Un nuevo tratamiento
Dora es una de mis nuevas pacientes. Tiene cerca d ochenta años. Vive sola en su coqueto departamento y me cuenta que quedó viuda hace pocos años .
Padece de cáncer en sus mamas. En su forma menos frecuente, la metástasis se ha extendido hacia el exterior, en zona de costillas, axila, espal-da y hombro. La enfermedad está avanzando, y su piel en esas zonas se ve parda, rojiza, con pér-dida de líquido seroso.
Ella tiene plena conciencia de su enfermedad, y realiza todos los tratamientos indicados: rayos, quimioterapia por vía oral (menos agresiva, aun-que debilita sus uñas y piel).
Vive sola por propia decisión. Sus dos hijos son muy protectores con ella, la visitan diariamente, y cuidan de que no le falte nada. Mas respetan su deseo de intimidad e independencia.
Ella se maneja en la casa perfectamente. Me recibe todos los días, me convida con té, me trata como si fuera de visita. Realizo mis controles, curo sus heridas y cambio las vendas que las cubren. Siempre la encuentro alegre y transmitiendo su entereza.
Le gusta ponerme al tanto de las noticias del día, de lo que hizo el fin de semana y hasta me da consejos personales.
Dice que el otro día engañó a sus hijos, que no quieren que salga sola. Para no recibir llamados, descolgó el teléfono y se fue a misa cerca de su casa. Cuando volvió, les dijo que el tubo había quedado accidentalmente descolgado.
Es muy graciosa, y me hace reír al contarme cómo disimula sus vendajes cuando se viste para salir a la calle.
Un día de esos, cuenta que tuvo un sueño im-pactante, donde unos seres muy bellos y perfectos la metían debajo del agua. Ella se aterrorizó, tenía miedo de ahogarse. Después se dio cuenta de que no se ahogaba, que esto le hacía muy bien. Cuando despertó no sabía si estaba en el agua o en su cama. Notaba un gran bienestar, se hallaba muy reconfortada.
Me sorprenden estos comentarios que suelo escuchar en la etapa final de algunos enfermos, dado que Dora está físicamente bien, totalmente coherente y lúcida, muy conectada con la reali-dad terrenal en la etapa que transita.
Al día siguiente, en medio de nuestras char-las diarias, me atrevo a preguntarle cómo andan sus sueños.
—Me doy cuenta que no es un sueño— me dice con total seguridad.
—Me están curando con hidroterapia. Me aplican gelatinas, me dan agua, un jarabe. Además pude comprobar que no me ahogo en esas piletas—
— ¿Y quién la lleva?— la interrogo.
—Son médicos especialistas. También hay en-fermeras y personal de un hospital. Creo que son de Atlántida. Todavía no te puedo asegurar, pero lo estoy investigando—
—¡Me siento tan bien, que no quiero interrumpirlos en averiguaciones inútiles!. Prefiero aprovechar esos momentos de bienestar—
Me cuenta esto con naturalidad; no está asustada ni preocupada. No desea hablar de esto con sus hijos porque cree que van a dudar de su coherencia y van a contratar una persona para que la cuide en forma permanente. Justa-mente es lo que ella no quiere.
No obstante haber escuchado tantos comen-tarios insólitos en estos años de trabajo, no pue-do salir de mi sorpresa. Le pregunto:
— ¿Usted sabe qué es La Atlántida? ¿Alguna vez leyó algo?—
—Sólo escuché algún comentario— me dice.
Le digo que es un continente que desapareció en el mar.
— ¿Estás segura? Tengo que informarme sobre esto—
Van pasando los días. Ella sigue bien, sin do-lor, y gracias a una crema que le aplico en sus heridas, no sangran tanto y se ven mejor de aspecto.
Llego a atenderla, y como siempre, me recibe amable y sonriente. Realizo mi trabajo sobre sus heridas, y mientras charlamos volvemos al tema de su "nuevo tratamiento".
— ¿Cómo andan sus paseos por Atlántida?—
Se sonríe en forma picaresca, me mira y con-testa con otra pregunta: —¿Vos pensás que estoy loca, hablo por chochera, o realmente te interesa saber sobre esto?—
Me detengo a explicarle que no la considero loca ni chocha, que creo que está pasando por un período especial de su vida, que no es la primera paciente que me habla de este tipo de ayudas. Que si bien no tengo grandes certezas, sí creo que está siendo asistida. La miro a los ojos y le digo:
—Ninguna de las dos tenemos dudas de esto. ¿O me equivoco?—
Me sonríe y propone:
— ¿Querés que te cuente cómo son esos mé-dicos? Tienen pelo claro, llevan uniformes como túnicas blancas, que parecen de seda. Les cu-bren desde el cuello, con un cinturón dorado. Tienen una sonrisa persistente, inspiran confianza. Son portadores de un espíritu generoso—
—Esa apariencia angelical es la que logra que poco a poco yo me sienta mejor. Me dan paz, tranquilidad y seguridad—
— ¿Y cómo la llevan?— la interrogo.
—Crean campos de luz dorada y plateada, con mucho brillo. Ellos me enseñan a aprovechar esto para elevarme. Cuando me llevan siento como que traspaso una cortina transparente—
—Al principio no podía dar un solo paso. Ellos me indicaban que aún no estaba preparada, yo sentía un temor indescriptible. Ellos me fueron calmando. Me enviaban mensajes de amistad y aprecio—
— ¿Cómo eran esos mensajes?—
—Paz, tranquilidad, paciencia... La intención es guiarlos por el buen camino. No teman, no se asusten. Sean cuidadosos en evaluar la sinceri-dad, la abnegación, el sacrificio que se hacen por una causa noble. Es una labor humanística...—
Un llamado telefónico interrumpe este diálo-go y me marcho a continuar mi tarea del día.
Pasa el tiempo, Dorita siempre me recibe de la misma forma. Charlamos y también me pre-gunta sobre mis cosas. Luego aprovecha estas ocasiones para darme consejos a nivel personal. También habla sobre su vida, su esposo, su pasado y este presente que le toca vivir.
Un día decido volver al tema que quedó inconcluso.
—Dora, ¿qué labor humanística nombró cuando hablaba de los mensajes?—
—Son pruebas a las que deberán someter-se. Tendrán rigurosas experiencias. Habiendo terminado bien esa tarea, se les dará otra, y así seguirán hasta pasar a otro cargo—
—Los que no abandonen, los más trabajadores, los que perduren, entenderán el verdadero y real sentido de la vida—
—Sacarán valiosas conclusiones, aprenderán a reflexionar y meditar, a valorar el silencio. Esto podrá servirles para evitar nuevos errores y elaborar algún plan que les evite las confu-siones—
—Seleccionarán a las personas. Preferirán a las que tienen la mente limpia y preparada pa-ra obras de bien al servicio de la humanidad—
—Existe esa tarea. Deben explicar que todo acto de caridad y servicio debe realizarse con constancia, fe, amor, entrega. Para cumplir con esta misión irán dejando de lado el egoísmo, la egolatría, el indivi-dualismo—
—Sólo eso curará los cuerpos, las mentes, y el alma. Irradiarán felicidad, encontrarán armo-nía—
—Enseñar esto es el quid de la cuestión. Tra-tar de formar personas para el bien, el servicio, la piedad. Que no provoquen trastornos a la naturaleza. Es una tarea dura, de titanes...—
Tome nota textual de sus palabras. Luego su conversación se desvió a temas más triviales, con la mayor naturalidad.
Pasan los días y Dorita está desmejorada. Las heridas le duelen, está desganada, con su ánimo algo decaído. Igualmente conversamos, y trato de sacarla de su preocupación. Siem-pre disfruta escapándose sola a misa, se vale por sí misma. Aunque la vigilancia de su familia es más asidua, a pesar de su reticencia a ce-der espacios. Su sonrisa no se pierde, y me pregunto cuánto más puede durar esta situa-ción.
—Mis hijos me quieren poner una cuidadora permanente, pero yo me niego. No saben que todos los días "ellos" me levantan y me acues-tan. Siempre están conmigo—
En esos días, su hija me avisa por teléfono que Dora se cayó y sufrió fractura de cadera.
Siento una gran pena, porque pienso que en su estado actual quizás no puedan ope-rarla.
Más me equivoco, porque la operación se rea-liza con éxito. Ella vuelve a su casa en pocos días, y comienza a dar algunos pasos.
Su enfermedad no cede, va avanzando so-bre su piel. Ahora la visito sólo esporádica-mente, ya que se le destina una enfermera de su misma obra social para las curaciones, cada vez más asiduas. Siempre nos comunicamos por teléfono y me dice que no está muy bien.
La última vez que la visito veo su notorio deterioro. Una señora la cuida las 24 horas; ya no deambula por la casa, el solo hecho de hablar la fatiga.
Este encuentro es muy emocionante para las dos. Ella sabe que tomo notas, y me hace mu-chas preguntas sobre el tema, aunque ante-riormente me había manifestado que no de-seaba que contara su historia.
Siento que este contacto es vital para noso-tras. Luego de que la persona que la cuida nos deja solas, nos apretamos las manos, habla-mos mucho. Como en aquellos días de mi aten-ción diaria, se interesa por todas mis cosas. Le comento un problema personal y me deja importantes mensajes:
—Los desengaños que cosechamos en la vida, se producen porque construimos una ima-gen que ante un fuerte estado emocional, se rompe. Nuestros enemigos tienen una destreza es-pecial para detectar y poner de manifiesto nuestras más secretas debilidades. ¡Pensar que La Sabiduría se sirve de medios tan sutiles para empujarnos hacia la per-fección—
Después tomo la decisión de buscar en mi cuaderno de apuntes lo que llevo escrito sobre ella. Se lo leo, y se emociona muchísimo. Me autoriza a que lo transmita, con la condición de cambiar su nombre.
—Ahora tengo la sensación de haber apor-tado algo importante y significativo para otras personas. Siento que he realizado mi servicio, en estos momentos en que creía que ya no po-día servir a nadie aquí. Y que puede ser de utilidad a muchos—
—Me iré y esto continuará vivo—
Dorita no quiere que me vaya. Las dos sabemos que es nuestro último encuentro. Pero la vida es una continua despedida. Solo se trata de superar etapas.
Tres días después me avisan de su partida. Guardo el recuerdo de su eterna sonrisa.
Siento una gran paz. Sé que esto continuará vivo.