¿QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN?
Quiero ofrecer una breve introducción a la lectura de este libro, porque entiendo que puede resultar difícil para algunas personas. ¿Qué lo hace difícil? La novedad del tema que se aborda –sobre todo en el primer capítulo-, el hecho de abordarlo desde diferentes perspectivas y, quizás, mi falta de capacidad para saber hacerlo sencillo.
Lo que pretendo es, justamente, facilitar su lectura y comprensión. De modo que estas líneas no lo sustituyen –al contrario, en el libro se encontrarán fundamentadas las afirmaciones que aquí son meramente enunciadas-, pero pueden hacer que su lectura y comprensión resulten más fáciles y más eficaces.
1. La evolución de la conciencia
Para empezar, algo elemental. Yo creo que, detrás de todo lo que escribimos, hay una pregunta –consciente o inconsciente- a la que intentamos responder con el escrito. En este libro, la pregunta es la siguiente: ¿Por qué el cambio religioso que estamos viviendo? Y, ¿en qué consiste ese cambio?
El cambio religioso es consecuencia de que ha cambiado nuestro modo de ver las cosas.
Ha cambiado nuestro marco cultural: una cultura con Internet no es igual que una cultura iletrada; la cultura de una sociedad industrial avanzada no es igual que la de una sociedad agrícola…
Y ha cambiado –esto es más decisivo- nuestro nivel de conciencia, por lo que vemos la realidad de un modo diferente a como la percibían nuestros antepasados.
¿Qué es la Conciencia? La Conciencia es la fuente del conocimiento; la que permite la comprensión, la que ilumina todo. Cuando esa Conciencia se asocia a la mente, aparece la conciencia humana, que permite a los humanos acercarse a la realidad comprendiéndola poco a poco.
Ahora bien, la conciencia humana evoluciona como cualquier otro fenómeno. Eso significa que el modo que los humanos tenemos de ver la realidad cambia. No vemos nunca la realidad tal como es; la vemos según dónde estamos situados.
La conciencia es la que nos permite percibir la realidad. Ahora bien, según en qué nivel de conciencia nos encontremos, la percibiremos de un modo u otro.
Como decía más arriba, un hombre que vivía de la caza y habitaba en una gruta en compañía de un reducido grupo de congéneres no podía ver el mundo de la misma manera que lo vemos nosotros hoy.
Si la conciencia evoluciona –y eso explica que cambie nuestro modo de ver toda la realidad-, nos interesa ver cuáles han sido sus giros más significativos. Y ahí podemos distinguir seis (que llamamos “estadios o niveles de conciencia”): arcaico – mágico – mítico – racional – integrado – transpersonal. Según en cuál de ellos nos encontremos, veremos la realidad de un modo u otro. Ocurre algo parecido a nivel individual: no ve el mundo igual un bebé de meses, que un niño de tres años, un adolescente o un adulto.
Pues bien, es eso lo que condiciona decisivamente nuestro modo de ver. Y eso condiciona también nuestro modo de hablar de Dios y de la salvación. ¿En qué sentido?
2. ¿Qué Dios?
¿Cómo “ve” a Dios un niño de 4 añitos? De un modo similar a como lo verían nuestros antepasados de hace 10.000 años. Para ellos, que se encuentran en un nivel de conciencia mágico, Dios no puede ser sino el gran Mago del mundo. Y ese modo de verlo –no podían verlo de otra manera, porque su nivel de conciencia no se lo permitía- condicionó también la forma de relacionarse con él: la oración, por ejemplo, revestía fácilmente la forma mágica. Y para ellos, esa forma era válida; no podían hacerlo de otro modo.
La conciencia humana sigue evolucionando: pasa de la magia al mito. En el pensamiento mítico, Dios se ve como un Ser separado e intervencionista; vive en un “mundo paralelo”, perfecto –el cielo-, y desde allí interviene en los asuntos humanos. En cierto modo, ésta fue la imagen de Dios que todos nosotros recibimos en nuestra infancia.
¿Eso significa que Dios sea, objetivamente, un Ser separado? Efectivamente, no. Del mismo modo que no es un gran Mago. Ésas son, únicamente, formas de representarlo, que dependen del nivel de conciencia en que los humanos se encontraban. Veámoslo un poco más despacio, por las consecuencias que de aquí se derivan.
Gracias a esa misma evolución de la conciencia, hoy somos más conscientes de una doble realidad: Dios no es un Ser separado y Dios no puede ser pensado.
Dios no es un Ser separado. Un ser separado sería sólo un objeto más, o si se prefiere, una “parte” más dentro de la realidad. Incluso podría pensarse muy poderosa, pero seguiría siendo una “parte”; nunca podría ser Dios, el Infinito, fuera del cual nada puede existir. Porque el Infinito no es algo que estuviera separado o enfrente de lo finito. No; el Infinito no puede ser tal si no incluye lo finito. No sabemos cómo podrá ser; lo que sabemos es lo que no puede ser.
Dios no puede ser pensado. Un ser separado puede pensarse, precisamente porque es un “objeto”. Pero justo eso es lo que no podemos hacer con Dios. ¿Por qué Dios no puede ser pensado? Porque pensar es delimitar, y delimitar es limitar. Cuando piensas en un árbol, delimitas el objeto “árbol”, dejando fuera todo lo que no es árbol. Es decir, lo limitas. Si no hiciéramos así, el pensamiento sería imposible. Por tanto, pensar exige delimitar o, dicho con otras palabras, objetivar. Cuando pensamos algo, lo objetivamos, porque sólo podemos pensar objetos.
¿Qué ocurre con Dios? Que no puede ser un objeto (ni aunque se escriba con mayúsculas) y que tampoco puede ser delimitado (limitado), porque Dios, por definición, es lo I-limitado, lo Sin-límites. Por tanto, lo que pensamos no es nunca Dios, sino sólo un ídolo (un concepto o una idea de Dios).
Dios no puede ser pensado por la sencilla razón de que la mente humana no es herramienta adecuada para llegar a él. La mente es un poderoso instrumento crítico para hacernos ver lo que no puede ser. Y nunca tendríamos que renunciar a ella. Pero es totalmente incapaz para decirnos cómo es.
Ahora bien, si Dios no puede ser pensado, sin embargo, puede ser intuido, percibido, experimentado… ¿Cómo? En cuanto silenciamos la mente y aquietamos el pensamiento. Cuando la mente se detiene, emerge la simple sensación de ser. Aparece la certeza inmediata de que todo es, un Todo en el que todo se halla entrelazado e interrelacionado. Experimentamos entonces que somos-estamos en Dios y que no podemos ser ni estar fuera de Él.
No podemos hablar sobre ello, porque es inefable: la mente sigue siendo herramienta inadecuada. Pero lo hemos experimentado: hemos accedido al Misterio que es y que hace que todo sea, el Misterio que nos origina y nos entreteje, nuestra verdad última.
Y esto es algo de lo que todo ser humano puede hacer experiencia. Basta con aquietar la mente. Ahí nos descubrimos en Él y podemos empezar, no a pensarlo, sino a vivirlo.
Pero, con ello, se está diciendo algo absolutamente decisivo: necesitamos experimentarlo, porque no lograremos percibir y vivir este cambio pensando, sino, paradójicamente, silenciando el pensamiento; aprendiendo a aquietar la mente. Dicho de otro modo: no haremos luz en esta cuestión a través de la discusión intelectual, sino por la experiencia personal del silencio meditativo.
Se requiere la práctica meditativa para acceder al Misterio inefable. Entendiendo por “práctica meditativa” el aprendizaje del silencio mental: acallar la mente para, sencillamente, atender a lo que está aconteciendo. Al hacer así, se silencia el pensamiento, venimos al presente, y se experimenta la certeza de que Todo es. De ahí la insistencia en la práctica meditativa: sólo a través de ella accederemos al Misterio que trasciende la mente y el pensamiento.
Una última precisión: Al hablar de “todo” no se afirma ningún tipo de panteísmo. Se trata, más bien, de una interrelación, de una Unidad que, sin embargo, no niega las diferencias. Es la Unidad en la Diversidad: la diversidad es lo que se ve; la Unidad, lo que permanece oculto a la mente. Ambas dimensiones constituyen la cara y la cruz de la única realidad. Eso es justamente lo que quiere expresar el término “No-dualidad” o la imagen del océano y las olas. No son ni una cosa ni dos; son no-dos. Lo que no se ve y lo que se ve, el Misterio y las cosas “objetivas” no son dos, sino lo invisible expresándose y manifestándose en lo visible. Como el bailarín y el baile.
3. ¿Qué salvación?
Si el cambio de conciencia repercute de ese modo a la hora de hablar de Dios, ¿cómo no iba a repercutir en el modo de entender la salvación?
En el nivel mágico, la salvación se veía, lógicamente, como un hecho mágico, porque no podía verse de otra manera. En concreto, se planteaba más o menos de este modo: Hemos pecado y no tenemos salida por nosotros mismos, pero Dios envía a su Hijo y, gracias a la muerte en la cruz, hemos sido salvados. ¿No suena a mágica esa lectura? Y no está mal: era la que nuestros antepasados podían hacer, debido al nivel de conciencia en que se encontraban. Otra cosa bien diferente es que alguien pretenda que aquella lectura fuera la definitiva y se ajustara literalmente a la realidad.
Por su parte, en el nivel mítico, se atenúa el aspecto mágico. El acento ya no se coloca ahí, sino en el hecho de que Dios “desciende” de su cielo separado e interviene en la historia para salvarnos del pecado. De nuevo, es la lectura que ellos podían hacer. Pero tampoco es para entenderla en su literalidad, como si expresara las cosas tal como son en realidad.
Cuando lo que se ha modificado es nuestro nivel de conciencia, caemos en la cuenta de que Dios no es un mago ni un ser intervencionista que habita en un cielo paralelo; que no puede ser pensado ni es un ser separado. ¿Cómo entender entonces la salvación?
Como un “caer en la cuenta”. Decía antes que, en cuanto detenemos el pensamiento, “caemos en la cuenta” de que todo es y emerge la certeza inmediata de la Unidad que somos en la diversidad. En ese mismo momento, descubrimos la “salvación”. Es simultáneo: en el mismo movimiento, caemos en la cuenta de que somos en Dios, en unidad, y de que en eso consiste justamente nuestra salvación.
Y para terminar: ¿No se pierde a Dios y la salvación con todo esto? Ésa es una pregunta que únicamente nos hacemos mientras nos hallamos en un nivel de conciencia anterior. Porque lo que se pierde, en realidad, no es Dios, sino la imagen mítica de Dios, la imagen de un dios separado e intervencionista que, para nuestra mente, resultaba muy “familiar”, incluso entrañable. Por eso, quien se halla en un nivel de conciencia mítico no puede asumir este cambio, y no por obstinación, sino porque su nivel de conciencia no se lo permite.
Pero, en la medida en que accedemos al nuevo nivel de conciencia, descubrimos que, no sólo no se pierde nada valioso, sino que todo es enriquecido. Se abre un horizonte nuevo y luminoso, coherente y pleno, a la medida de la conciencia que hoy podemos vivir. Por eso, mientras estamos en camino, será bueno que vivamos el respeto a las formas de cada cual, sin descalificaciones ni condenas, que mañana podrían avergonzarnos.
QUÉ DIOS Y QUÉ SALVACIÓN
(CLAVES PARA ENTENDER EL CAMBIO RELIGIOSO)
MARTINEZ LOZANO, ENRIQUE
Editorial DESCLEE
280 páginas