“La principal razón por la que las personas no son felices es porque se complacen insanamente en el sufrimiento”, dijo el Maestro.
Y contó cómo, viajando él cierta noche en la litera superior de un vagón de ferrocarril, le era imposible conciliar el sueño, porque en la litera inferior había una mujer que no dejaba de gemir: “¡Qué sed tengo, Dios mío, qué sed tengo…!”
Una y otra vez se oía aquella lastimera voz, hasta que, finalmente, el Maestro descendió sigilosamente por la escalerilla, salió del departamento, recorrió todo el pasillo del vagón hasta llegar a los servicios, llenó con agua dos grandes vasos de papel, regresó con ellos y se los dio a la atormentada mujer:
“¡Aquí tiene, señora, agua!”
“Muchas gracias, señor, Dios le bendiga”.
El Maestro volvió a su litera, se acomodó en ella… y a punto estaba de conciliar el sueño cuando, de pronto, oyó de nuevo la lastimera voz: “¡Qué sed tenía, Dios mío, qué sed tenía…!”
(Del libro un minuto para el absurdo, de Tony de Mello)