuaría como un punto omega o imán sobre el desarrollo de la persona. La tarea del terapeuta sería ayudar al cliente para que se alinease con este desarrollo hacia la mejor expresión de su personalidad en el mundo.
La psicología positiva de Martin Seligman también distingue entre distintos niveles de bienestar equiparables con esta dimensión de desarrollo vertical, que van desde la vida placentera, pasando por la vida buena hacia la vida significativa. Afirma Seligman que el bienestar y la felicidad surgen cuando sabemos disfrutar de los placeres (la vida placentera) pero incidimos también en nuestras fortalezas y virtudes personales para fomentar la gratificación en las áreas principales de nuestra vida (la vida buena), todo ello en servicio de algo más grande que nosotros mismos (la vida significativa) (Seligman, 2002, ps.262-3). Desde el punto de vista clínico, se puede afirmar con Kavar que, al considerar la espiritualidad desde una perspectiva fenomenológica y basada en fortalezas, los terapeutas pueden identificar mejor el lugar de la espiritualidad en la vida de sus clientes y apoyar un proceso terapéutico hacia una cada vez mayor integración (Kavar, 2011, p.12).
En este contexto, otro terapeuta integral, Mark Forman, habla de la espiritualidad ascendente y la descendente (Forman, 2010, ps.207-31). Estas dos formas se pueden equiparar con dos expresiones del amor, Eros y Ágape. El aspecto positivo de la espiritualidad ascendente sería la fuerza universal que nos lleva a trascender nuestras limitaciones físicas, sensuales y animales, animándonos hacia un cada vez mayor grado de autonomía y libertad. Para el terapeuta se trataría de canalizar este amor en forma de Eros del Padre Constructivo que anima al cliente a que se realice. El aspecto positivo de la espiritualidad descendente incluiría la incorporación, el servicio y la compasión: se puede entender como el amor terapéutico en forma de Ágape de la Madre Nutritiva que abraza y acepta todo lo que el cliente es y ha sido, incondicionalmente.
Si volvemos un momento a la leyenda con la que iniciamos este trabajo, podemos verla como una versión más del viaje del héroe (ver Campbell, 1959), en sí una metáfora del desarrollo psicológico a lo largo de la vida. Asimismo se pueden ver representadas distintas etapas de las que describe Erikson, cada una con su crisis normativa: Perceval en la adolescencia, luchando para formar su identidad o más tarde como adulto joven, como caballero andante falto de intimidad. Por su parte el Rey estaría a caballo entre la etapa de adulto medio, con su crisis de generatividad, como ya hemos comentado, y la del adulto viejo, debatiéndose entre integridad y desesperación. También podríamos ver aquí un ejemplo de lo que Forman refiere como una patología de tipo transpersonal, la noche oscura del alma, en la que una persona que ha experimentado una conexión con la última realidad, es luego dolorosamente incapaz de recobrarla (Forman, 2010, p.159).
4.2 El eje horizontal
Si el papel de la espiritualidad se redujese a lo que acabamos de describir como el eje vertical, constituiría una aportación interesante pero que al fin y al cabo sólo cobraría importancia a medida que la persona se acercara al nivel transpersonal de desarrollo, nivel en el que la gran mayoría de nuestros clientes no se encuentran. Sin embargo y como afirmó William James al principio del siglo pasado: “nuestra conciencia normal cuando estamos despiertos no es más que un tipo especial de conciencia, separada por una finísima película de otras formas potenciales de conciencia completamente distintas. Podemos pasarnos toda la vida sin sospechar siquiera su existencia, pero apliquemos el estímulo necesario y se manifestarán en toda su amplitud” (James, 1960, citado en Powell y Mckenna, 2009, p.10). La tesis de Wilber afirma que hay una dimensión espiritual presente en todos los estadios de desarrollo de la persona. Esto se debe a que cualquier persona, independientemente de su nivel de desarrollo puede acceder a diferentes estados de conciencia. Tres de los estados que Wilber describe - burdo, sutil y causal – equivalen a los tres estados de conciencia por las que pasamos todos los seres humanos en cada ciclo de 24 horas – es decir, vigilia, sueño (con sueños) y sueño profundo (sin sueños) (Wilber, 2006, p.74).
Lo interesante desde la perspectiva terapéutica es que mientras mucho trabajo terapéutico puede ocurrir en el estado normal de vigilia (diálogo, expresión de emociones, análisis de transacciones, exploración de mandatos etc…), también ya es práctica habitual en la terapia humanista invocar y trabajar con otros estados, especialmente el estado sutil, que es lo que asociamos con el trabajo con los sueños, las visualizaciones, la hipnosis, los cuentos y la arteterapia. Nuestros clientes pueden incluso llegar a emplear prácticas meditativas, como la práctica de mindfulness (atención plena) que les llevan a experimentar estados de paz y apertura. Ni siquiera es necesario que mediten. La sensación de calma y liberación que se experimenta al final de un proceso de duelo o de un proceso terapéutico puede tener la misma fuerza que una experiencia cumbre o de un estado causal de conciencia. Trautmann habla de un momento de este tipo que experimentó un cliente suyo: “Cerca del final de varios años de terapia, un paciente reflejaba cómo estaba experimentando una sensación de tranquila alegría en su vida. Reconocía que había conseguido su sueño de vivir sencillamente, cercano a la naturaleza, y al calor de su familia. Y añadió después de un momento de silencio que ‘Es una sensación prácticamente espiritual’. Y así es. Trascender de nosotros mismos resolviendo nuestro guión, estando en pleno contacto con nosotros y con toda la creación, viviendo íntegra y auténticamente, y abrazando el misterio del ‘más allá del yo’ es lo que en terapia se puede hacer, cualesquiera que sean las palabras que usemos para describirlo o cualquiera sea la aproximación que hagamos” (mis cursivas, Trautmann, 2003, p.36).
Antes nos referimos al ermitaño que da indicaciones a Perceval: “Baja un poco por este camino, gira a la izquierda y cruza el puente levadizo” (Johnson, 1993, p.45). Los recursos terapéuticos que hemos comentado arriba pueden entenderse como el puente levadizo, pasando por encima del vacío fértil y causal, por el que el terapeuta invita al cliente a cruzar para acceder al dominio sutil en el que surgirá la transformación. Cuando usamos cuentos o leyendas como el del Rey Pescador con nuestros clientes, estamos posibilitando el surgimiento de este espacio sutil para el cliente – el cuento en sí es el puente levadizo, las frases rituales, “erase una vez” y “colorín colorado” marcan los límites de este espacio-tiempo especial. En las visualizaciones, el paso por el puente levadizo lo posibilita la atención en el cuerpo y en la respiración, que ayudan al cliente a entrar en el nuevo estado de conciencia. Claramente el trabajo con los sueños (ver Zurita et al, 2011d, ps.27-30) ofrece el mismo tipo de posibilidad de conectar con el potencial sanador del dominio sutil. Vichitr Dhiravamsa, maestro de meditación vipassana, autor, y mentor psicoespiritual, propone otro trabajo de esta índole al emplear la técnica de imaginación activa (de origen jungiano) en combinación con la meditación. Se trata de una herramienta meditativa que nos permite iniciar un diálogo entre nuestro ser consciente y el inconsciente, algo así como un interfaz entre, por un lado, la conciencia pasiva de material inconsciente y, por otro, una respuesta activa a ese material (Dhiravamsa, 2004, ps.283-90).
5. La espiritualidad y el encuadre terapéutico
Un punto importante de encuentro entre la PHI y la espiritualidad es el tema del amor en la relación terapéutica: “Basándonos en una estructura fuerte y protectora que permite una relación segura, podremos establecer un flujo afectivo en la relación terapéutica, que paulatinamente vaya creciendo hasta convertirse en AMOR profundo, auténtico y sanador, que llegará al paciente a través de una posición parental, permitiendo así ser incorporado” (Zurita et al, 2011e, p.19). Esto podríamos relacionarlo con el aspecto descendiente de la espiritualidad, Ágape, que hemos nombrado arriba – corresponde a lo que Carl Rogers llamaba la “consideración positiva incondicional” y Lambert la “actitud agapeista del terapeuta” (Lambert, 1981, citado en Powell y Mackenna, 2009, p.5).
Como nos recuerda Welwood, el correlato budista de este concepto es mettà, la amabilidad amorosa incondicional. Se refiere a una práctica que implica aceptarnos y amarnos a nosotros mismos y luego ir extendiendo esta amabilidad amorosa incondicional hacia las personas cercanas y luego más lejanas hasta sentir que estamos compartiéndola con todos los seres. Es una práctica importante para cualquier persona pero todavía más para un terapeuta que va a necesitar primero aceptarse incondicionalmente a sí mismo, si es que quiere llegar a aceptar a sus clientes. Otra aportación de Welwood es la afirmación de que no es necesario amar incondicionalmente a la personalidad condicionada sino a lo que hay detrás, el Ser (Welwood, 2001, p.225). Esta afirmación nos recuerda otra de Berne: “Cuando las personas llegan a conocerse bien, penetran más allá del guión hacia las profundidades donde el Ser auténtico reside, y esa es la parte de la persona que respetan y aman” (mis cursivs, Berne, 1975, ps.310-1). Otro concepto del budismo pertinente al encuadre terapéutico es el camino del bodhisatva. Como dice David Brazier, en términos budistas “un bodhisatva es una persona en el camino del despertar cuyo esfuerzo se dirige a ayudar a los demás” (Brazier, 1995, p.52). De hecho, el voto del bodhisatva le compromete a “no hacer el mal, a hacer el bien y a trabajar para el bien de todos los seres” (de nuevo, es importante recordar que ¡el terapeuta mismo se incluye entre todos los seres!).
Aunque el terapeuta no fuera budista ni tuviera inclinación hacia la espiritualidad, sigue habiendo la posibilidad de que personas que sí tienen inquietudes espirituales acudan a su consulta. Teniendo en cuenta lo que hemos visto sobre la frecuencia de experiencias espirituales entre la población adulta (Forman, 2010, p.4), es importante recibir a las personas tal y como son, con una apertura hacia su experiencia espiritual aunque no se comparta. Como dice Trautmann: “Para las personas que son conscientes de tener un alma ‘inquieta’, es esencial encontrar un terapeuta abierto y comprensivo y que quizá comparta esa misma inquietud” (Trautmann, 2003, p.2). La misma autora también señala un tema al que volveremos más abajo, lo que podríamos llamar la sombra de lo espiritual. Se refiere a momentos cuando personas sufren dificultades surgidas en el seno de las comunidades espirituales a las que pertenecen y necesitan ayuda: “Para personas decepcionadas con las instituciones religiosas formales, o para las personas necesitadas de recuperarse de alguna mala experiencia con su entorno religioso, el psicoterapeuta puede ser la única persona (o al menos la primera) capaz de escuchar y responder a las necesidades espirituales del paciente” (ídem).
6. ¿Por qué se necesitan terapia y espiritualidad mutuamente?
Desde la perspectiva de las tradiciones contemplativas orientales, el ego es una ilusión, otro mecanismo de defensa más que nos impide ver la realidad del Ser – en el budismo Zen hasta se llega a veces a afirmar que hay que “matar al yo” para trascenderlo. Por lo contrario desde el punto de vista de la psicoterapia occidental, la tarea principal es la sanación del yo y la realización de la autonomía personal sin necesidad de recurrir a ningún más allá. Entendemos sin embargo que tanto un extremo como otro no llegan a cubrir las necesidades integrativas – de cuerpo, corazón, mente y espíritu – nuestras y de nuestros clientes en los tiempos que vivimos.
El trabajo terapéutico y el espiritual tocan áreas diferentes de la experiencia humana: la terapia se ocupa de la verdad relativa, los significados personales, y las relaciones interpersonales del cliente mientras el camino espiritual tiene que ver con la aspiración de trascender lo personal, individual, condicionado, para abrirnos a la vacuidad, al vacío fértil, y al misterio. Pero aun así, estas dos áreas pueden entenderse como los dos lados de una misma moneda, diferentes pero indivisibles. Como dice Kavar, la “espiritualidad es trascendente en tanto que abre al individuo la posibilidad de experimentar algo más de lo que es tangiblemente presente en una situación particular. De forma simultánea, la espiritualidad es inmanente en la medida en que también trae al individuo de vuelta a su experiencia sentida […] la espiritualidad funciona como dialéctica entre conceptos intangibles y construcciones más allá del yo, a la vez que permite un sentido mejorado de integración en el interior del yo” (Kavar, 2011, p.8 ).
A nuestro entender, una juiciosa integración de las aportaciones de la psicoterapia y de la espiritualidad también sirve para ayudar a sortear dos obstáculos con los que podemos tropezar en nuestra búsqueda de sanación y realización, a saber, el “cortocircuito terapéutico” y el bypass espiritual.