Uno de los peligros de la religión, de la religiosidad, quizás el más grave, es el fanatismo.
El fanatismo obnubila la razón haciendo creer que uno está en conocimiento y posesión de la Verdad Absoluta, de la Religión Auténtica, del Camino Directo a Dios, de un Poder Especial, y por eso se cree en el derecho y el deber de desacreditar las demás, y se siente con el poder indiscutible de poder descalificarlas y arrasarlas para que sobreviva la propia.
El caso es que cualquiera que profese otra religión distinta de la tuya, opina prácticamente lo mismo.
¿Y si ninguna está confundida?
¿Y si todas tienen grandes porciones de verdad?
Si todos tenemos una idea similar con respecto a la existencia de Algo Superior, ¿por qué nos peleamos porque otros nombran a la misma cosa con otro nombre distinto?
El nombre no cambia a la cosa.
La cosa Es.
Ni los adjetivos ni las definiciones conforman la cosa, que ya tiene esencia y existencia antes de nombrarla.
Frases del estilo de “Todos somos hijos del mismo Dios”, “Todos somos hermanos”, “Yo Soy el que Soy”, etc… deberían hacer reflexionar a los fanáticos y desmontarles de su error.
Un distintivo de la religiosidad debiera ser la comprensión (de que partimos todos de un principio de buena voluntad), la aceptación (de que cada uno actúa del modo que cree apropiado), la oración (pedir a tu Dios que se apiade de él, por si es que estuviera equivocado), el amor al prójimo (en ningún momento dice Dios que son una excepción los que profesan otras religiones), y la bondad (haz bien y no mires a quién).
El fanatismo no sólo no aporta nada bueno, ni enriquecedor, ni útil, sino que impide el ejercicio de cualquiera de los puntos que acabas de ver.