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 ELEONORA



Febrero 01, 2011, 01:19:55 pm
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ELEONORA
« en: Febrero 01, 2011, 01:19:55 pm »

ELEONORA

Su conservaciones forme especificare salva anima.
(RAIMUNDO LULIO)

Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones. Los hombres me
han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más
elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo lo profundo, no surgen de una enfermedad del
pensamiento, de estados de ánimo exaltados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de
día conocen muchas cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones
obtienen atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al borde del
gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría propia y mucho más del mero
conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón ni brújula, en el vasto océano de la «luz
inefable», y otra vez, como los aventureros del geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in
eo esset exploraturi».

Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados distintos en mi existencia
mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y pertenece a la memoria de los sucesos de
la primera época de mi vida, y un estado de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos
que constituyen la segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a
lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad resueltamente, y, si
no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.

La amada de mí juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos recuerdos, era la única
hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora.
Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás
sin guía a aquel valle, pues quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo
rodeaban con sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No había
sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso apartar con fuerza el
follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de millones de flores fragantes. Así era
como vivíamos solos, sin saber nada del mundo fuera del valle, yo, mi prima y su madre.

Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de nuestro circundado
dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada más brillante, salvo los ojos de
Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera, pasaba, al fin, a través de una sombría garganta,
entre colinas aún más oscuras que aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio»,
porque parecía haber una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su
lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba contemplar en lo
hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada uno en su antigua posición, brillando
gloriosamente para siempre.

Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por caminos
sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las márgenes descendiendo a
las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de guijarros en el fondo, esos lugares, no menos
que la superficie entera del valle, desde el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos
alfombrados por una hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de
vainilla, pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y asfódelos
rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas voces, del amor y la gloria de
Dios.

Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantásticos árboles cuyos
altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graciosamente hacia la luz que asomaba a
mediodía en el centro del valle. Las manchas de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y
la plata, y no había nada más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde
vivo de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas, retozando
con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria rindiendo homenaje a su
soberano, el Sol.

Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes de que el amor
entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde,. al terminar el tercer lustro de su vida y el cuarto de la
mía, abrazados junto a los árboles serpentinos, mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de
Silencio. No dijimos una palabra durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras
palabras fueron temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora
sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros antepasados. Las
pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron en tropel con las fantasías por
las cuales también era famosa, y juntos respiramos una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada.
Un cambio sobrevino en todas las cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles
donde nunca se vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una
desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos rojo rubí. Y la vida
surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces nunca vistos, y todos los pájaros
gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje escarlata ante nosotros. Peces de oro y plata
frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba, poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una
arrulladora melodía más divina que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de
Eleonora. Y una nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Véspero
flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, descendía cada vez
más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las montañas, convirtiendo toda su
oscuridad en esplendor y encerrándonos como para siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y
de gloria.

La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente como la breve
vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el fervoroso amor que animaba su
corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más recónditos mientras caminábamos juntos por el
Valle de la Hierba Irisada y discurríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los
últimos tiempos.

Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe sufrir el hombre, en
adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vinculándolo con todas nuestras
conversaciones, así como en los cantos del bardo de Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y
otra vez en cada grandiosa variación de la frase.

Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había sido creada perfecta
en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de tumba se reducían a una consideración
que me reveló una tarde, a la hora del crepúsculo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una
vez sepulta en el Valle de la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares,
transfiriendo el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y cotidiano.
Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré, anee ella y ante el cielo, que
nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal
a su querida memoria, o a la memoria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al
poderoso amo dei Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la maldición de
El o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa, implicaba un castigo tan
horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras,
y suspiró como si le hubieran quitado del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, peto
aceptó el juramento (pues, ¿qué era sino una niña?), y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y
me dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho para
confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le era permitido, volvería
en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba fuera del poder de las almas en el
Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos
vesperales, o colmando el aire que yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas
palabras en sus labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.

Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda del Tiempo formó la
muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi existencia, siento que una sombra se espesa
en mi cerebro y duda de la perfecta cordura de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban
lentos y yo continuaba viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había
sobrevenido en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles y no
brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por uno fueron marchitándose
los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a diez oscuras violetas como ojos, que se
retorcían desasosegadas y estaban siempre llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos,
pues el alto flamenco ya no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del
valle a las colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y los
peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo de su dominio y nunca
más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave que el arpa eólica y más divina que
todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco a poco, en murmullos cada vez más sordos hasta que
la corriente tornó, al fin, a toda la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube
se levantó y, abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones del
Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de la Hierba Irisada.

Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de los incensarios
angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el valle, y en las horas solitarias,
cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que bañaban mi frente me llegaban cargados de
suaves suspiros, y murmullos confusos llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo
una vez! - me despertó de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales
sobre los míos.

Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mí corazón. Ansiaba el amor que antes lo colmara hasta
derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora, y lo abandoné para siempre en busca
de las vanidades v los turbulentos triunfos del mundo.

Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido para borrar del
recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba Irisada. El fasto y la pompa de
una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la radiante belleza de la mujer extraviaron e
intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces, mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la
presencia de Eleonora todavía me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron
estas manifestaciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores
pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues llegó de alguna
lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien yo servía, una doncella ante cuya
belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida, a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más
ardiente, con la más abyecta adoración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del
valle, en comparación con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía toda
mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín, Ermengarda! Y
sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel, Ermengarda! Y al mirar en las
profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo, sólo pensé en ellos, y en ella.

Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una vez, pero sólo una
vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los suaves suspiros que me habían
abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para decir:

“¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasionado corazón a
Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus juramentos a Eleonora.”

Febrero 01, 2011, 01:41:16 pm
Respuesta #1

Desconectado Gaizka84

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Re: ELEONORA
« Respuesta #1 en: Febrero 01, 2011, 01:41:16 pm »
Vaya en la previsualización se veia sin esos extraños saltos, bueno me autocomento:

"Los que sueñan de día son sabedores de muchas cosas que escapan a los que únicamente sueñan de noche, en sus grises visiones captan vislumbres de eternidad, y se estremecen al despertar sabedores que han estado al borde del gran secreto."

Esta frase se me antoja una descripción de la meditación con un estilo un tanto misterioso en su linea.

"Sin timon y sin brújula por el vasto océano de la luz inefable"

Esta frase también me dice mucho...

Aunque E.A.Poe en sus relatos suele escribir con un tono lúgubre ficticio y misterioso, la precisión de sus descripciones, la conexión con lo metafísico y en muchas ocasiones con sucesos profundamente oscuros de la humanidad, hacen de sus cuentos algo único y especial.
El escritor sabe sumergirte hondo tanto hacia el amor más penetrante, como hacia el terror insondable, el asco, o la belleza de algún paraíso.



 

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