¿Por qué seguimos aferrados a una relación que no funciona?
Autora: Dra. Marisela Rodríguez Rebustillo, Ph.D.
Profesora Titular de Psicología - Investigadora Titular
Es innegable que a todos nos causa mucho dolor la ruptura de una relación, y aún duele más si quien decide romper es la otra persona. No me estaré refiriendo en este artículo a la separación por la muerte, pues aunque resulta una ruptura igualmente dolorosa, no suele concebirse como un abandono, en todo caso, un abandono involuntario, y en eso podemos encontrar un cierto consuelo. Nos referiremos a la ruptura cuando alguien decide abandonarnos por voluntad propia.
Toda ruptura implica una pérdida y cuando hablo de pérdida me estoy refiriendo a la pérdida de algunos hábitos. Se apodera de nosotros el miedo al cambio, nos sentimos inseguros de alguna manera. La formación de hábitos es un valioso mecanismo de adaptación que nos agiliza la vida. Los estereotipos que conforman nuestro comportamiento nos permiten ganar tiempo y concentrarnos en las actividades más complejas, que requieren el uso de nuestro pensamiento. Cuando una situación se interpone en el estereotipo conductual, sobreviene una carga de ansiedad que nos hace sentir incómodos, molestos. En tal sentido, cuando una relación se acaba, tienden a cambiar muchas cosas en nuestra vida, se rompen hábitos de convivencia, desde lo más radical, que suele ser cambiar de lugar de residencia, hasta cualquier otra costumbre, como dormir en otra cama, no compartir un desayuno, o no ver la tele juntos.
Es lógico que esta situación nos desestabilice por un tiempo y hasta nos conduzca a la depresión. Pero, ¿qué pasa si nos mantenemos aferrados a la relación, sin aceptar una ruptura que parece definitiva?
Puede que la relación no haya sido tan larga como para formar muchos hábitos de convivencia; aún así, lo que expondré es igualmente válido para cualquier rompimiento, independientemente del tiempo o de la edad que tengan los miembros de la pareja. Puedo incluso afirmar que, el aferrarse caprichosamente a una relación que no funciona, no depende directamente del tiempo vivido juntos o de la edad, como veremos más adelante.
Cuando nuestra pareja nos propone terminar, nos asalta el miedo a la soledad, a no tener quien nos proteja, a perder lo que “nos pertenece”. Estas son necesidades básicas o primarias, que surgen poco tiempo después del nacimiento y que constituyen la base donde se asienta la autoconciencia del niño. Son necesidades de seguridad o protección y de afiliación o aceptación social (afecto, pertenencia y amistad). Estas necesidades deben ser satisfechas por los padres, otros adultos allegados al niño y, en último lugar, por otros niños. El niño se encuentra indefenso y, por lo tanto, necesita quien le cuide, le proteja, al mismo tiempo que le brinde afecto, lo acepte y le otorgue un lugar preferencial dentro del grupo familiar.
Durante los dos primeros años de vida, el niño está fusionado con su ambiente, como si él fuera uno solo con lo que le rodea, incluidos los objetos a los que tiene acceso y siente que le pertenecen. El niño no puede desprenderse de sus juguetes, separarse de su madre, salir a lugares desconocidos, porque esto le genera una gran ansiedad. En un mundo que le resulta aún extraño y en el cual no logra reconocerse como alguien diferente, comienza a conformarse una idea de este a través de lo que está más cercano a él. No es hasta los tres años de edad que comienza a percibirse como un ente independiente, con sus propias necesidades y cualidades, y exige un tipo de tratamiento diferente. Comienza a formarse en el niño la autoestima, de manera espontánea, a partir de las valoraciones de los demás. El niño primero se torna consciente del otro, y solo después, toma conciencia de sí. Es por ello que es muy importante para él, en esta etapa, el reconocimiento y la aprobación de los otros.
Entre los cuatro y seis años de edad, el niño conforma su propia identidad a partir de las cosas, personas y situaciones de su entorno: “Esto es mío”, “Así soy yo”, “Mi familia es así”, etc. Esto le va dando un estatus social al niño, en tanto existe psicológicamente, en relación con los demás. En la medida que su posición se consolida y su autoestima se va haciendo más fuerte, el niño empieza a desarrollar, entre los seis a doce años, habilidades para resolver los problemas de la vida de forma racional y efectiva, permitiéndole una mayor adaptación e independencia.
Es de esperar que a partir de la adolescencia, una autoestima sana, le permita pasar a la etapa de lo que llama el psicólogo norteamericano G. Allport, esfuerzo o lucha propia, en donde estará apto para proponerse metas, ideales, planes, vocaciones y demandas. La culminación de la lucha propia sería, según este autor, la habilidad de decir “soy el dueño de mi propia vida”.
Cualquier dificultad en la maduración del yo, mantiene a la persona fijada en etapas infantiles, buscando sustitutos de las primeras figuras paternas, para que satisfagan las necesidades de protección y aceptación, que aún no ha logrado trascender. Por supuesto, la persona no es culpable de esta falta de madurez psicológica, lo cual depende, fundamentalmente, de factores educativos, cuyos orígenes están en la falta de recursos psicológicos que tienen los adultos para lidiar con estas primeras necesidades del niño. Atmósferas sobreprotectoras, autoritarias, de rechazo, represivas, humillantes, van conformando el núcleo inconsciente del estilo de vida de un futuro adulto inseguro, dependiente, que identifica afecto con posesión.
Esta necesidad de reconocerse a sí mismos a través del otro, sitúa a la persona en una etapa primaria de la autoestima. Al estar en pareja nos identificamos con la otra persona, como un mecanismo compensatorio o de defensa del yo. Es lo que se conoce en Psicología como proyección. Proyectamos en el otro nuestras cualidades positivas y negativas, nuestros deseos y necesidades e incluso nuestras culpas y vergüenzas. Claro está, la proyección se produce cuando no hemos logrado madurar emocionalmente, cuando nos empeñamos en permanecer ocultos detrás de una “máscara”, que impide acceder a nuestro verdadero yo. Cuando deseamos que otro asuma por nosotros lo que somos y no estamos dispuestos a aceptar. Cuando responsabilizamos al otro de nuestro comportamiento.
Por otro lado, surge el miedo a la pérdida. Nos identificamos con lo que tenemos, con lo que creemos poseer, como el niño antes de los tres años. Su pensamiento concreto le impide la generalización. Al niño le cuesta desprenderse de lo que le rodea porque en esto encuentra su propia identidad. Es un egocentrismo natural para la primera infancia, pero arcaico para la adultez. También a este fenómeno le llamó S. Freud, fijación.
De este modo, una de las ideas que propongo en este artículo es que la causa de que no aceptemos una ruptura y nos aferremos a una relación que no funciona es permanecer emocionalmente infantiles. En Psicología se ha identificado este comportamiento como el síndrome de Peter Pan o la persona que nunca crece. No querer soltar implica una necesidad de protegerse de su inseguridad, miedo a no ser queridos ni aceptados, una identificación con factores externos, una prolongación de nuestro yo en los demás.
Hasta tanto no evolucionemos a necesidades superiores seguiremos haciendo depender de otros la satisfacción de las necesidades psicológicas básicas, a saber, protección, pertenencia y autoestima, según la pirámide de necesidades propuesta por el psicólogo humanista A. Maslow.
¿Cuándo se sabe que no funciona una relación?
Hace un tiempo atrás leía un libro de autoayuda titulado “Si está roto, no lo arregles”, de los esposos Behrendt, asesores de la serie norteamericana Sexo en Nueva York. El libro tiene un título muy sugerente, pues insta a abandonar las esperanzas de volver, después de una ruptura de pareja. Las personas se inventan toda una serie de justificaciones, excusas para evitar asumir proyectos de cambio personal, para no aceptar que, cuando alguien decide romper una relación, ha tenido tiempo suficiente para pensárselo, pues algo ha dejado de funcionar, o nunca funcionó. La ilusión de que algo puede llegar a ser diferente, hace que se trace un plan de reconquista, muy frustrante, colocándole en una situación bastante indigna y humillante. Asediamos a la persona, le lloramos, suplicamos para que vuelva, con la secreta esperanza de que la decisión tomada por el otro sea reconsiderada.
Una relación no funciona cuando alguno de los dos, o ambos, pierde la motivación por continuar juntos. Nos avoca a una ruptura o separación por cualquier motivo que sea, no importa cuál es el argumento utilizado. Recordemos que una relación supone la comunicación entre dos personas. Ambas deben responder a la necesidad del intercambio. Si una de los dos no está motivada a ese intercambio, la relación deja de tener sentido, deja de tener futuro. Si alguno de los dos no desea ya estar juntos, es mejor continuar el camino por separado. Dice Osho: “El amor es como una brisa. De pron¬to viene. Si está ahí, está ahí. De pronto se ha ido. Y cuando se ha ido, se ha ido. El amor es un misterio, no puedes manipularlo.”
En el artículo que titulé “¿Por qué no podemos ser felices?”, expresaba que la relación afectiva que establecemos con nuestros padres en la infancia marca nuestra vida futura. Por eso tendemos a buscar parejas que van a reproducir la manera de comunicarnos y de satisfacer las necesidades de nuestra infancia. En este artículo planteo que cuando alguien tiende a enamorarse de personas que terminan despreciándolo, abandonándolo o siéndole infiel, es porque se establece una conexión, a nivel inconsciente, de que el abandono es una forma de expresar el amor. Por ejemplo, si fuimos niños abandonados o rechazados por nuestros padres, surge un mecanismo de defensa ante la necesidad de aceptación y de afecto. El niño necesita sentir que sus padres lo aman, por ende, el sentimiento de abandono llega a interpretarse como una forma de amor. Se incorpora la creencia de que la persona que lo abandona, en el fondo le ama. Esta idea puede llevar a no aceptar la ruptura como una expresión de que el amor se acabó. Por el contrario, se convierte en una excusa para albergar falsas esperanzas. La persona se siente “amada” de esta manera, e insiste en propiciarse un falso bienestar.
Algunos libros de autoayuda se centran en dar recomendaciones prácticas para superar la ruptura, sin dar explicaciones psicológicas muy profundas. Si ahondamos en los mecanismos que llevan a la persona a actuar de este modo podremos facilitar la toma de conciencia del porqué se produce este comportamiento adictivo, en lugar de reforzar mecanismos compensatorios, que llevan a la persona a continuar engañada, sin superar esta etapa.
Algunas de las recomendaciones que comúnmente se ofrecen para “superar” los efectos de la ruptura son: “Te merecías a alguien mejor”, “Esa relación no valía la pena, tú vales mucho más”, “Después de un tiempo va a pasar”, “Siempre encontrarás quien esté dispuesto a quererte de verdad”, “no llames ni busques a tu ex pareja por un tiempo, mantén tu amor propio”, “debes aprender a quererte a ti mismo”. Todas estas apreciaciones aunque pretenden aumentar la autoestima y la seguridad de la persona, no van encaminadas a fortalecer estos procesos, sino, por el contrario, refuerzan los viejos mecanismos que hoy mantienen a la persona aferrada a la relación que acabó.
¿No valía la pena?
No creo que plantear que la expareja no valía la pena, y que valemos mucho más que ella, o que debemos darnos nuestro lugar, fortalezca la autoestima. El colocarnos en un falso lugar de superioridad es un modo de reforzar el mecanismo que nos condujo a una autoestima inadecuada. Tanto la subestimación como la sobrevaloración son formas patológicas de autoestima.
Es un error muy frecuente de los padres alentar la comparación y la competencia en sus hijos como un modo de fortalecer su autoestima. Inculcarle la creencia de que no puede perder, exigirle que sea el mejor, que sea el que más tenga, que no puede equivocarse, enferma gravemente la autoestima del niño. De esa forma se quedará fijado en esas primeras etapas de la infancia.
Sentirse superior es sinónimo de que la autoestima es baja. Esto puede parecer una aparente contradicción. Al tener una autoestima sana no se necesita de comparaciones, se asumen los aspectos positivos de la personalidad y también las limitaciones, sin necesidad de culpabilizar a nadie por el fracaso. Se hace responsable de los errores y se propone superarlos. Tener una autoestima sana implica asumir la responsabilidad por lo que somos, sentimos y hacemos.
Por lo tanto, pensar que si alguien decide romper con uno es porque no valía la pena, es un autoengaño, es un falso consuelo, que solo nos llevará a alimentar el rencor, el desprecio y nos conducirá por un camino equivocado nuevamente. No es mejor ni peor que nosotros, simplemente es otra persona, que puede ser igualmente valiosa, que ha tomado la decisión de cambiar su vida, sin que estemos nosotros presentes. No es nuestra propiedad.