¿SABES DISCUTIR? (SI ES QUE HAY QUE DISCUTIR...)
Todos hemos discutido en alguna ocasión, pero… ¿te has preguntado alguna vez por qué has discutido?, ¿qué había detrás del acaloramiento de la discusión?, ¿qué es lo que realmente pretendías o buscabas con la discusión?
Sólo el uno por ciento de las personas puede responder acertada y sinceramente a estas preguntas. ¿Y tú?, ¿estás en el uno o estás en el noventa y nueve por ciento?
Detrás de cada discusión suelen estar uno de estos dos objetivos: encontrar la verdad o averiguar quién tenía razón.
Si el objetivo sincero de ambos contendientes es encontrar la verdad, determinar quién tenía razón carece de importancia. Se impone la búsqueda y el encuentro de la verdad por encima de quién la tenga.
Pero si el objetivo, que puede estar muy oculto, es saber quién gana la discusión, entonces es la verdad la que carece de importancia.
En el segundo caso, los dos van a salir perdedores, porque lo van a convertir en una batalla de poder: las agresiones verbales, las descalificaciones, e incluso los malos tratos, van a aflorar porque ambos se lo van a tomar de un modo demasiado personal: ya no se trata de valorar la diferencia entre dos opiniones o puntos de vista distintos que aportan sus versiones del asunto, sino que es una guerra personal de poder y de egos.
Recuerda que el poder, a veces, no es más que debilidad disfrazada de fuerza.
A ninguno de los dos le va a quedar una buena sensación.
Ni siquiera al que se considere ganador.
Y además va a quedar afectada la relación con el otro a partir de entonces, al darse cuenta de que su orgullo de gallito de pelea ha prevalecido sobre el humano que es. No compensa el triunfo de una batalla verbal donde, en la mayoría de las ocasiones, y siempre según cada punto de vista, ambos tienen “su” razón.
Estas discusiones, a veces tan hostiles, esconden el miedo de la impotencia, el miedo de la indefensión, el miedo de no tener razón y no considerarse válido por ello, el miedo al error y a no saber imponerse –aunque sea por la tremenda-, el miedo a considerar al otro como “más” y a uno mismo como “menos”. De ahí que en muchas ocasiones se siga defendiendo la postura propia aún cuando se esté viendo con claridad que el otro también tiene razón: toda, o una gran parte de ella.
La discusión, en el sentido alterado de la misma, es evitable si se plantea como un intercambio desapasionado de opiniones. Uno expone la suya mientras el otro la escucha respetuosamente, y viceversa. Así, ambos buscan la verdad –que es todos y de nadie-, y no al que la tiene de su lado en ese momento. Ambos trabajan en la misma dirección, hacia el mismo objetivo, y para ello aúnan sus esfuerzos.
Según el diccionario, discutir es: “examinar atenta y particularmente una materia”, pero el planteamiento de las discusiones casi nunca es el adecuado, que sería, más o menos: “dime cuál es tu idea, lo que piensas, que yo voy a escucharte sin sentir que menosprecias la mía, y voy a compararla objetivamente con la que yo tengo, con la intención de afinarla, enriquecerla, cambiarla, o llenarla de verdad”.
La mayoría de las veces no nos interesan las ideas del otro –que, a nuestro entender, vive en un pozo de confusión y errores-, sino que sólo pretendemos imponerle las nuestras, de un modo despótico y totalitarista.
No te creas ese concepto que tienes de ti de que eres un sabio omnisciente que lo conoces todo y no te equivocas nunca… o ya te estarás equivocando.
Antes de ponerte a discutir compulsivamente, escuchar es más importante que hablar. La empatía es una buena aliada. Ponerte en el lugar del otro, pero sin perder la conciencia de ti mismo, ayuda a comprender sus sentimientos. Así podrás valorar más y mejor lo que te quiere transmitir. Sabrás lo que le pasa y lo que defiende.
Cuando el otro tiene confianza –porque se la hemos permitido- no tiene necesidad de defenderse, ni de protegerse, y se expresará de un modo más sincero y natural.
Escuchar es conceder un espacio de libertad al otro para que se exprese.
La escucha no consiste en “no hacer nada”, sino en permitir que la persona escuchada se sienta respetada y aceptada en su exposición. Que sienta que le prestas atención y tratas de comprenderla. Eso mejorará la autoestima del otro.
Y recuerda que para los demás eres “el otro”. Ya sabes: “Hazle al otro lo que te gustaría que te hicieran a ti”.
Esto es lo que dicen los psicólogos: cuando dos personas hablan entre sí, son seis seres los que hablan:
1 – El que uno cree que es.
2 – El que uno es.
3 – El que uno cree que el otro es.
4 – El que el otro cree que uno es.
5 – El que el otro cree que es.
6 – El que el otro es.
Decía Jung que cuando la discusión entre dos personas se torna emocional, habría que tener el valor de interrumpirla inmediatamente.
Es inútil continuar porque ya no se sabe lo que se dice. El inconsciente no obedece al consciente, cobra protagonismo tomando el mando, y uno se convierte en víctima de sus emociones.
Antes de la próxima discusión, pregúntate cuál es tu auténtico objetivo, averigua si merece la pena discutir por ello, y, si sigues adelante, no pierdas de vista el objetivo de la discusión.