Todos los placeres fluyen del amor, porque sentimos agradable todo lo que amamos. No hay ninguna otra fuente de placer. De ello se sigue, pues, que la cualidad del amor determina la cualidad del placer. Los placeres del cuerpo o de la carne fluyen del amor a nosotros mismos y del amor al mundo, y éstos son también la fuente de nuestros impulsos y sus gratificaciones.
Los placeres del alma o del espíritu, sin embargo, fluyen todos del amor al Señor y del amor al prójimo, que son también la fuente de los sentimientos por el bien y la verdad de nuestra dicha más profunda. Estos amores y sus placeres fluyen del Señor y del cielo por un camino interior, desde arriba, y afectan a nuestra naturaleza más profunda. Los otros amores y sus placeres, sin embargo, fluyen de la carne y del mundo por un camino exterior, desde abajo, y afectan a nuestra naturaleza externa.
En la medida en que los dos amores al cielo (el amor al Señor y el amor al prójimo) son aceptados y nos afectan, nuestros niveles más profundos -niveles de nuestras almas o espíritus- están abiertos, y desvían la mirada del mundo para dirigirla hacia el cielo.
En la medida en que los dos amores del mundo (el amor a uno mismo y el amor al mundo) son aceptados y nos afectan, nuestros niveles exteriores -niveles del cuerpo o de la carne- están abiertos, y desvían la mirada del cielo para dirigirla hacia el mundo.
Así como fluyen los amores y son aceptados, así fluyen sus placeres, placeres del cielo en nuestra naturaleza profunda y placeres del mundo en nuestra naturaleza exterior, pues como ya se señaló, todo placer procede del amor.
Emanuel Swedenborg (Del Cielo y del Infierno, 1758)