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 FE Y AFECTIVIDAD - 1ª parte



Febrero 09, 2013, 02:22:09 pm
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Desconectado antonio pina

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FE Y AFECTIVIDAD - 1ª parte
« en: Febrero 09, 2013, 02:22:09 pm »
FE  Y  AFECTIVIDAD: UNA  RELACIÓN  DIALÉCTICA
(Hacia un ajuste integrador)



         Han quedado atrás los tiempos en que “fe” y “afectividad” se miraban con recelo. Y, al acercarse, han descubierto que son complementarias y mutuamente potenciadoras, siempre que se vivan desde una lucidez que las reconoce en relación dialéctica: una vivencia ajustada de la afectividad facilita una vivencia adulta y genuina de la fe, y una vivencia ajustada de la fe favorece la maduración y la integración afectiva. En la medida en que ambas dimensiones se van integrando, la persona crece en unificación y en amor. Se percibe encajada en quien es, con sus limitaciones y carencias, serena y en camino. Y enraizada en su dimensión más profunda, en Dios, se deja “desplegar” hacia fuera.

Subrayo el término “ajuste”, porque ahí se encuentra la clave para que ambas vivencias resulten mutuamente enriquecedoras. Una vivencia desajustada de la afectividad puede llegar a bloquear o distorsionar el proceso de fe de la persona, del mismo modo que una vivencia desajustada de la fe puede repercutir gravemente en su integración afectiva.

Es verdad que, en todo lo humano, habremos de contar con “desajustes”, puesto que decir humano es decir limitado y, por tanto, imperfecto. Hasta el punto de que el afán de perfección -el perfeccionismo y el no reconocimiento de la propia limitación- es con frecuencia la mayor fuente de desajustes. Ahora bien, eso no debe ser excusa para nuestra pereza o comodidad, ni freno para nuestra búsqueda de una vivencia cada vez más integrada de estas dimensiones de nuestra persona.

Ha solido achacarse a la formación sacerdotal un exceso de intelectualismo, voluntarismo y perfeccionismo. Como toda generalización, es probable que esa afirmación no haga justicia a la realidad, pero apunta en una dirección que debería hacernos pensar, en cuanto muestra dónde se han puesto los “acentos” en aquella formación. Y sabemos que, si nos descuidamos, todo acento conlleva el riesgo de un olvido.

Intelectualismo, voluntarismo y perfeccionismo son rasgos que, con mayor o menor intensidad, marcaron aquella formación y repercutieron en el modo de vivir la fe y de integrar la afectividad.

Llamo intelectualismo a un modo peculiar de ver a la persona y de aproximarse a la realidad, en el que prima lo cerebral. A partir de ahí, se potencia el desarrollo intelectual del sujeto, con el consiguiente olvido de su dimensión sensible, afectiva y corporal. Llevado al extremo, ve a la persona como una cabeza “pegada” a un cuerpo. Pero, al alejarla de su sensibilidad y corporalidad, la separa también de los sentimientos y, en último término, de la vida. Una formación de aquel tipo podía generar personas que pensaban, más que vivían. Los desajustes que se derivan de cara a una integración unificadora de la afectividad resultan evidentes.

Pero una formación intelectualista no sólo olvida el cuidado de la dimensión afectiva, sino que repercute negativamente en la propia vivencia de la fe, dando lugar a lo que se ha denominado una “fe conceptual”. No es extraño. Se trataba de un “clima” ideal para encerrar, inadvertidamente, la fe en la cabeza y convertir la experiencia creyente en asentimiento mental a formulaciones dogmáticas, perfectamente elaboradas.

Con ello, se había llegado a dos extremos igualmente peligrosos y empobrecedores: el olvido de lo afectivo y la reducción de la fe a la “creencia”. En el extremo, la persona quedaba empobrecida y Dios era reducido a un “objeto mental”, por más que se escribiera con mayúscula y se le llenara de atributos tales como “omnipotente” u “omnisciente”.

Frente a esa unilateralidad, cada vez somos más conscientes de que, si queremos avanzar en la integración de la fe y la afectividad -y, de ese modo, en la unificación de la persona-, habremos de partir de una visión diferente del ser humano, que posibilite una vivencia ajustada de la una y de la otra.   

Pero creo importante decir antes una palabra sobre los otros dos puntos que aquella formación acentuaba: el voluntarismo y el perfeccionismo. Cualquier pedagogo competente sabe que, sin voluntad y sin esfuerzo, no puede haber crecimiento. Y que la voluntad es uno de los valores en baja en nuestra cultura postmoderna. Una cultura también en la que, de un modo similar, el perfeccionismo anterior se ha transmutado en un “todo da igual”. ¡Con qué facilidad nos dejamos llevar por la ley del péndulo y cómo nos cuesta mantenernos en el delicado equilibrio que tiene en cuenta los aspectos complementarios!

Porque hablar de voluntad y de búsqueda de lo más perfecto no significa aplaudir el voluntarismo y el perfeccionismo. Y esto es lo que ocurrió, a veces, en aquella formación. Era comprensible, a partir del intelectualismo, que prácticamente todo se redujera a voluntad y a perfección. De ese modo, se olvidaban los mecanismos que condicionan el comportamiento de la persona y las “leyes del crecimiento”. Mecanismos, en su mayor parte inconscientes, que actúan con una inexorabilidad parecida a la de las leyes físicas. Enfrentado a esas leyes, no sólo ignoradas sino expresamente descalificadas, no era extraño que en el sujeto se generaran sentimientos de dureza, rigidez, sobreexigencia, orgullo, resentimiento… Cuando alguien ha sido formado en un “ideal de perfección”, tiene mucho riesgo de deshumanizarse y de deshumanizar, porque fácilmente la búsqueda de perfección se convierte en un perfeccionismo que termina negando o reprimiendo todo aquello que no encaja en el ideal. Pero como nada se reprime impunemente, puede llegar a producirse en la persona una escisión (neurosis) entre su “imagen idealizada” y su sombra o “cara oculta”, con todo lo que eso repercute en el modo de vivirse a sí misma, de vivir las relaciones con los otros y de abrirse a la Gratuidad de Dios[2].   

         Detrás de todo lo que vengo planteando, late una doble pregunta, en la que se encuentra la clave de toda nuestra cuestión: ¿cómo vivir la afectividad?, ¿cómo vivir la fe? Preguntas que nos remiten a la importancia de crecer en una vivencia ajustada de la fe y la afectividad, que haga posible una fecunda relación dialéctica entre ellas y, en consecuencia, favorezca la unificación y la felicidad de la persona -del sacerdote- y el despliegue de su vocación a favor de los otros. Tomar en serio esas preguntas debería conducir, a mi modo de ver, a valorar el trabajo psicológico sobre uno mismo. Cada vez más, disponemos de herramientas (escuelas de formación personal, acompañamiento individual…) que pueden ayudarnos a vivir de un modo más lúcido, creciendo armoniosamente en quienes somos. Trabajo psicológico que debería ocupar un lugar relevante en la formación de los futuros sacerdotes.

 

La dimensión afectiva de la fe

          Una relación dialéctica y enriquecedora entre fe y afectividad requiere una vivencia ajustada de ambas. ¿Qué decir sobre la vivencia ajustada de la fe? Para responder a esta pregunta en el reducido espacio de este trabajo, me centraré únicamente en dos puntos, por la estrecha relación que guardan con lo que han sido dos carencias importantes en la etapa anterior: el olvido de la dimensión afectiva y el exceso de conceptualización de la fe que parecía reducirla a creencia intelectual.

 

1.     El afecto en la vivencia de la fe

La fe, antes que una creencia que se plasma en una formulación doctrinal, es un modo de ver, un modo de vivir, un modo de ser. Toma a toda la persona en todas sus dimensiones, de un modo integrador y configurador. Por lo que el creyente no es una persona que “tiene fe”, sino alguien tomado y configurado, cada vez más plenamente, por una experiencia radical que repercute y le hace vibrar en todo su ser.

         Vibra también su afectividad. En efecto, en la experiencia de fe, se percibe enraizado en el Amor originario, incondicional y gratuito; un amor que no sólo lo envuelve, sino que lo constituye. Y, al mismo tiempo, despierta y moviliza en él toda su capacidad de amar. Necesidad de ser amado y capacidad de amar: en la fe, la afectividad ha encontrado descanso, motor y cauce.

         Sin caer en anacronismos que pretenden extraer de la Escritura lo que no puede dar, no cabe duda de que ésta intuición recorre toda la Biblia: el corazón de la fe es el amor y, con él, el afecto. Empezando ya por el “primer mandamiento”.

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut 6, 5). El “primer mandamiento” del decálogo bíblico, ratificado por Jesús (Mc 12, 29-30), antes que imperativo, es revelatorio; antes que una orden, es una proclamación. No impone la obligación de amar a un dios separado, celoso de su honor, que se asemejaría a un soberano narcisista y vanidoso. Una tal caricatura de Dios, fruto de la proyección humana y condicionada por un estado de conciencia mítico, nos resulta hoy inequívocamente blasfema. Es uno de los dioses que necesitamos matar[3].

No. Ese “primer mandamiento” revela algo fundamental, de lo que la Biblia irá tomando conciencia progresivamente, hasta llegar a proclamarlo con rotundidad: “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Lo Real, el Fondo, lo Nuclear de la vida, Lo Que Es, es amor. De donde se derivan, como en cascada, todo un torrente de consecuencias, alguna de las cuales enuncio a continuación.

 Creer es una cuestión de amor. Que creer sea una cuestión de amor significa, también, que, antes que cualquier otra cosa, el creyente se percibe, en su núcleo más íntimo, ser y proceder del Amor. Aquél “en quien somos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28) es amor. La fe es, antes que nada, experiencia de ser amado, que lleva a dejarse alcanzar e impregnar más y más por esa realidad, para descansar en ella y posibilitar que fluya y circule, compasiva y eficazmente, hacia los otros.

 Acierta en la vida quien vive el camino del amor. Si el núcleo de lo Real, su “secreto” es Amor, amar no es, en primer lugar, una cuestión ética, sino de sabiduría. “Acertamos” en la medida en que vivimos el amor; nos “equivocamos” -eso significa originalmente la palabra “pecado”: errar el blanco, no acertar- siempre que vamos contra el amor.

Ésa es la razón por la que el “segundo mandamiento” - “amarás a tu prójimo como a ti mismo”- es “semejante al primero” (Mt 22, 39). No amamos por imperativo, sino porque somos amor. Es cierto que podemos vivirnos en la superficie más egocéntrica, ignorando o bloqueando la realidad más profunda. Pero, en la medida en que accedemos a nuestra realidad profunda, todo aparece unificado y armonioso; todo es un puzzle admirablemente encajado. Un puzzle sin costuras constituido, entretejido y mantenido en el Amor originario.

Ésa es la razón, también, por la que toda la vida y el mensaje de Jesús se condensan en la práctica del amor. Centrado en el núcleo de lo Real, es un mensaje sabio que no conoce dualismos. Lo que define al creyente no es que diga “Señor, Señor”, sino la práctica compasiva del “haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).

 Dios es fácilmente amable. El creyente que no se ha perdido en los conceptos, que no se ha enfriado en la rutina ni se ha enredado en mecanismos psicológicos egoicos, se siente gozosamente fascinado y atraído por el Dios Amor, la luminosidad radiante y amorosa de Lo Que Es. Por eso, considerar aquel primer mandamiento como una obligación parece indicar que no se ha captado su sentido más profundo; en todo caso, el mandamiento es un “recordatorio” que quiere hacernos volver a la realidad. Es un gozo amar a Dios porque es amor… y amor es lo que somos.

 

2.     Dios no puede ser pensado

Cuando, advertida o inadvertidamente, insistimos prioritariamente en lo conceptual, empobrecemos y oscurecemos la fe. No sólo porque una actitud de ese tipo olvida nada menos que lo nuclear de esa misma fe -la luminosidad amorosa de lo Real-, sino porque evidencia una arrogancia insostenible: creer que se puede pensar a Dios. Dios no puede ser pensado, por el hecho simple de que nuestra mente puede únicamente pensar objetos limitados: de hecho, pensar implica delimitar y, por ello mismo, limitar. De ahí que cualquier pensamiento sobre Dios no consigue otra cosa que objetivarlo, es decir, reducirlo y velarlo.

La pretensión de “saber” mucho sobre Dios y de hablar de Él sin cautela no genera sino ateísmo. Porque un Dios del que se “sabe” mucho no puede ser Dios, sino una proyección de nuestra mente. El Dios que se puede pensar nunca es el verdadero Dios. Tenía razón el viejo maestro del Tao Te Ching: “El que sabe no habla, y el que habla no sabe”. Todo lo que podamos llegar a pensar es categorizable, pero Dios -por definición- es lo que está más allá de toda categoría.

La fe requiere, por tanto, ir “más allá” del pensamiento. Porque el Dios que no puede ser pensado, puede ser intuido, percibido, experimentado en la contemplación in-mediata. Y puede ser vivido, en una vivencia que tomará toda nuestra persona, también nuestra afectividad.   

 

Afectividad y madurez humana

          El “campo de pruebas” de la fe y de la oración es la vida cotidiana. La mejor religión -decía el Dalai Lama- es la que hace mejores personas. Y si la fe no va provocando un proceso de transformación personal habría que preguntarse en qué trampas ha caído el creyente. Las trampas pueden ser muy sutiles y guardan relación, más o menos directa, con la afectividad. Por una razón obvia: lo que frena o impide el crecimiento personal son problemáticas y mecanismos relacionados con la vivencia de lo afectivo. Una afectividad no integrada hará inviable la transformación personal y repercutirá negativamente en la vivencia de la fe.

 

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