Existe una tendencia generalizada a confundir las cosas con la idea que tenemos de esa cosa. A confundir los hechos con los juicios.
Emitimos nuestras opiniones como si fueran la verdad más irrefutable, y confiamos más en lo que a nosotros “nos parece” que en “lo que realmente es”.
Y, además, creemos que los demás se tienen que dar cuenta y verlo como lo vemos nosotros. Y si no es así, es que están equivocados.
Como los demás actúan del mismo modo, conviene también darse cuenta cuando les escuchamos a ellos, y discernir si nos cuentan el hecho real o nos dan su juicio.
Cuando alguien dice algo de nosotros que no es agradable, y no es cierto, es cuando más tenemos que tener en cuenta esto.
Conviene no darle más importancia a su opinión que al concepto que uno tiene de sí mismo. A fin de cuentas, uno se conoce más o menos bien, y los otros quizás sólo nos conozcan en una faceta.
Yo no me enfurezco si me insultan, aunque sea con mala intención. Digo, más o menos: “lo siento, pero no me conoces bien; si me conocieras verías que estás equivocado en tu comentario”.
Tenemos que aprender a expresar con cuidado nuestras opiniones. Es mejor ser prudentes y comenzar con: “creo que…”, “opino que…”, “desde mi punto de vista…”
La otra parte no se sentirá atacada y el diálogo será más armonioso.
Un hecho puede ser verdadero o falso, pero una opinión sólo puede ser fundada o infundada.
