EL MIEDO A QUEDARSE A SOLAS CON UNO MISMO (1ª parte)
En mi opinión, la vida se está escapando en cada momento.
¿O somos nosotros los que dejamos que se escape?
Demasiadas ocupaciones… ¿verdad?
¿O sería más acertado decir “demasiadas distracciones”?
Es curioso este modo habitual de actuar en el que no valoramos ni apreciamos la vida en todo su esplendor y grandeza… ni a nosotros mismos. Tal vez el sentido último de la vida sea aprender a convivir con uno mismo, a admirarse dentro de las propias limitaciones, a cuidarse, a llevar hasta el extremo el amor a los demás y, también y primordialmente, el amor propio…
Darnos cuenta de las cosas –que es el paso previo imprescindible para poder resolverlas después- requiere un tiempo de atenta observación -sin autoengaños y sin juicios-, y la posterior aceptación de lo que se descubra en esa observación. Aceptar no quiere decir gustar y conformarse, sólo es el reconocimiento y la no negación de la evidente realidad.
Esto de resolver el miedo a quedarse uno a solas consigo mismo acaba convirtiéndose en una tarea que se aplaza continuamente porque, en el fondo, intuimos que lo que hay en nuestro interior es incluso peor de lo que suponemos, presentimos lo vacía que está nuestra vida, y ese miedo a lo que pueda aparecer en el silencio de estar uno consigo a solas, sin nada que le distraiga, y eso de reflexionar sobre nuestros fracasos y frustraciones no nos resulta nada agradable.
Y no es porque no haya algo agradable que encontrar –que siempre lo hay-, sino que constantemente ponemos a la vista, en primer plano y destacado, lo que no nos gusta de nosotros.
Así de malvados somos.
Así de crueles y auto-destructivos.
Así de rematadamente injustos y rencorosos.
Así de incumplidores de ese mandamiento de amarse a uno mismo.
¡Cómo nos cuesta perdonarnos!
¡Y con qué facilidad somos crueles al seguir reprochándonos cosas del pasado con nuestra memoria de elefante para estas cosas!
Distingamos una cosa: no es lo mismo el miedo a la soledad que el miedo a quedarse a solas con uno mismo.
Los momentos de soledad son enriquecedores –imprescindibles, opino yo- y son muy útiles y necesarios cuando uno trata de conectar con su propia esencia, con su auténtica naturaleza, ya que el personaje que estamos viviendo continuamente relega a un segundo plano a la autenticidad que somos, y parece como si ésta se quedara rezagada esperando que alguien le venga a rescatar.
En los momentos en que estamos solos podemos llegar a sentirnos muy a gusto. Podemos estar oyendo música, leyendo un libro, viendo una película… aparentemente con la mente en blanco, descansando…
todo puede llegar a ir bien… si no se entromete nuestra mente –que a veces parece nuestra enemiga-, que es capaz, si estamos viendo una película, de hacernos notar que el protagonista sí tiene la vida que nosotros jamás tendremos; o que el personaje del libro sí que sabe desenvolverse en la vida y además ha encontrado el amor verdadero en su vida, etc. Las comparaciones se presentan a menudo en nuestra mente, y eso nos desconcierta.
Y si sólo nos vamos a quedar con la parte negativa de las comparaciones –que es cuando nos quedamos en el pensamiento irreal y depresivo de que el otro es más o está mejor- y no potenciamos lo positivo –el hecho de que si el otro lo ha conseguido uno también puede esforzarse y conseguirlo- entonces no es de extrañar que por un mecanismo de autodefensa tratemos de evitar los momentos de quedarnos a solas con nosotros mismos, para no meternos en un inventario personal que tiene muchos números rojos.
Compararse con los otros sólo es bueno si eso se convierte en una motivación que impulsa a mejorar, pero quedarse sólo en la desazón o la envidia por lo que el otro ha conseguido, se convierte en una pesada e incómoda carga con la que tenemos que seguir viviendo.
Por otra parte, tenemos la errónea tendencia a idealizar la vida de los otros que, sin duda, no es tan perfecta o idílica como aparenta o como imaginamos.
Y, sobre todo, que cada quien es cada quien. Y la vida se vive con las posibilidades personales, intelectuales, o sociales, que cada uno tiene en cada momento.
Evitarse continuamente a sí mismo, impedirse los momentos de estar a solas, o no propiciarlos, es una equivocación.
No tiene sentido tratar de estar evitándose continuamente.
Lo malo, y lo cierto, que tienen este tipo de huidas es que vayas donde vayas te encontrarás contigo mismo. Es así. Huir es inútil porque te seguirás a todos lados
No hay escondrijo en el que ocultarse. No hay posibilidad de negarse o de no reflejarse en el espejo.
Los pensamientos propios están con uno en todos los sitios, y los reproches, y los miedos… así como también están el amor, la posibilidad de aceptarse y de perdonar lo que hubiera pendiente, la opción de abrazarse, la reconciliación, la posibilidad de pasar el resto de la vida viviendo en armonía…
Quedarse a solas con uno mismo es un ejercicio de Amor Propio.
Es algo que debiera ser inaplazable y buscado, pero que, increíblemente, en un absurdo auto-engaño, aplazamos.
Antes o después -y es mejor que sea antes- ha de suceder la reconciliación incondicional con uno mismo; amarse a pesar de todos los pesares; comprenderse, aceptarse, acogerse en un abrazo con la promesa de que el resto de la vida será de otro modo más sereno y comprensivo.
Es imprescindible la reconciliación. Hacer cuanto sea necesario para que estar a solas sea grato, sea un placer, sea algo que busquemos con la mayor asiduidad posible para disfrutarlo, y que no sea el momento que se aprovecha para auto-reprocharse, para echarse en cara asuntos atrasados, o para permanecer callado y enojado en una actitud intransigente mostrando animadversión donde debiera haber júbilo.
Porque… ¿para qué sirve seguir en esa doliente y desagradable actitud de auto-enfrentamiento?
¿Qué aporta que sea beneficioso o conveniente?
¿Hay algo más absurdo que la hostilidad contra la única persona que ha permanecido contigo en todo instante y te va a acompañar hasta el final, o sea, tú?
Y si eres una de esas personas… ¿No te apena?
Sería bueno exigirse cada día un momento de calma, y cumplirlo; un momento –todo lo amplio que sea posible- en el que uno sea el único protagonista; un momento para decir “Soy yo”, o “Estoy aquí y ahora”, o “Soy el principal motivo de mi vida”… cualquier cosa que a uno le sirva para reconectar con quien es de verdad.
Si uno insiste en eso, y lo hace sin prejuicios, con el corazón y los brazos abiertos, y con una sonrisa acogedora –que son condiciones indispensables-, será cada vez más gratificante y buscado el encuentro.
La soledad, y estar a solas con uno mismo, desde ese prisma, serán bálsamos para el alma y un agradable destino en los que pasar un rato con el Yo –lejos del yo-, sintiendo la cercanía cada vez más próxima del Ser Completo.
Te dejo con tus reflexiones...