LA PARABOLA DEL CARRUAJE II
Integrados como un todo, mi carruaje, los caballos, el cochero y yo (como me enseñaron a llamarme pasajero), recorrimos con cierto trabajo el primer tramo del camino. A medida que avanzaba cambiaba el entorno: por momentos árido y desolado, por momentos florido y confortante, cambiaban las condiciones climáticas y el grado de dificultad del sendero: a veces suave y llano, otras áspero y empinado, otras resbaladizo y en pendiente, cambiaban, por fin, mis condiciones anímicas: aquí sereno y optimista, antes triste y cansado, mas allá fastidioso y enojado. Ahora, al final de este tramo, siento que en realidad los únicos cambios importantes eran estos últimos, los internos, como si los de afuera dependieran de éstos o simplemente no existieran.
Detenido por un momento a contemplar las huellas dejadas atrás, me siento satisfecho orgulloso, para bien y para mal, mis triunfos y mis frustraciones me pertenecen. Sé que una nueva etapa me espera, pero no ignoro que podría dejar que me esperara para siempre sin siquiera sentirme un poco culpable. Nada me obliga a seguir adelante, nada que no sea mi propio deseo de hacerlo.
Miro hacia delante. El sendero me resulta atractivamente invitante. Desde el comienzo veo que el trayecto está lleno de colores infinitos y formas nuevas que despiertan mi curiosidad. Mi intuición me dice que también debe estar lleno de peligros y dificultades pero eso no me frena, ya sé que cuento con todos mis recursos y que con ellos será suficiente para enfrentar cada peligro y traspasar cada dificultad. Por otro parte, he aprendido definitivamente que soy vulnerable, pero no frágil.
Sumido en un diálogo interno, casi ni me doy cuenta de que he empezado a recorrerlo. Disfruto mansamente del paisaje... y él, se diría, disfruta de mi paso, a juzgar por su decisión de volverse a cada instante más hermoso. De pronto, a mi izquierda, por un sendero paralelo al que recorro, percibo una sombra que se mueve por detrás de unos matorrales. Presto atención. Más adelante, en un claro, veo que es otro carruaje que por su camino avanza en mi misma dirección. Me sobresalta su belleza: la madera oscura, los bronces brillantes, las ruedas majestuosas, la suavidad de sus formas torneadas y armónicas...
Me doy cuenta de que estoy deslumbrado.
Le pido al cochero que acelere la marcha para ponernos a la par. Los caballos corcovean y desatan el trote. Sin que nadie lo indique, ellos solos van acercando el carruaje al borde izquierdo como para acortar distancias. El carruaje vecino también es tirado por dos caballos y también tiene un cochero llevando las riendas. Sus caballos y los míos acompasan sus trote espontáneamente, como si fueran una sola cuadrilla. Los cocheros parecen haber encontrado un buen momento para descansar porque ambos acaban de acomodarse en el pescante y con la mirada perdida sostienen relajadamente las riendas dejando que el camino nos lleve.
Estoy tan encantado con la situación que solamente un largo rato después descubro que el otro carruaje también lleva un pasajero. No es que pensara que no lo llevaba, sólo que no lo había visto. Ahora lo descubro y lo miro. Veo que él también me está mirando. Como manera de hacerle saber mi alegría le sonrío y él, desde su ventana, me saluda animadamente con la mano. Devuelvo el saludo y me animo a susurrarle un tímido “Hola”. Misteriosamente, o quizás no tanto, él escucha y contesta:
- Hola. ¿Vas hacia allá?
- Sí – contesto con una sorprendente (para mi mismo) alegría - ¿Vamos juntos?
- Claro – me dice - , vamos.
Yo respiro profundo y me siento satisfecho.
En todo el camino recorrido no había encontrado nunca a un compañero de ruta.
Me siento feliz sin saber por qué y, lo más interesante, sin ningún interés especial en saberlo.
(Ya saben de quién es...)