Detrás de una afectividad no integrada hay una herida o una carencia afectiva, provocadas por la no respuesta ajustada a la necesidad del niño de sentirse reconocido. Todo empezó por la necesidad. La frustración reiterada de aquella necesidad básica provocará una herida que, reprimida, se enquistará en el organismo psíquico del niño, provocando desajustes más o menos serios en su modo de vivir y de percibir. De hecho, aquel sufrimiento habrá de ser el factor más relevante que origine un funcionamiento cerebral -ante el sufrimiento psíquico-afectivo reiterado, el niño, en un instinto de protección, “huye” a la cabeza-, en el que “enganche” la formación intelectualista de que hablaba al principio. Y todo quedará afectado: la relación consigo mismo, la relación con los otros, el modo de afrontar la vida y la apertura a la dimensión espiritual, todo será deudor de aquellas primeras experiencias.
En ellas, en el “reflejo” que el niño recibe de sus padres, se fragua la relación consigo mismo, relación básica que condicionará todas las demás. Si, gracias a lo vivido en ellas, el niño crece en aceptación y valoración de sí, conociéndose en sus riquezas y en sus límites, podrá desarrollarse una afectividad integrada y armoniosa. Si, por el contrario, la carencia de aquella primaria “urdimbre afectiva”, de que hablara el profesor Rof Carballo, provoca grietas de importancia en su psiquismo, nos encontraremos con una afectividad “hambrienta”, que, de un modo tan inconsciente como compulsivo, reclamará en todo una respuesta que la sacie. Y la persona se verá atrapada en una voracidad, que la convertirá en consumidora de cuanto se ponga a su alcance.
La compensación nunca dará resultado, porque la herida es antigua. Se trata de un vacío sin fondo, que nada ni nadie podrá hoy colmar. Sólo un trabajo psicológico que permita “re-vivir” el dolor enquistado en el vacío, podrá sanear esa afectividad, curando la herida original. Un trabajo que a todos nos sería muy útil, por cuanto todos guardamos “señales” de aquellos primeros momentos que ya no recordamos.
Entre tanto, la voracidad tenderá a invadir todas las dimensiones de la persona, incluida la espiritual. El vacío, reconocido o no, buscará una compensación también en la vida de fe, convirtiendo la oración en un refugio o paraíso narcisista, construido a la propia medida. En esos casos, la oración puede convertirse en huida de una realidad que nos resulta costosa, haciendo de Dios el propio doble especular, un dios inadvertidamente proyectado por el propio orante.
Esa misma voracidad, que no nace de una voluntad premeditada, sino de un vacío muchas veces ignorado, aunque doloroso, hará muy difícil la vivencia de lo que constituye el corazón del mensaje evangélico: el amor gratuito. Mientras la persona se encuentre atrapada por su propia necesidad narcisista, que se manifiesta en voracidad e insaciabilidad, no podrá estar disponible para vivir la ofrenda de sí, gratuita e incondicional.
Pero, como ha quedado afirmado desde el principio, la relación entre la fe y la afectividad es dialéctica. Si el nivel de integración afectiva condiciona el modo de vivir la fe, no es menos cierto que un modo de vivir ésta favorece la integración de aquélla. Y no sólo porque Dios actúa por las rendijas de nuestra vulnerabilidad -y, en último término, todo es gracia-, sino porque una vida de fe y de oración puede ayudar a centrar y equilibrar la afectividad. Y eso, no por un espiritualismo sin sentido que quiera suplir el trabajo psicológico, sino porque coloca a la persona en su “buen lugar”, ayudándola a crecer en libertad, desapropiación y entrega.
En cualquier caso, resulta básico comprometernos con nosotros mismos para integrar nuestro mundo afectivo, desde un trabajo personal directamente orientado en esa dirección. Y desde un modo de vivir la fe y la oración que incluya el cuidado de una relación afectuosa, de valoración y aprecio, hacia nosotros mismos. Ese sentimiento de cariño hacia sí, cuando es real, no tiene nada de narcisista ni egocéntrico. Cuando se conecta con él, se percibe que es, en realidad, un cariño absolutamente inclusivo: nadie ni nada queda fuera de él. Por eso, en él nos sentimos centrados, unificados, ahondados y dinamizados hacia los otros.
El camino hacia la madurez afectiva será siempre un proceso inconcluso, un proceso de autoafirmación y donación a la vez, no para “alcanzar” algo añadido, un plus que nos perfeccione, sino para llegar a ser nosotros mismos. Si no se colara nuestro orgullo neurótico -con frecuencia, hábilmente disfrazado, buscando compensar y justificar sus necesidades pendientes-, podríamos percibir con descanso una verdad tan elemental como serena: toda nuestra tarea y nuestro único objetivo consiste en vivir lo que somos.
Ese proceso nunca acabado puede ser nombrado de modos diferentes, como un camino que conduce: del narcisismo a la donación, de la voracidad a la ofrenda, del egocentrismo a la comunión, de la ignorancia a la lucidez, de la carencia a la plenitud, del individualismo a la trascendencia, del yo al tú, al él, al nosotros, a Dios… Ése es el camino de la madurez humana[4].
¿Qué es la madurez humana? La expresión de Albert Camus, en La peste, no puede ser más acertada y hermosa: “La persona madura es la que sabe trabajar, amar y jugar”. También Freud había asociado “madurez” con capacidad de amar y de trabajar. Ahora bien, la concisión de la frase no debiera hacernos olvidar que esa capacidad requiere trabajar todo aquello -heridas y vacíos afectivos- que no nos deja estar disponibles, todo aquello pendiente que la está bloqueando. El amor humano es reactivo: la capacidad de amar se activa en la medida en que ha recibido respuesta ajustada la necesidad de ser amado. La no respuesta reiterada a esta necesidad se convierte en una “losa” que aplasta, en mayor o menor medida, la propia capacidad de amar.
Eso significa que, en el presente, para caminar hacia la meta -madurez-, habremos de pasar por una estación intermedia, que nombramos como “autoestima”. Y aquí el equilibrio es delicado: si no pasamos por esa estación, corremos el riesgo de no lograr una madurez serena; pero si convertimos la estación en meta, quedaremos estancados en el narcisismo, incapaces de abrirnos a la alteridad.
Necesitaremos un trabajo psicológico que, curando nuestras heridas y sacándonos de nuestros disfuncionamientos, nos permita llegar a una sana autoestima -a la aceptación y valoración humilde y amorosa de nosotros mismos-, como camino hacia la madurez que nos permita vivir lo que somos. Una afectividad más integrada y armoniosa repercutirá en nuestro modo de vivir la fe. Pero, a su vez, una vivencia humilde, serena y gozosa de la fe, una vivencia anclada en la experiencia de ser en Dios Amor, acelerará y fortalecerá nuestro camino hacia la madurez.
La Unidad presentida
Un trabajo psicológico favorece el proceso de integración personal y el camino hacia la madurez. Favorece incluso la apertura a la dimensión de trascendencia, por aquello que decía Maslow: todo proceso de autorrealización que no se aborta conduce a la autotrascendencia. Pero la meta humana no consiste en lograr un “yo unificado” y armonioso en sus relaciones y en su tarea. No es poco. Ese yo unificado ha hecho un trabajo encomiable para llegar a habitar su propia casa y la más amplia casa del mundo. Ese yo unificado intuye, incluso, el Secreto último de lo Real, que llamamos Dios, y se ha abierto a una relación personal con Él.
Pero, paradójicos como somos, una vez habitada nuestra casa, nos vemos empujados a trascenderla. Al tiempo que vamos trabajando nuestro yo, vamos descubriendo que la conciencia sobrepasa las fronteras egóicas y que emerge una “nueva conciencia” que reconocemos como nuestra identidad más profunda. No somos ese “yo” encapsulado en las fronteras de nuestra piel; somos, más bien, la Conciencia sin límites que en ese “yo” se manifiesta. La psicología “reclama” a la espiritualidad, una espiritualidad que pueda dar razón de lo que es, más allá de las conceptualizaciones que sobre ello se hayan hecho.
Para explicarme, necesito volver a lo que apuntaba más arriba. Un Dios pensado no sólo se convierte automáticamente en un ser objetivado -un ídolo-, sino también en un ser separado. A partir de esa “separación” inicial, que no es sino simple producto de nuestra mente dualista, será difícil que las relaciones con Dios no se planteen, incluso inconscientemente, en clave de “rivalidad”: un ser separado frente a otros seres separados, cada uno de ellos con sus propias y específicas “esferas de intereses”, prontas a entrar en conflicto. De manera que, a partir de aquel engaño dualista inicial, no resultaría extraño que se desencadenara toda una serie de consecuencias nefastas, más o menos en esta línea: objetivación, dualismo, rivalidad, legalismo, alienación, rebeldía, resentimiento… Un esquema, por lo demás, que resulta sumamente familiar para nuestro inconsciente, porque no es sino un “calco” de lo que todo niño ha vivido en la relación con sus padres, como seres “separados” y “enfrentados”. De ahí, precisamente, la fuerza con la que un tal esquema de méritos y recompensas se ha arraigado en nuestra mente.
Pero volvamos a nuestro tema. Decía que donde hay pensamiento, hay separación. La razón es simple: no podemos pensar sin separar o delimitar, sin establecer “fronteras”. Instalados en un estado de conciencia racional-mental, no podemos referirnos a Dios sino en esa misma clave de separación. Y así lo hacemos en toda oración “reflexiva” o “afectiva”. Pero, antes o después, esa forma de oración resultará insatisfactoria, como han experimentado y enseñado todos los místicos.
En este sentido, resulta particularmente llamativo el testimonio de santa Teresa de Jesús, precisamente por su insistencia en el carácter “personalista” de la oración. Pocos místicos habrán insistido tanto en la oración como “diálogo”. Pues bien, en su obra de madurez, se ve llevada a expresar la Unidad experimentada, a través de imágenes tan atrevidas como elocuentes, imágenes que apuntan al carácter no-dual de lo Real:
“Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una... Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyito pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; O como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz” (7 Moradas 2,4,).
¿Qué significa todo esto? Es un paso notable que la vivencia de la fe y de la oración esté impregnada de afecto, porque tal vivencia apunta en la buena dirección: Dios es amor. Pero aquella vivencia no termina en lo relacional, a pesar de que la relacionalidad constituya nuestro modo habitual de vivirnos en el actual estado de conciencia. Porque mientras permanezcamos ahí, alimentaremos la idea de la separación. Se requiere ir más allá, en un movimiento que favorezca la transformación de la conciencia.
Y eso es lo que ocurre precisamente en cuanto vamos “más allá” del pensamiento. Nuestra conciencia egóica se ve trascendida y se manifiesta la Unidad sin costuras de lo real, donde nada se niega, pero donde todo se percibe de un modo nuevo.
Dado este paso, la afectividad ya no es un elemento que se “añadiría” a la fe. El amor mismo se manifiesta, se revela como la realidad que es y que constituye todo. El amor no es, en primer lugar, algo que recibo o algo que pongo; sencillamente, el amor es. Creer y orar, a partir de ahí, consiste sencillamente en dejarnos ser lo que en realidad somos, en la Unidad de Lo Que Es.
El sacerdote está llamado a ser “maestro espiritual”. De él se requiere que haya experimentado y pueda guiar en el camino hacia la Unidad, lo cual implica a su vez un trabajo nunca acabado de integración armoniosa entre fe y afectividad. Pero, en nuestro momento presente, a un maestro espiritual se le pide además que nos ayude a “despertar”, a salir de nuestra pequeña identidad egóica, de la ceguera e ignorancia de nuestro pequeño yo, para percibirnos como conciencia ilimitada en la Unidad de Lo Que Es. Una conciencia egóica ha de ser, necesariamente, egocéntrica. Y, aun con los mejores propósitos, todo lo que toque quedará impregnado de egocentrismo: en la economía, en el ocio, en la política… y en la religión. El ego no puede sino funcionar “egoístamente”. Y lo que parece claro es que ni la humanidad ni el planeta tendrán futuro si no se produce una transformación de la conciencia, si no pasamos de la conciencia egoica a otra unitaria, que percibe la interrelación y unidad de todo lo que existe. El cambio de conciencia es lo que propiciará el cambio de actitudes y de comportamientos. Y aquí es donde la fe tiene una tarea preciosa: la de favorecer la emergencia de esa “nueva conciencia”, a través de la práctica de la meditación. Gracias a esta práctica, es posible trascender el pensamiento y, con él, el propio yo, haciendo posible que emerja ese nuevo estado de conciencia, que nos permite “ver” la realidad en una verdad mayor que aquélla que obtenemos a través de la mente egoica. En lo que se alcanza a ver, el futuro de la vida en la tierra depende de este cambio de conciencia. Y éste, además de nuestro camino de felicidad, habrá de ser nuestro compromiso.
En-Ti
El creyente, también el sacerdote, se debate entre la intensidad del Anhelo y la pobreza de la palabra a la hora de expresarlo. Entre el atisbo de Lo que es, pleno y gozoso, y la “distancia” inevitable de la mente. Con todas las limitaciones de nuestra mente y de nuestro lenguaje, la búsqueda no cesa. De pronto, se nos regala…, se hace presente el sobrecogimiento, pero nos faltan palabras. Y, sin embargo, no podemos dejar de balbucearlo. ¿Cómo nombrarlo? ¿Cómo nombrarte?
Quiero terminar transcribiendo una oración que he publicado en otro lugar, pero que me permite, mejor que otra cosa, sintetizar lo que he querido exponer y hacerlo desde la perspectiva de la No-dualidad, hacia donde toda experiencia de fe conduce.
(Enrique Martínez Lozano)