Se trata de vivir.
No de pasarse el día poniendo un adjetivo a cada cosa que nos pasa, de hacer un inventario permanente de lo que nos acontece, de juzgar y condenar cada suceso.
Se trata de vivir.
Y vivir conlleva tener que tomar decisiones que no siempre proporcionan el resultado deseado, o no satisfacen los sueños utópicos, o se alejan, y mucho, de lo que apetece.
Hay más drama en la crítica interna que en el acto en sí.
El acto, el suceso, el resultado, la decisión, lo que sea… si están carentes de un adjetivo que los ensalce o condene no son más que otro momento más de la vida.
Y vivir es, también, arriesgarse, no atinar, decidir, seguir adelante con miedo, tomar decisiones, restar drama y conflicto, divorciarse de la perfección, no ganar todas las afrentas… Ser Humano, a fin de cuentas.
Vivir es acertar y equivocarse, y las dos cosas son posibles.
Vivir no es quedarse quieto y dejar que sea el destino –que es como llamamos a no responsabilizarnos- quien decida, para así tener “algo” a quien culpabilizar en caso de resultado indeseado.
Vivir es caminar siempre adelante: ni estancarse, ni recular.
Tenemos un sabio interior que valora cada uno de nuestros actos, y toma nota para hacerlo del modo más adecuado la próxima ocasión en que nos veamos en una situación similar.
No es necesario un inquisidor cruel que nos martirice con hierros al rojo vivo porque “no acertamos”.
No es necesario rebajarse el grado de Autoestima porque el adjetivo que le hemos puesto al suceso –innecesariamente- sea agresivo.
No es necesario enemistarse con uno mismo, ni aprovechar el momento para sacar trapos sucios y encima echarse en cara la retahíla de “errores” anteriores.
No es necesario paralizar la vida porque no esté siendo benévola, porque no cumpla nuestras fantasías –hay que saber dosificar la utopía-, porque no sea igual que la de otros, porque no tenga una banda sonora risueña y soles de colores, y aplausos, y confeti, y sonrisas de anuncio de dentífrico.
Vivir es comenzar cada día con el optimismo recargado, con un abrazo propio, con una sonrisa al encontrarse en el espejo; es cogerse del brazo y salir risueño a empaparse de vida, es desechar los minutos que nos atrapan en su red de acusaciones, es escapar de la redundante y machacona bronca continua.
Si hay algo que es necesario para vivir es una impecable relación con uno mismo, una aceptación plena e incondicional, una comprensión de que no se nace aprendido sino que cada cosa a la que uno se enfrenta sólo tiene un modo de salir óptimamente y un millón de modos de salir como no quisiéramos.
Pero eso es vivir: resolver del modo que se considere adecuado cada una de las situaciones, y hacerlo desde la mejor voluntad, con el mejor deseo, con todo el cariño, y con la confianza de que, sea cual sea el resultado, unos brazos abiertos nos acogerán sin juicio, como lo haría una abuela tierna.
Y no enzarzarse tras cada desacierto en enemistarse con uno mismo y rebuscar los adjetivos más crueles para clavárnoslos en el corazón de sentir, en la mente de pensar, el impulso de vivir.
Las cosas pasan.
Lo que pasó forma parte del pasado y no conviene cargarlo con el oneroso drama de un adjetivo cruel.
Seamos cariñosos y benevolentes con nosotros.