SABER COMUNICARSE: ESTRUCTURA DE LA COMUNICACIÓN
Los mínimos elementos que se requieren para que se dé un acto de comunicación son un emisor, un canal, un mensaje (verbal o no verbal) y un receptor del mismo. Todos nosotros nos pasamos el tiempo siendo emisores en un elevado porcentaje, pero simultáneamente somos receptores de los mensajes de otros, por lo que, al intentar comunicarnos, nos conviene saber cómo ser buenos emisores, buenos receptores y saber enviar mensajes que lleguen a su destino, pues mientras el mensaje no llegue y sea recibido no queda realmente constituido el acto de comunicación.
El emisor ha de procurar tener varios cuidados, pues todo lo que haga es susceptible de afectar al receptor y, por tanto, de recibir una respuesta deseada o indeseable.
Dada la importancia que tienen las impresiones que causamos y en especial la primera impresión, se habrá de procurar que ésta sea la mayor parte de las veces positiva, favorable o al menos favorable al fin que pretendernos. Una mala impresión puede dar al traste con una incipiente relación o abortarla, sobre todo cuando se trata de relaciones nuevas o primeros contactos. Pero también con las personas que ya conocemos y con las que nos seguimos tratando deberíamos cuidar todos los impactos e impresiones que causamos, porque incluso relaciones de años pueden verse truncadas por una actuación inadecuada. Dado que la comunicación es una criatura frágil, todo lo que sea susceptible de alterarla seriamente o matarla debe ser tenido muy en consideración para evitar tales perjuicios.
SABER COMUNICARSE: EL MENSAJE
Casi todo lo que hace el emisor constituye un mensaje para el receptor. No sólo es mensaje aquello que decimos, pues no todo mensaje está constituido por palabras.
Los mensajes pueden ser verbales, siendo en este caso las palabras el verdadero protagonista, pero los no verbales, constituidos por los gestos, movimientos, voz, mirada y todo lo que expresemos con el cuerpo, también están cargados de significado. Es decir, que todo lo que decimos o hacemos implica un significado para quienes nos tratan, nos ven o nos escuchan.
Afortunadamente, el ser humano cuenta con las palabras y, por ello, la forma más específica que tiene de comunicarse es echando mano de ellas, pero el lenguaje verbal no supone el cien por cien de la comunicación, sino más bien el cincuenta por ciento para algunos autores.
Hay que cuidar las palabras que usamos porque no vale todo: cuanta más precisión se dé en la elección, mayor garantía hay de que se nos entienda, y así y todo se producen frecuentemente muchos errores de comunicación y malentendidos. «Palabra y piedra suelta no tienen vuelta», reza un viejo refrán, por lo que hay que escoger bien las palabras, en especial en ciertas circunstancias. Saber comunicarse implica saber utilizar el lenguaje con propiedad y con adecuación al receptor y al momento en que éste se encuentre. A veces decimos cosas de las que nos arrepentimos en cuanto nos damos cuenta del mal efecto que han causado, del daño que se ha derivado; otras veces acertamos plenamente y alguien nos recuerda la huella que alguna expresión dejó en su memoria. Por tanto, ya estemos ante un auditorio, ante un cliente, un amigo o un familiar, lo que decimos tiene importancia siempre.
SABER COMUNICARSE: EL LENGUAJE NO VERBAL
Si usted hojea algunos libros sobre este tema se encontrará con que, cuando hablan del lenguaje no verbal, se refieren a los gestos del cuerpo, a la mirada, al contacto, a los movimientos que hacemos o a la proximidad o lejanía de nuestro cuerpo y el del interlocutor. Todo ello es cierto, dependiendo de cómo miremos al otro o de los gestos que hagamos con nuestro rostro, de cómo nos sentemos o coloquemos a su lado y de la orientación que tengamos hacia él (si es frontal, o le damos la espalda, o nos ponemos de lado), así se sentirá y así reaccionará.
Aunque existe un acuerdo unánime en que este lenguaje no verbal está constituido por la expresión del cuerpo, hay mensajes constituidos por actos donde no interviene ni la palabra, ni el gesto, ni la voz, etcétera, y podemos considerarlos como un lenguaje que transporta significado para el otro. Hay miles de actos no catalogados como palabras ni gestos que hablan por sí mismos y poseen una fuerza de influencia poderosa. Inexplicablemente, esto no se encuentra en los libros de comunicación y, sin embargo, tiene gran importancia.
¿Qué pasa cuando alguien que usted conoce y que está en la otra punta de la barra de una cafetería paga su consumición sin decirle una sola palabra? ¿Qué ocurre si alguien que va conduciendo en otro coche le pita reiteradamente o le cierra el paso bruscamente o se pica con usted en la velocidad? ¿Qué está comunicando una persona que se sienta a tu mesa y empieza a comer antes que nadie o se sirve él mismo y no a los demás o si al comer hace ruido o habla con la boca llena o no guarda las mínimas normas de protocolo? ¿Qué lenguaje utilizamos cuando dejamos aparcado nuestro coche delante de un vado permanente o en doble fila, dejando encerrado a otro coche e impidiendo que salga? Eso es lenguaje no verbal, son acciones donde no media la palabra, pero que tienen un significado, que indica que el otro no nos cae bien, no nos importa, no nos respeta o no nos tiene en cuenta. Y si mandamos un ramo de flores o un regalo cualquiera, ¿no nos estamos comunicando sin palabras? Nuestra vida está plagada de mensajes no verbales, de acciones que significan algo.
Pero también las omisiones tienen significado. No acudir al funeral de un conocido, no hacer ni caso e ignorar a una persona en una conversación, no contar con otro para tomar una decisión aunque le afecte, son varios ejemplos de la importancia que la comunicación por omisión de actos tiene para el interlocutor o receptor de quien se trate.
Por tanto, en cuanto emisores, hemos de saber que cualquier cosa que decimos, hacemos o no hacemos tiene una influencia en nuestra comunicación con el otro... y el otro reaccionará en consonancia.
SABER COMUNICARSE: CONOCER AL RECEPTOR
Saber comunicarse es saber encajar o ajustar nuestro mensaje a quien lo recibe para que la respuesta sea la deseada, pero este resultado no se consigue automáticamente. Es preciso hacer un esfuerzo por conocer al receptor: quién es, cómo se comporta, en qué estado se encuentra, cómo piensa... y sólo en la medida en que disponemos de tal conocimiento pueden darse probabilidades de éxito en la comunicación. Hablar o actuar sin disponer de un conocimiento adecuado puede conducir al acierto, pero heurísticamente, no logarítmicamente, es decir, no con probabilidades de éxito.
Al intentar conocer al receptor uno puede tratar de clasificarlo por sus rasgos en alguna de las categorías que algunas teorías manejan, y esto es perfectamente válido y bastante preciso. Si se descubre que el receptor es, por ejemplo, una persona «orientada a la gente», que le importan mucho las personas, lo que opinen de él, lo que les suceda, el aprecio que le pueden demostrar, etcétera, los mensajes que se le manden no pueden ser del mismo estilo que los que se le manden a una persona «orientada a las tareas», para quien las cosas, los proyectos, los resultados, las obras, los procesos, las ideas, etcétera, sean lo más relevante. Conocer el estilo de las personas ayuda a que la comunicación sea más eficaz.
Pero el emisor, que no conoce esas teorías clasificatorias, puede basarse simplemente en sus observaciones personales, en lo que ve y en lo que, sin clasificar al receptor, le aporten datos importantes sobre su persona, estilo y estado personal, y le permitan realizar el ajuste adecuado.
Sea lo que fuere, el caso es que el emisor debería realizar constantemente una adaptación de sus mensajes a quien los recibe para asegurarse de que la reacción es la esperada. Sorprende, sin embargo, constatar cómo en la vida ordinaria somos capaces de irnos adaptando al terreno que pisamos o por el que conducimos, y en cambio se echa en falta una escasez de adaptación cuando de comunicarnos o relacionarnos con otro se trata. En esos casos lo que hacemos más bien es emitir nuestros mensajes según el impulso bajo el que nos encontramos, según nos apetece o según lo que por intuición nos parece que hemos de responder. Hay quien ni se fija ni escucha atentamente, y se lanza en función de su propio objetivo, su afán de desahogo o su intuición, no siempre suficientemente apoyada y justificada.