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 EL PROBLEMA MÁS GRAVE ES AQUELLO QUE NOS SUCEDIÓ PERO NO LO SABEMOS



Febrero 04, 2016, 03:56:06 am
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Desconectado Francisco de Sales

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EL PROBLEMA MÁS GRAVE ES AQUELLO QUE NOS SUCEDIÓ PERO NO LO SABEMOS



En mi opinión, cuando alguien está en una terapia, o cuando está tratando de averiguar por su cuenta el origen de alguno de sus conflictos, siempre se insiste en tratar de recordar aquella cosa o cosas que pudo o pudieron poner en marcha el conflicto. Partimos de la idea, que es real, de que la mayoría de los conflictos que padecemos de mayores tienen su origen en la infancia, y que gran parte de ellos están relacionados con la educación –más bien la mala educación- que recibimos.

Uno trata de recordar todas las cosas posibles de lo que le pasó, de lo que sintió, y ese es un modo adecuado, pero muchas veces el disparadero de todo se encuentra en un matiz apenas perceptible, en un detalle aparentemente insignificante, en algo que pasó casi fugazmente, o en una palabra dicha o escuchada al azar.

Otras veces, en cambio, se encuentra en lo que no sabemos que nos pasó. La solución se halla en lo más olvidado del olvido, o sepultado de un modo casi irrecuperable, o en algo desconocido que ni siquiera consta como registrado. Pero está.

Hay que prestar mucha y muy esmerada atención a lo que no sabemos que nos pasó. Conviene averiguarlo del modo que sea, porque puede ser más el origen que las cosas que sí recordamos. ¿Cómo hacerlo? puede ser útil la meditación o una relajación profunda –incluso una regresión bien hecha-; lo que interesa es llegar a un estado en el que contactemos con nuestro subconsciente, en el que podamos regresar al pasado y podamos ver las imágenes o los sentimientos que teníamos olvidados o censurados, un estado en el  que pueda aflorar lo que no contabilizamos como archivado conscientemente pero que existe. Lo que nuestro consciente no sabe pero lo inconsciente sí. También se puede recurrir a personas con las que tuvimos alguna relación durante nuestra infancia, porque tal vez nos puedan recordar hechos que olvidamos, pero en este caso tenemos que tener la prudencia de valorar que tal vez no nos cuenten la auténtica realidad sino su versión de ella.

Y atender también a la veracidad de lo que creemos que nos pasó, porque es posible que el recuerdo físico o emocional que tengamos del pasado no sea la realidad sino una versión condicionada de aquel momento, o puede que nos hicieran creer algo que no era la realidad. Es muy posible que alguien, y hasta puede que sin mala intención, nos haya manipulado y creamos conscientemente una cosa pero estemos actuando inconscientemente en base a otra.

Como no sabemos qué ha podido ser el disparador de algunos de nuestros conflictos, descartamos las cosas que no relacionamos directamente con el asunto. No sospechamos que todos nuestros miedos puedan venir del ladrido inocente de un cachorro de perro con el que jugábamos, no creemos que el conflicto actual con nuestro padre tenga algo que ver con aquel gesto que vimos un día en él o con algo que interpretamos mal, no imaginamos que el rechazo a nuestra sexualidad venga de un comentario que escuchamos mezclado entre muchos otros que no nos produjeron ningún efecto.

Todos los que participan de algún momento en la construcción de la persona que seremos después nos aportan algo. Para nuestro provecho y disfrute o para nuestro perjuicio. Todos colaboran de algún modo: la abuela –besucona y cariñosa o rígida-, las tías –odiosas o agobiantes o todo amor-, el padre –duro o juguetón o como ausente-, la madre –todo cuidado y ternura o excesivamente exigente y castrante-, aquel profesor –casi amigo o demasiado dictatorial-, los hermanos –desde sus propios miedos o muy cuidadosos-, los amigos...

Uno se ha ido formando con retazos que nos han aportado desde fuera: con las buenas voluntades ajenas –que no siempre son acertadas y hasta llegan a ser contraproducentes-, con la falta de atención paternal –por parte de quienes no supieron ser padres-, con lo que nos enseñaron los que pensaban que teníamos que ser como ellos y no ser nosotros mismos, con las frustraciones personales que nos transmitieron otros, con la falta de ternura cuando más se necesitaba, con las excesivas exigencias muy por encima de las posibilidades de un niño, con el dolor de las desatenciones y la incomprensión, con las dudas que nadie aclaró… también, por supuesto, con los besos y las sonrisas, con las palabras llenas de cariño, con las miradas sinceras, con la presencia incondicional, con el amor absoluto…

Para nuestra construcción nos afectan tanto las sensaciones deseadas como las desagradables o agresivas.

Las primeras son excelentes, nos llenan de ánimo, de confianza, de autoestima, de optimismo, o de felicidad.

Las segundas nos marcan más profunda y dolorosamente. Y, sobre todo y lo que es peor, actúan y nos afectan desde su escondrijo, sin que seamos conscientes de ellas. Son las que después, a lo largo de la vida, se ensañan con nosotros, las que nos ponen zancadillas, nos martirizan, minan nuestra fe en nosotros mismos y aniquilan la autoestima; las que nos hacen llorar sin explicarnos el motivo, las que nos impiden realizarnos y llevarnos bien con nosotros mismos, las que plantan una seriedad dura en nuestro rostro que no hay esperanza que sea capaz de borrar. Las que nos condenan. Las que nos desesperanzan. Las que nos angustian. Las que nos matan en vida.

Y muchas veces, muchas, están alojadas en lo que no sabemos que nos pasó.

Lo que hemos experimentado a lo largo de la infancia no es solamente lo que recordamos, sino también lo que no recordamos. O lo que hemos querido borrar deliberadamente, cuando sucedió o cuando fuimos conscientes de su tragedia, como un mecanismo de autodefensa, de supervivencia. Consciente o inconscientemente hemos negado algunas verdades, hemos tergiversado la realidad tratando de borrar o de deshacernos de lo que sucedió, de eso que nos apena o nos avergüenza tanto, de lo que no queríamos que nos hubiera sucedido. Hemos llenado un cajón con los secretos vergonzantes, lo hemos sellado después, lo hemos cerrado con mil candados, y lo hemos escondido en el sitio más alejado y más imposible de hallar, para que nadie, ni siquiera nosotros mismos, pueda permitir que salgan a la luz.

Hay un añadido en contra, y es el hecho de que los sucesos que ocurren en la infancia no se saben clasificar y calificar en su justa medida: o bien se magnifican y se les da una importancia que realmente no tienen, o bien se rehúsan catalogando como inocuos lo que son el auténtico epicentro de nuestros males emocionales de adulto.

En el primer caso, uno sigue siendo el resto de su vida –por lo menos hasta que se da cuenta de ello- un niño temeroso, o un niña insegura, o un niño retraído que no se comparte, o una niña a la que la vida le queda grande, o un niño que no quiere crecer, o una niña que niega su sexualidad, o un niño agresivo que piensa que tiene que pelearse con el mundo…

Los que consideraron en su infancia que nada les afectaba, que todo se borraba solo, que el olvido haría una eficaz y profunda limpieza, y no  han actualizado ese pensamiento equivocado son ahora sufridores de aquello.

Casi todo lo que somos básicamente en este momento se formó en nuestra infancia, aunque la vida nunca ha dejado de añadirnos cosas, pero esa etapa crucial conviene que sea bien conocida –sobre todo lo desconocido- para que nos podamos librar de las partes negativas de su influencia.

En muchos casos, conviene recurrir a la ayuda de un psicólogo para sacar todo a la luz, y hacerlo será de los mejores regalos que uno se puede hacer.

Te dejo con tus reflexiones…


« Última modificación: Agosto 26, 2021, 12:55:24 pm por francisco de sales »

 

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