Generalmente, cuando vemos a una persona en un apuro nos apetece mucho darle un consejo, porque, inconscientemente, pensamos que no sabe resolver sus asuntos por sí mismo, y nos creemos en posesión de la verdad o la solución.
Tras esta aparente buena voluntad y desinteresada intención, puede esconderse –con cierta dificultad- un ego muy grande. Y este ego, que además puede estar desacertado, puede propagar su equivocación en el otro.
Atención a evitar los errores habituales en tus bienintencionados consejos:
NO PIENSES QUE TU MODO DE VER O HACER LAS COSAS ES EL ÚNICO BUENO. Simplemente es el tuyo. Los demás también pueden funcionar.
Este es un poco más difícil de comprender: NO AYUDES ANTES DE QUE TE LO PIDA. No decidas cuándo el otro necesita ayuda.
PERMITE QUE EL OTRO SE EQUIVOQUE Y APRENDA DE SUS ERRORES. Se aprende más de los errores que de los consejos. Y, además, si el otro siente tu consejo como una imposición en vez de un asesoramiento, se sentirá torpe y mal.
ANIMA AL OTRO A QUE ENCUENTRE SUS PROPIAS SOLUCIONES ANTES DE OFRECERLE LAS TUYAS. Le ayudarás a ser más independiente y a valerse por sí mismo. No le des peces solamente: enséñale a pescar.
NO LE JUZGUES POR LO QUE HACE. Sin duda, si tú fueras él, y si estuvieras en su lugar, harías exactamente lo mismo.
Y no te olvides de pedirle consejo de vez en cuando. Le harás ver que también se pueden hacer las cosas según su criterio.
RECUERDA: con tus consejos puedes ayudar, pero también puedes confundir, obligar a hacer algo que el otro no quiere hacer, equivocarle, perjudicarle, impedir que aprenda por sí mismo…
Tras la caridad y generosidad del consejo, puede haber un enemigo maléfico que, lejos de ayudar consiga el efecto contrario.
Aconsejar es una grave responsabilidad que conviene dejar en manos de los profesionales o los que realmente saben lo que hacen y dicen.
Y, en muchas ocasiones, es mejor comunicar nuestro apoyo al otro en sus propias decisiones, que tomar la responsabilidad de su vida, y equivocarnos, porque sería él quien pagara el error.