Recuerdo que en un Curso que hice con Juana Marín, uno de los días nos preguntó qué hacíamos cuando teníamos que pensar en algo que fuera importante, o cuando teníamos que tomar una decisión.
Cada uno de los presentes se puso en el modo habitual de hacerlo.
Unos se sentaban, otros cerraban los ojos acostados, otros daban vueltas en círculo…
Yo lo hice en el modo habitual de entonces: poner el dedo índice de la mano derecha encogido delante de los labios (en el lenguaje corporal, parece ser que eso equivale a mentir), meter la mano izquierda en el bolsillo, y pasear mirando el suelo.
Nos pidió que pensáramos en un problema concreto.
Al igual que los demás, no encontré una solución satisfactoria para el problema. Lo veía mal.
Aclaró que es conveniente no pensar en los asuntos importantes en los momentos eufóricos, ni en los pesimistas. Y que la noche hace ver las cosas de un modo menos optimista que el día.
Después del ejercicio, nos sugirió un cambio de postura.
Nos propuso quedarnos de pie, los brazos colgando, las manos abiertas, mirando al horizonte y, si es posible, con una sonrisa natural en la boca.
El resultado, en todos los casos, fue mucho mejor.
La luz del día aporta ánimo y esperanza, y mirar al horizonte hace que las buenas expectativas se expandan. Hay una vida –un horizonte- por delante, y hay una luz que ayuda a verlo todo mejor.
Te sugiero que lo compruebes.