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 "YO" NO EXISTO



Mayo 09, 2015, 07:34:47 am
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"YO" NO EXISTO
« en: Mayo 09, 2015, 07:34:47 am »
“YO” NO EXISTO
Francesc Prims


Fijémonos con cuánta insistencia y naturalidad nos referimos a nosotros mismos como “yo”, y a los demás como otros entes que son esencialmente un “yo”.
 “Yo” aquí, “yo” allá… Muy bien, pero ¿a qué nos referimos concretamente cuando hablamos de “yo”?



¿Tal vez es nuestro cuerpo el que nos permite identificarlo? Veámoslo.
¿Con qué me identifico de mi cuerpo? ¿Qué es aquello que conozco y amo con tanta fuerza que puedo reconocer no solo como “mío”, sino incluso como “yo”?

¿Serán mis manos? Bien, supongamos que me son amputadas. ¿Dejo por ello de sentirme “yo”? No lo creo. Sigamos pues explorando. Los brazos me son amputados, y sigo sintiéndome “yo”. A continuación los pies. Y las piernas. Y las orejas. Y me quedo sin ojos. Y todo mi pelo es rasurado. ¡Y sigo sintiéndome yo! Bien, tal vez es la piel aquello con lo que me identifico. Pero de pronto me quemo y “se me ha quemado la piel”; no me he quemado “yo”.

Pues tal vez eso que amo tanto y con lo que me identifico tanto son mis órganos… Dudoso: no los he visto jamás; sé que están por ahí dentro y que por mi salud más me vale que se conserven sanos, pero en realidad son nuestros grandes desconocidos y es lo último con lo que identificamos nuestro “yo”. Jamás pensamos en nosotros mismos y en los demás como en un conjunto de órganos andantes, aun cuando sería una aproximación bastante cierta a lo que es nuestra existencia física.

Así que de pronto mis órganos van siendo extraídos unos, trasplantados otros… y sigo sintiéndome yo. Me quedo sin sangre, me hacen una transfusión completa… ¡y sigo sintiéndome “yo”! Entonces voy un paso más allá y caigo en la cuenta de que cuando digo “yo” me señalo siempre al pecho. ¡Ya lo tengo! ¡Mi “yo” debe de ser el corazón! Pero también me lo trasplantan, y mi sentimiento de “yo” sigue siendo el mismo de antes.

Bueno, me queda el gran director, el cerebro. Tomo todas las imágenes posibles de él y lo estudio con detenimiento, y pienso: “¿Eso soy yo? Ah…”. Primera noticia. ¡Jamás antes se me habría ocurrido identificar mi “yo” con esa masa blanda llena de surcos! De pronto, tengo un viaje astral y veo todo mi cuerpo desde fuera, el cerebro incluido. ¡Tampoco era el cerebro!

Vamos por la vida sintiéndonos “yo”; jamás nos vemos como un conjunto de órganos, o como un torrente sanguíneo en constante movimiento, o como unas neuronas que se encienden y se apagan, ni con nada de lo que constituye la gran parte de lo que físicamente somos. Nos reconocemos como una forma y como una piel que envuelve dicha forma, más unos ojos, más el cabello si lo tenemos, pero ¿qué porcentaje de nuestro cuerpo está constituido por lo más externo de la epidermis, por el cabello y por lo visible de los ojos?
¡Absolutamente mínima!

Nos enamoramos, nos miramos al espejo y obtenemos impresiones de los demás a partir de una impresión muy superficial, nunca mejor dicho, de lo que somos y de lo que los demás son. Pero el caso es que si vamos más allá y decidimos ir por debajo de la superficie, el hallazgo no es ni mucho menos halagador: aparte de que nuestros cuerpos pierden toda su elegancia estética, ¡no encontramos por debajo de nuestra piel ni rastro de algo reconocible; no encontramos nada que justifique el apego, la bienquerencia o la malquerencia que tenemos con nosotros mismo o con las otras personas! ¡Tan solo vemos un conjunto de piezas y mecanismos!, completamente maravillosos, eso sí, pero que nada tienen que ver con ningún tipo de “yo”.

Bueno, pues si este “yo” que tanto defiendo siempre, este “yo” que nunca quiere quedar mal ni hacer el ridículo, que quiere ser amado, etc., no puedo identificarlo en realidad con la totalidad de mi cuerpo, tengo que llegar a la conclusión de que lo estoy identificando con lo externo de lo externo de mi cuerpo, que es tan superficial que no es más que una ilusión acerca de lo que este cuerpo es y significa.

Ya que el éxito que tenemos a la hora de identificar el “yo” con el cuerpo llega hasta aquí, intentemos ser un poco más abstractos y ver si podemos identificar el “yo” con algún elemento más intangible. ¿Cuál será este elemento? ¿Una emoción? ¿La alegría tal vez? Bien, pues entonces mi “yo” debería esfumarse cuando dejo de estar alegre. ¡Sin embargo, permanece ahí! ¿Va a ser que mi “yo” tiene que ver con un pensamiento? ¿Con cuál? Mis pensamientos están cambiando continuamente, y no puedo decir que al desaparecer ninguno de ellos mi “yo” deje de existir. Así pues, por ahí tampoco puedo identificar mi “yo”.

Bien, me toca ir pues más profundo todavía. ¿Será mi “yo” el principio que me da vida, autoconsciente de ser y estar? Puedo percibir este principio vital, este observador, pero si me fijo bien es tan imparcial que ¡no existe como “yo”! Si acaso existe como observador de mis sensaciones e ideas respecto al “yo”.

¡Qué poco queda, al final de mi exploración, de mi querido y amado “yo”! Queda algo, sin embargo; algo que es lo que más se aproxima a un aglutinador del sentido del yo: el recuerdo. Mis recuerdos. Por ellos tengo una idea de “quién soy” y de “quiénes son los demás”. El recuerdo me permite establecer un sistema de referencias continuo al que remito todo el presente. Gracias al recuerdo reconozco todo lo que veo al instante; sé que una mesa es una mesa y no algo misterioso jamás visto, por ejemplo.

Pero el recuerdo es el recuerdo de impresiones superficiales, complicadas, eso sí, por todas las reflexiones que he ido llevando a cabo a lo largo del tiempo, y por todas las emociones que he ido sintiendo. Esas reacciones mías al entorno configuran algo semejante a un “yo soy así”, pero en realidad es bastante vago este “así” que soy yo, muy difícil de definir e identificar con concreción. Y configuran también algo semejante a “pienso esto y lo otro de mí mismo, de los demás, del mundo y de la vida”, pero estos pensamientos van cambiando en función de las nuevas experiencias, y en cualquier caso ninguno de estos pensamientos es, por sí mismo, “yo”.

De modo que lo que queda de mi bienamado “yo” es un manojo de recuerdos deshilachados adquiridos a partir de impresiones superficiales de las personas y las cosas… No es mucho. No parece que valga la pena angustiarse, enfadarse, deprimirse o incluso atacar para defender un ente así. De hecho, seguramente nos angustiamos, enfadamos, nos deprimimos y atacamos precisamente porque este “yo” nuestro no está nada claro, de modo que sentimos que necesitamos hacer algo continuamente (quedar bien, triunfar, amar y ser amados, etc.) para afirmarlo, para sentir que está ahí y así poder tener… ¡algo!, algo que podamos considerar verdaderamente “nuestro”.

Y este es el problema: no hay cosas “nuestras”. Empezando por nuestro cuerpo y posesiones, que nos serán arrebatados con la muerte, y continuando por unas emociones y unos pensamientos cambiantes. Y lo más estable que podemos llegar a descubrir de nosotros mismos, ese observador imparcial dotado de vida… está ahí pero no es “nuestro”; el concepto de propiedad no le atañe.

He dicho que el “problema” es que no hay cosas nuestras, pero es obvio que es un problema solamente desde el punto de vista angustiado de que deberíamos poseer algo, aunque solo sea a nosotros mismos. En realidad y per se, no es un problema en absoluto que no haya nada “nuestro”. ¿Por qué debería serlo, si no tenemos nada, nunca hemos tenido nada (en este nivel del que hablo), y aun así desarrollamos toda nuestra vida tan campantes?

Bien, dado que nuestro “yo” es finalmente irreconocible, y con ello es también irreconocible el atenazador sentimiento de lo “mío”, podemos liberarnos de pronto y de una vez de toda la carga de angustia asociada al sostenimiento de esta ilusión, la ilusión del “yo”.

De pronto puedo ver que no soy “yo” quien camino, como, etc., sino que hay un cuerpo que es el que lo está haciendo, mientras que yo soy el testigo temporal, el encargado temporal de ciertas actuaciones en relación con dicho cuerpo. Solamente soy el encargado de una mínima parte de esas actuaciones, pues hay muchos órganos y billones de células en mí que se las arreglan para funcionar sin que yo tenga que pensar ni un solo momento en ello. Así pues, soy una presencia fugazmente ubicada en un cuerpo fugaz. Y de pronto no soy “yo” quien como, sino que el testigo que está en mi cuerpo atestigua el acto de comer. Y no soy “yo” quien ando, sino que el testigo que está en mi cuerpo atestigua el acto de andar. Etcétera.

Si de pronto erradicas el yo de todas las percepciones de tu cuerpo y en relación a tu cuerpo, y lo erradicas también de todos los pensamientos y emociones fugaces que experimentas, llegas sin más al observador que es tan afanosamente buscado por medio de todo tipo de prácticas meditativas.

Si me siento a meditar para buscar mi observador pero me estoy sintiendo “yo”, si estoy creyendo que mi cuerpo ofrece la imagen fidedigna de quién soy y si estoy apegado a cualquier pensamiento o emoción, es decir, si soy “alguien” que se sienta a meditar pero sigo permitiendo que todas mis percepciones superficiales me condicionen, poco voy a meditar y poco voy a lograr descubrir ese observador eterno. ¡Mejor cambio mi punto de vista!, y de pronto mi intento se convierte en logro.


© Francesc Prims Terradas

 

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