Al mes de intentar rozar el nirvana en la posición del loto, se desprendió de mi cuerpo una criatura redonda, de color gris oscuro y deforme, la observé detenidamente, tenía mucho miedo y cansancio, respiraba agitadamente, casi sin aire en los pulmones. Esa entidad se me había enroscado en mis huesos succionando la pasión que circulaba por mis venas. Correr no era la solución y antes de entrar en pánico, la envolví en una burbuja de energía repitiendo conjuros conocidos e inventados que fueron de gran efectividad. La vi desaparecer y experimente una sensación de alivio y libertad.
Le comenté a la Loky, mi amiga de toda la vida, que estaba decidida a sanarme del pasado, un pasado que solo tenía en dolorosas sensaciones. Fue ella quien me recordó un episodio que me costó mucho tiempo asimilar como propio. A los diecinueve años no dormía, mis ojeras delataban el cansancio en el rostro, entré a su casa y me preguntó que me pasaba. No duermo, le respondí. Mamá está en la cocina en la noche y me da miedo dormir, escucho como mueve los cuchillos en el cajón del servicio y cuando hay silencio espero con la guata apretada que entre a mi pieza y me mate. La miré largos segundos sin poder creer la historia que me contaba. Ella quedó traumada cuando le relaté lo que para mí era el pan de cada. De las pocas cosas que recuerdo como hechos concretos, tenía unos doce o trece años, era de noche y estaba profundamente dormida en mi cama. De un segundo a otro desperté sobresaltada al sentir como arrancaban las frazadas que me cubrían para darme con la correa varias veces en el cuerpo, veía a mamá descontrolada golpearme con furia mientras mi papá observaba en la puerta. Nunca supe ni siquiera sospechaba la causa o el error que me hacía recibir ese castigo, por lo que me dormía mucho tiempo después cansada de llorar, con una impotencia que ya era mi costumbre sentir. Fue por un par de esos episodios y por la rutina basada en el maltrato emocional que no dormía cuando sospechaba algún inminente peligro. Pero la memoria utiliza recursos para protegernos. Cuando la Loky me lo contó, esa historia era totalmente ajena a mí, era imposible que me hubiese sucedido. Si otra persona me lo cuenta, no lo creo, pero ella siempre ha sido una mujer sólida, sana y consciente, ha estado conmigo la vida entera, y ha sido mi amiga incondicional cuando mas necesité cariño y con tensión.
Desde el silencio comencé una nueva relación con la persona que se reflejaba en mi espejo, me veía tan distinta a como el resto me percibía, incluso quienes más me conocían sentían cariño y admiración por mi tranquilidad y dulzura, sin saber que muchas veces fingía esa calma y felicidad. Saqué cada una de las mascaras que me ayudaron a sobrevivir en esta realidad y así pude saber quién era en verdad esa mujer del espejo, con la que tenía una relación más basada en el odio que en el amor. A la par, estudié uno de los textos sagrados más importantes en la transformación de mi vida y mi conciencia, El Poder del Ahora, libro de un escritor alemán, de aspecto inocente e inofensivo del cual se desprende un halo de bondad. El me señaló un camino que solo yo podía recorrer, y haciendo uso de una voluntad que nunca antes había desarrollado, dirigí mis pasos en la búsqueda de mi esencia, mi cordura y mi madurez emocional y espiritual.
Para abrir la puerta del ahora, constantemente me preguntaba: ¿Qué siento ahora?. Casi siempre hervía en emociones confusas, estaba impaciente, nerviosa, con miedo, cansada, rabiosa, pero no permitía que mi mente empatara con esas emociones, observaba a la distancia precisa para no caer en la trampa de esas emociones que me habitaban, y así no permitir que mi mente justificara sus existencias. Solo observaba. De tanto observar como mi mente creaba la realidad, desnudé la creencia que se suponía me salvaría de la perdición: esperaba que algo de importancia sucediera en mi vida para alcanzar la paz. Creaba fantasías que me mantenían en la luna, esperaba un príncipe azul perfecto, exitoso, perfumado y musculoso que con su ciego amor hacia mí, me haría flotar en el aire, dejaría todo botado, familia e hijos y me iría con él a un paraíso inventado, en donde por arte de magia se desaparecerían todos mis males. O como opción a ese sueño rosa, ganarme un premio millonario el que me ayudaría a comprar el autoestima que nunca tuve. Vivía en las nubes y el pasado aún me pesaba en los músculos, arrastraba un ancla de buque, y mi mente se negaba a admitir lo que no debió suceder. Mi vida era un desastre y era más fácil culpar al pasado que hacerme cargo de mi desgracia actual, o inventar un futuro, en el que seguro era millonaria y tenía la salvación.
Comencé a centrarme en el minuto en que respiraba, me dolía el cuerpo y era adicta a los relajantes musculares y marihuana, hasta que decidí cerrar la boca prometiendo nunca más volver a tomar una pastilla ni fumar hierbas que me nublaran la razón. Cuando no daba más por las contracturas, me encerraba en el baño, daba el agua de la ducha con el agua hirviendo golpeando mi cuerpo para que derritiera el dolor y lloraba desesperadamente exorcizando las palabras del pasado que retumbaban en mi agónico cuerpo como si me las estuviesen diciendo en ese instante. Esas palabras tenían vida propia en mi mente y utilizaban su poder para herirme y torturarme sin tregua ni pausa. Cuando lograba salir del agua me alargaba como un gato sin dejar un solo músculo sin estirar, muchas veces sufriendo calambres que me dejaban en el suelo sin respiración. Luego tomé medidas con respecto a mi inclinación a lo tremebundo, desde mi conciencia y no desde mi mente enferma dejé de tener miedo primero en lo doméstico. Respiraba hondo cada vez que sonaba el teléfono para aquietar los latidos acelerados de mi corazón, el ruido de ese aparato era la señal definitiva que alguien cercano había muerto dramáticamente. Al oír encender el motor de un auto, dejé de esperar sin aliento la explosión que lo haría volar por el aire salpicando fierros y sangre, y se me fue el trauma de ver un cuchillo, el que siempre imaginaba atravesándome la piel. Cuando le comenté de esos miedos a mi marido, me miró dos segundos y me dijo que no me preocupara, iba a comprar una camisa de fuerza para cuando fuera necesario utilizarla.
No pasó mucho tiempo, ya no recuerdo cuánto, un mes o dos antes de sentir los efectos del silencio y de la conciencia expandida. Una mañana de primavera, caminaba por patronato con la Loky, ella hablaba poniéndome al día en los temas de su vida, cruzamos una calle rodeadas de gente en esa chimuchina que es ese barrio de comerciantes árabes y chinos con sus tiendas repletas de trapos y ofertas. De repente me llamó la atención mi respiración, un soplo de aire fresco entró fácil y fluido por mi tráquea pasando como una caricia por mi corazón, llegando a mis pulmones expandiéndolos en toda su magnitud. Su conversación de repente me pareció muy interesante aunque no era nada trascendental, mis oídos escuchaban alertas y curiosos sus palabras y al mirar el entorno, los colores de las personas y de las tiendas se inundaban de intensos y nítidos colores. Nada existía más que ese momento, mis sentidos despertaron de un largo sopor y mi mente no estaba inventando una tragedia o una fantasía. Me habitó completamente una profunda paz y alegría de ser, estar, sentir, oler y ver. Ese satori duró cinco minutos, tiempo suficiente para que no lo olvidara y nunca más abandonase las prácticas que me daban de probar la verdadera libertad de la existencia y la revelación de una paz que no es de este mundo.
A los 32 años estuve por última vez con mi mamá. Estaba en un hospital al lado de la cordillera, sus pulmones eran pequeñas y duras pelotas, sin espacio ni voluntad para el intercambio de oxígeno. Sus órganos fueron desplazados de su lugar por bolsas repletas de virus y bacterias que crecían a su antojo, verdaderas bombas racimo a punto de estallar y extinguir su vida. Tenía su piel pálida, arrugada, pegada a los huesos y pesaba pocos kilos. Nada quedaba de la robusta mujer que me acompaño en la infancia. Sus órganos no tenían fuerzas ni ganas de seguir en sus funciones, secuela de una enfermedad que no permitía a la sangre regar su cuerpo; ese fluido vital bombeado por el corazón, sede del amor y la pasión que jamás conoció, se negaba a recorrerla. Los médicos intentaban darle una nueva oportunidad de vivir inyectándole a través de mangueras líquidos nutritivos e introduciendo tubos en su garganta para que entrara oxigeno a la fuerza en sus pulmones, practica dolorosa que la hacía llorar a gritos, suplicando que pararan. Yo solo podía esperar tras la puerta para poder darle algo de consuelo cuando terminaran de intentar salvarla.
Solo a mi me permitían estar en ese recinto militar cuando ya las visitas habían sido sacadas hacía horas del lugar, el médico jefe del centro hospitalario es un muy buen amigo, y las enfermeras me reconocían porque siempre me veían a toda hora atendiendo las necesidades de esa mujer, sin hacerme comentarios porque sabían que nos quedaba muy poco tiempo para estar juntas.
Una noche muy tarde, al colocar mi mano en la puerta para salir de su habitación me inmovilicé y di la vuelta para mirarla, ella tenía sus ojos clavados en mi y con una sonrisa que nunca antes me había regalado, me dijo: “Tienes que ser feliz”. Le sonreí diciéndole que ya lo era, pero no me dejó terminar y me exigió: “Sea como sea, tienes que ser feliz”. Asentí con la cabeza y me fui. Esa noche entró a la antesala de la muerte en un sueño profundo, sin vuelta y sin dolor. Al otro día, antes de desprenderse de la vida y despedirse de su cuerpo, le sostuve la mano y pude ser testigo de ese misterioso tránsito en que todos nuestros errores son olvidados y perdonados. Por algunos segundos salió de su profundo sueño y abriendo los ojos los fijó en alguien que yo no era capaz de ver, estaba a unos centímetros de su rostro iluminando su mirada. No sé si escuchaba a los que estábamos en este mundo, pero mientras me despedía casi sin poder hablar ni contener las lágrimas sus facciones se llenaron de dulzura, regalándome su última imagen repleta de belleza y paz, dejándome la certeza de que estaba en muy buenas manos en ese misterioso reino de ángeles, espíritus y eternidad.
Dicen que la infancia es reflejo de las vidas pasadas, si es así, cumplí una larga condena por crímenes que no recuerdo. Por mucho tiempo estuve presa en una rabia sorda, impregnando y enfermando mis músculos, huesos y sangre, salpicando de ira y resentimiento a mi presente y a quienes me rodeaban con un pasado que ya había dejado de existir, pero que me rondaba como un fantasma falseando los datos de la realidad. Mi excepcional ignorancia acerca de la vida, junto al poder de mi imaginación no permitían que diera los pasos a la adultez emocional, ni espiritual.
No había podido perdonar a mi madre de su legado. Solo el silencio y mi presencia me ayudaron a calmar la furia heredada, espantar los demonios, sanar las heridas y perdonar con todo mi ser. Fue así que dejé de mirarme el ombligo abandonando para siempre el papel de víctima y le abrí paso a mi espíritu ausente por tantos años. Nunca fue personal, y el odio es un sentimiento muy personal, lo alimentamos o lo transformamos, esa decisión es trascendental y solo se puede realizar en el momento en que inhalamos la vida, ahora.
Ya no llamo a dios en el viento, porque puedo sentirlo en mi interior. Fui mutando a otra especie de ser humano, deje de ser puros reflejos, impulsos, temores y nervios, algo se ablandó en mi pecho y surgió un nuevo sentimiento que me nutre y abarca a los demás. Las personas nos parecemos mucho, más allá de las apariencias, las historias se repiten con muy pocos cambios. Los sentimientos no distinguen razas, idiomas, ni geografía. Nos reímos y lloramos por las mismas cosas. Y a pesar de las semejanzas, cada uno de nosotros tiene su lenguaje, sus ritos, sus supersticiones y el nivel de conciencia que le permite vivir en el infierno o el cielo, en un mismo espacio terrenal.
Al mirar hacia atrás no me convertí en sal. Hoy puedo sentir el placer de existir en mi propia piel, sentir la paz anunciada por la pitonisa, celebrar la vida, amar sin condiciones, y de paso promover la compasión y la conciencia. No podemos cambiar el pasado, sin embargo es posible disolverlo del cuerpo y permitir que la mente se calme. Mí y todas las historias están compuestas de recuerdos no solo mentales sino también emocionales: emociones viejas que se reviven constantemente. Tenemos el poder de no resucitarlas. Sin embargo sé como la mente nos atrapa y nos enreda, pensamos demasiado sin ver la belleza que nos rodea. Sin la mente, podemos sentir la bondad de lo sagrado y del infinito en este limitado cuerpo destinado a desaparecer. Ese es el poder del que hablan los místicos, los profetas, los maestros espirituales, los iluminados de todas las eras. Permitir ser sin juicios, nos otorga la aceptación de lo que fue y de lo que es, logrando la trascendencia. Ese es el despertar espiritual que la humanidad está destinada a traer al mundo, porque més que nunca tenemos ese poder en las manos y en el corazón.
Siempre es un nuevo comienzo, siempre es hoy, siempre es este instante mágico e irrepetible y siempre puedes hacer algo bueno con él. Al final del día todo se trata de ti y de tu conciencia.
No hay nada de lo que haya sucedido en el pasado que me impida estar en el presente. Y estar en el presente me ha permitido liberar a Mí, a mis ancestros y a mi linaje de su maldición. Hoy solo disfruto la bendición más grandiosa que recibí de ellos: la vida.
En este andar por la tierra, la compasión me hizo entender que lo único que se tiene es el amor que se da. Y mi experiencia me dice que
“lo imposible es posible”.
Desde mi corazón,
Marcela Paz.
Santiago - Chile