En muchas ocasiones no sabemos lo que nos pasa.
Es solamente una sensación. Es difusa. No encontramos el motivo para sentirnos de ese modo, no se puede definir, ni saber dónde se ha producido, ni por qué, ni para qué, pero nos sentimos extraños y eso nos inquieta.
Generalmente, ese lo que nos pasa aparece sin que nos demos cuenta.
De pronto, nos sentimos así, o, de pronto, nos damos cuenta de que nos sentimos así.
Quienes nos conocen se dan cuenta de que estamos extraños, y lo preguntan, pero no somos capaces de razonarlo.
Si quien nos lo pregunta hubiera pasado por la misma situación, evitaría la pregunta, porque sabe que la única respuesta cierta es “no lo sé”.
“Déjame, ya se me pasará” es una de las respuestas habituales en estos casos. Y confiamos en que se nos pasará.
Casi no nos queda otro remedio, porque la respuesta buena, la auténtica, nos obligaría a un ejercicio de introspección, y eso, la verdad, no siempre es agradable porque obliga a sacar a la luz cosas que preferimos no ver, y es más cómodo vivir en la mentira de la ignorancia.
Ojos que no ven, corazón que no siente.
Si la situación perdura, buscamos vacuidades y distracciones como refugio en el que quedar a salvo de la insistencia de esa inquietud, ese lo que nos pasa, que se ha manifestado, precisamente, reclamando nuestra atención.
Pocas veces lo que nos pasa es que una alegría imborrable que nos ocupa enteros. Lo que nos pasa, habitualmente, se manifiesta como una seriedad y tristeza sin razón aparente.
¿Es nuestro ser interior manifestando su desacuerdo con nuestra vida?
¿Es algo que hemos reprimido ya mil veces y se empeña en que, por fin, se le preste atención?
No lo sabemos.
O no lo queremos saber.
O no nos atrevemos a preguntárnoslo.
Lo que nos pasa es que algo dentro de nosotros, y sin saber ponerle palabras o decirlo de un modo claro, se está manifestando para que tomemos conciencia, para que le prestemos –nos prestemos- atención.
O lo que nos pasa es que algo se está gestando, está requiriendo que le dediquemos nuestra atención, que paremos el modo de ser actual o que cambiemos lo habitual.
Es una llamada de atención, es una reclamación de vigilancia, de cuidado, de observación.
Hay que parar.
Hay que atender, observar, ver, comprender.
No hay que huir, olvidar, rechazar, negar.
Hay que preguntar, pero no a la mente y con la mente, sino al corazón.
¿Qué te pasa, corazón?
Y no desde la curiosidad o el malestar, sino desde el amor.
Hay que agradecer el toque, la señal, el aviso.
Parar nuestro mundo distraído.
Hay una disconformidad manifiesta, una inquietud o intranquilidad, una insatisfacción, un grito de alarma… y hay que resolver ese asunto porque es “nuestro” asunto, y porque somos los inmediatos damnificados, y los beneficiados cuando lo hayamos resuelto.
El alma nos deja divagar y distraernos en lo mundano, como si fuéramos eternos niños jugando perpetuamente, pero siente cuándo se tiene que poner seria y recordarnos que el sentido de la vida es disfrutar y responsabilizarse, pero a partes iguales, y cuando la balanza se inclina hacia la desatención y, lógicamente, se desequilibra, una señal de alarma salta y nos sugiere una revisión serena y sincera, para averiguar qué nos está inquietando de verdad, qué nos estamos reclamando, qué tenemos que sanar, y tenemos que hacerlo para poder saber, de verdad, qué es lo que nos pasa.