LA FUERZA DE LA VULNERABILIDAD.
“Crees que soy débil, ¿verdad?
Hace tantos años, cuando nos enamoramos, tu padre solía decir que yo era demasiado dulce para mi propio bien. Quizá tenía razón.
Me dices que el mundo es un lugar cruel, que todos corremos en círculos. Ya lo sé.
He vivido en este mundo los mismos días que tú.
Cuando elijo ver el lado bueno de las cosas, no estoy siendo inocente. Es estratégico y necesario.
Así es como he aprendido a sobrevivir.
Sé que te ves como una luchadora; yo me veo igual. Así es como lucho.”
El discurso de Waymond Wang en “Todo a la vez, en todas partes” es el punto álgido de la película, el momento más bonito.
Su personaje es inofensivo, parece flojo, endeble. Frágil.
Los demás tienen capas y capas de armadura, una detrás de otra. No suelen hablar de lo que sienten, porque la coraza desvía los estímulos del mundo real, como un espejo lo haría con un rayo de luz.
A estos otros personajes se les considera fuertes, estoicos, serios en su silencio, solemnes en su sufrimiento interno; no parecen víctimas, no son “quejicas”.
Sin embargo, lo que están es a kilómetros luz de los demás.
Y de pronto llega Waymond, y todo se detiene;
“Sé que lucháis porque estáis asustados y confusos. Yo también lo estoy. Todo el día… no sé lo que está pasando.”
“Por favor, ser amables. Sobre todo, cuando no sabemos lo que está pasando.”
EL PESO DE LA ARMADURA EMOCIONAL
Cuando te forjas armaduras, dedicas tiempo y esfuerzo a crear algo que pesa sobre ti. Tus placas de metal te envuelven y parecen protegerte de cualquier daño, pero se paga un peaje porque impiden que los demás se acerquen. No sientes las heridas, pero tampoco las caricias.
Cuando te miras al espejo ves cota de malla, no a ti mismo.
Cuando alguien te abraza, lo que nota es la frialdad del metal.
Te distancias de ellos, te distancias de ti. Y, lo quieras o no, uno se construye en la mirada del otro. En relación con el otro.
Tú te haces a ti mismo por las interacciones que compartes; si decides aislarte y sobreprotegerte, no te tienes ni a ti mismo.
Hay una realidad ineludible que te acompañará siempre, hagas lo que hagas; tu propia fragilidad. Estamos aquí durante un microsegundo en la escala del universo, y luego desaparecemos; somos polvo de estrellas, y volveremos a serlo.
Si el suspiro que es la vida lo pasas negando lo limitada y frágil que es, acabas por no experimentarla.
Te conviertes en alguien rígido, como un maniquí, que es incapaz de procesar las pérdidas, el dolor, la tristeza. Para salir del abismo que se abre cuando vivimos una experiencia dolorosa hace falta hablar de ello, re-narrarlo, integrarlo.
Desconectarte nunca es buena idea a largo plazo; tus propias necesidades se configuran y dependen de los demás, te guste o no. No eres una isla.
LLORAR ES DE FUERTES
La fortaleza basada en la negación no es fortaleza. Lo que más le cuesta al ser humano es enfrentarse a sus propias emociones, adentrarse en la oscuridad, meterse de lleno en el fango de la fealdad que podemos llegar a sentir.
El acto de mayor fuerza que existe es saberse vulnerable y mostrarlo, compartirlo.
Luchar como Waymond, con amabilidad, conectando con la confusión y la frustración de los demás, empatizando, llorando cuando hay que llorar.
Conócete a ti mismo; abre la puerta del sótano, donde guardas los sentimientos que no quieres sentir. Obsérvalos, son parte de ti. Y cuando hacerlo tú solo eres un mundo y resulta imposible, pide ayuda a un terapeuta.
Qué difícil, poder decir “ayúdame”. Qué admirable, qué fuerza hace falta para mostrarse débil, frágil, endeble, confuso.
Qué fortaleza, la de poder llorar.
Mario Puente