No ha pasado mucho tiempo desde que los sacerdotes de la Iglesia Romana subían a los púlpitos y, desde allí, encendidos, proclamaban amenazadoras arengas contra todos los que acudíamos a misa, porque todos, sin excepción, éramos grandes pecadores.
Recuerdo el miedo que se me instalaba en el cuerpo, el miedo a morir en cualquier momento e ir al infierno, porque casi todo era pecado, y siempre estaba uno en pecado venial, cuyo castigo era sólo el purgatorio, o pecado mortal, cuyo destino inexorable eran las ardientes e inextinguibles llamas del infierno.
El cielo, el infierno y el purgatorio, desde el verano de 1999 ya no son lugares físicos, arriba y debajo de la Tierra, sino estados de ánimo: la presencia de Dios es el cielo y su ausencia, el infierno. Pero entonces era sus armas de amenaza, y las personas de entonces, presas fáciles y asustadas...
Ahora, en cambio, moralmente parece que el pecado no existe, y ya nos han notificado que el férvido infierno no existe, con lo que desaparece ese temor incrustado que nos soliviantaba, ese “temor de Dios” que nos inculcaron.
Pecado, arrepentimiento y redención han desaparecido de nuestras vidas.
Ahora vemos con naturalidad y aceptación las mentiras; los adulterios ya no se merecen el título de pecado; las prevaricaciones no están mal vistas, y se aplaude y casi se envidia a quien hace un grandioso desfalco.
La moralidad está en claro declive, la auto-conciencia no es tan exigente, tener valores éticos y regirse por ellos está pasado de moda, y nadie cree merecer un castigo, ni siquiera una reprobación, si obra mal. Porque uno piensa que no es responsable si obra mal…
La Religión Católica habla de un pecado original que todos arrastramos de nacimiento, por aquello de Adán y Eva, que cada vez se sostiene menos como historia; ahora nadie quiere “pagar”, y me parece bien, por algo que no hizo.
En el Islam se rechaza explícitamente que otro pague por los errores de los demás: "Nadie cargará con la culpa ajena" (Sura 17, versículo 15).
La sociedad moderna está en contra del pecado: eso pertenece a la antigüedad, al tiempo de oscurantismo, cuando la Iglesia se aprovechaba de su auto-adjudicado monopolio de Dios y de la Religión; cuando se aprovechaba de la ignorancia de la gente, que no se atrevía a poner en duda lo que ella dijera, y que acataba cualquier cosa con tal de evitar el infierno.
Ahora no se teme el Día del Juicio Final, denominación religiosa de lo que se supone sucederá el día del fin del mundo, en que será juzgada toda la humanidad según sus obras. No se cree en ese día, en ese Juicio, y, además, cada vez creemos más, por convencimiento o por conveniencia, en el Dios Amoroso, buen padre y justo, que sabrá perdonar con maestría y generosidad cualquier falta (fíjate que no escribo pecado) que uno haya cometido.
¿Qué padre no perdona a su hijo?
Y ante la pregunta nos quedamos tan tranquilos.
“No me interesa la religión”, oigo cada vez más a menudo. “¿Crees en Lo Superior?” Pregunto entonces, y cada vez más gente responde “sí”, y añaden inmediatamente: “pero no en la Iglesia”.
La gente tiene la sensación, la seguridad en muchos casos, de que la Iglesia ha pecado y peca más que nadie, con la agravante de que ellos debieran ser un ejemplo para los demás; que pecan los sacerdotes que cometen adulterio o pederastia; que pecan al no repartir sus desproporcionadas riquezas con los necesitados; que pecan por ostentación y poder; que derrochan lo que podían dar; que pecan por omisión cuando no se ponen del lado de los necesitados, de los oprimidos, de los torturados, de los que necesitan ser defendidos…
Yo imagino que todos los sacerdotes hacen, o debieran hacer, votos de obediencia, castidad, y pobreza.
Quiero creer que muchos cumplirán los tres; otros, tal vez cumplirán sólo el de obediencia; muchos, no cumplen el de castidad, y muchos, a los que vemos ostentosamente vestidos, no cumplen el de pobreza.
La gente no confía en quien está diciendo: “tú haz lo que yo diga y no lo que yo haga”.
Si sienten que algunos miembros de la Iglesia pecan, ¿por qué no van a pecar ellos?
El pecado no existe. Hay imperfecciones, leves ofensas a no tener en cuenta, tropiezos, despistes, descuidos, omisiones, faltas de atención y de intención… somos los eternos niños o aprendices a los que no es necesario tener en cuenta sus errores.
Más del setenta por ciento de italianos no van a confesarse, según un estudio reciente. Y en otros países es parecido.
Ya no nos vemos como pecadores, y, por supuesto, no vivimos como tales, con la intranquilidad continua de ser delincuentes en búsqueda y captura. No dejamos que la conciencia nos martirice con normas y preceptos que bajo ningún concepto se pueden soslayar evitando su cumplimiento. No queremos tener que dar explicaciones a nadie de nuestros actos, de nuestra moralidad.
¿Tiene sentido en la sociedad moderna vivir según unos criterios establecidos hace dos mil años, que parecen ser, en gran medida, ajenos a la realidad actual?
¿Tienen validez los pecados en el día de hoy?
¿Es necesario que haya un castigo para cada falta?
¿Es justo?
Han cambiado la justicia y las normas sociales, pero… ¿Ha cambiado la doctrina Católica con respecto al pecado?
Ahora parece formar parte de las supersticiones, de las ataduras morales y temores del pasado. Ahora importa más la comprensión y publicación a gritos de que somos humanos ya que eso parece dar una licencia para que todo sea aceptable y aceptado.
Cada vez más gente se pasa a la creencia de que la creación del ser humano no tiene nada que ver con Adán y Eva, y sí con el evolucionismo. Si uno cree en la segunda parte, ¿Por qué tiene que aceptar las normas que corresponden sólo a la primera?
Y esto no implica que uno tenga que perder la fe en Dios, que se ha de mantener intacta aunque uno esté convencido de que no creó la Tierra ni a los humanos, pero sí parece ser cierto que Lo Superior existe, y decir Dios no es más que otra forma de nombrarlo.
Eso sí, quien crea en Lo Superior, y por respeto a ello y a sus propios preceptos personales, debe crear sus mandamientos, aunque los llame Principios Éticos y Morales, o del modo que se le ocurra, y debe respetarlos por honradez y por amor a su integridad personal, y no porque la contraprestación sea un castigo llamado pecado.
La honradez es innata en el ser humano, y no debiera ser necesaria la invención del pecado con su argumento de condena y castigo.
Si cada uno es su propio honrado juez, si cada uno obedece a su moralidad, y cada uno actúa de acuerdo con su conciencia y dignidad personal, no es necesario que nos sobrevuele amenazador el pecado, y menos aún que lo sigan esgrimiendo de un modo amenazante.