Conozco personas que coleccionan cursos, charlas, libros, citas célebres, conocimientos, y nombres de personas a quienes citan como si les conocieran de toda la vida, y que acumulan conocimientos, sin llegar a digerirlos, porque creen que conocer es evolucionar.
Conozco a otros que en todo lo que descubren ven reflejados a los demás pero nunca lo identifican con ellos mismos. Sólo son los demás los que necesitan cambiar o darse cuenta. Ellos, no.
Conozco a personas que son el público en su propia vida, y no se involucran en ella porque les resulta ajena. Van de espectadores, de observadores, de psicólogos que estudian el comportamiento de los demás.
Conozco a quienes envían a su cerebro a los sitios que nunca van ellos. Quienes se consideran sólo mente y nada sentimientos. Ni siquiera cuando es inevitable mostrar la humanidad y sufrir y dejarse fundir con el sufrimiento.
Conozco a los que van de intelectuales, de científicos, de teóricos; los que se atiborran de conocimientos y olvidan que un burro cargado de libros no deja de ser un burro.
Buscan la evolución desde lo más alto del cerebro, y la buscan fuera y lejos, en un lugar que está bastante distante del corazón.
Hace ya mucho tiempo que aprecio con admiración a aquellos que hacen su búsqueda de la evolución en lo cotidiano, aquí y ahora, entre el tráfico y los fogones, entre la preocupación por cómo pagar el próximo recibo y las satisfacciones que vienen de lo más simple.
Me hacen pensar que la evolución personal forma parte del proyecto de la creación del ser humano. Si no fuera así, aún seguiríamos en las cavernas y sin haber inventado cómo encender un fuego.
En esa evolución a la que me refiero, y para que sea una evolución íntegra, hay que contemplar la parte espiritual o divina que nos compone, y hay que desarrollarla.
Si esto sólo se pudiera hacer desde la intelectualidad, desde la reflexión erudita, desde el conocimiento absoluto, sería una injusticia ya que quedaría muy limitado el acceso para las personas que no estamos preparados para ello, o sea, las personas que componemos la gran mayoría.
Dios, o Lo Superior, o como se le quiera llamar, no puede estar limitado en exclusiva para los inteligentes que son capaces de “intelectualizar”, sino que, más bien, ha de ser accesible para los que hablan su mismo lenguaje de sencillez y amor.
Cada día estoy más convencido de que una de nuestras funciones en este mundo es evolucionar, ir a mejor, pero cada vez siento con más claridad que la evolución ha de ser hacia lo simple, hacia lo sencillo, lo que no tiene dobleces, ni grandilocuencia, ni restricciones, ni ocultismo.
Cada día admiro más a los que tienen una fe humilde, de andar por casa, y no tienen otra ambición que ser buenas personas.
Admiro, hasta casi la adoración, a quienes han llegado a su Dios por el camino llano y directo, evitando las vueltas de la razón y las trampas de las dudas, a quienes Le disfrutan en la oración campechana, a quienes Le ven a menudo con los ojos humildes, a quienes Le sienten constantemente y no se pierden en disquisiciones ni elucubraciones.
Nadie ha dicho que el Crecimiento Personal ha de ser hacia arriba o expansivo, sino que puede ser hacia dentro, hacia lo mínimo, hacia el origen.
¿Dónde soy “más yo”?
La respuesta a la pregunta nos apuntará hacia nuestro destino.
Si desoigo a mi ego y a los deseos equivocados, ¿qué es lo que realmente quiero?
Personalmente, en este momento de mi vida, mis aspiraciones son: ser cada vez menos, estar cada vez más cerca de mi origen, la humildad y la modestia, mirar hacia dentro más a menudo, preguntarme, escucharme, conseguir armonía conmigo mismo, estar en paz, dejar que los conflictos ruidosos y poco importantes se diluyan solos, lo simple, y lo sencillo.
Pero cada uno tiene que escuchar sus propias aspiraciones…