Si usted es una de las muchas personas que periódicamente se sienten inseguras o que creen no están a la altura de las circunstancias, es probable que cuando era niño esperaran demasiado de usted, y por ello usted creciera con el sentimiento de que, con frecuencia, estaba decepcionando a sus padres y a otros adultos importantes para usted. Sus padres (y, más tarde, sus profesores) quizá creyeron que para ser una persona de provecho tenían que «civilizarlo» cuanto antes. A la mayoría de los padres se les enseña que los niños, al llegar a ser adultos, se comportarán socialmente como cuando eran niños. Piensan que si un niño de ocho años se enfada cuando pierde en un juego, se le debe enseñar a tener espíritu deportivo porque si no cuando crezca será un mal perdedor. De manera similar, a los padres se les hace pensar erróneamente que las buenas cualidades de los adultos, tales como la generosidad y la responsabilidad, deben enseñarse desde muy pronto o nunca se podrán aprender. En general, se espera que los niños, desde muy pronto, sean sinceros, buenos hermanos, buenos perdedores, que coman bien y que hagan siempre sus tareas. Pero sus padres y profesores no eran conscientes de que la mente de un niño era muy diferente a la de ellos. Cuando un adulto recibe la ira o la desaprobación de otra persona, es capaz de evaluar si el comportamiento del otro es razonable o no. Pero cuando los niños son castigados o se enfrentan con la desaprobación por no estar a la altura de unas expectativas demasiado elevadas, aunque puede que se sientan enfadados, en el fondo siempre piensan que sus padres son perfectos y que sus padres están haciendo lo correcto. Y así, los niños sacan la conclusión de que cuando se sienten infelices están sintiendo exactamente lo que sus padres desean; piensan que serán más felices si pueden llegar a ser exactamente como sus padres son y si tratan a los demás y a sí mismos de la misma manera que sus padres los trataban ellos. Sus padres y profesores, erróneamente, intentaban que usted actuara como si fuera un adulto. Sin embargo, usted no podía comportarse como un adulto porque, como todos los niños, su felicidad diaria dependía en gran medida de conseguir lo que usted quería cuando lo quería. Esa es la razón por la cual, con dos años de edad, es prácticamente imposible compartir con otros niños, o por qué, cuando tenía tres años, usted lloraba cuando llovía y no podía ir al parque, o por qué a los seis años no siempre decía la verdad cuando le preguntaban cuántos caramelos se había comido, o por qué se disgustaba cuando, con ocho años, perdía un juego. Si sus padres hubieran sabido que, como todos los niños, su autoestima dependía en cierto grado de conseguir lo que usted quería y que su vulnerabilidad ante las decepciones iría desapareciendo de forma natural, entonces lo habrían consolado tranquilamente cuando usted se sentía disgustado. En ese caso, si usted se dejaba enternecer en los brazos de sus padres, o si usted decía una mentira, ellos no se preocuparían pensando que por darle demasiado cariño o comprensión usted se convertiría en un adulto egoísta, mentiroso o con poco espíritu deportivo. Gradualmente usted habría aprendido que aunque no siempre las cosas salen como usted quería, siempre podía contar con la satisfacción de ser comprendido y consolado por aquellas personas que usted amaba. Una respuesta comprensiva le habría hecho ver que salirse con la suya no era tan importante y le habría ayudado a transformarse en un adulto comprensivo y generoso. Seguiría imitando a sus padres y así habría aprendido a ser comprensivo con usted y con los demás en momentos de decepción. Pero si sus padres o profesores no sabían lo que significa tener la mente de un niño y esperaban que usted demostrara una madurez de la que era incapaz, entonces usted habría estado de acuerdo con ellos en que tenía que ser capaz de actuar como ellos querían y, entonces, usted habría sentido que no estaba a la altura de las circunstancias. Usted era incapaz de juzgar si lo que se esperaba de usted era razonable, así tal vez todavía hoy siga exigiéndose demasiado y quizá a menudo le resulte difícil pensar que se ha esforzado lo suficiente. Aunque es doloroso e incómodo, en el fondo, exigirse demasiado a usted mismo, también le da la satisfacción de la falsa felicidad (una infelicidad que hace mucho tiempo usted confundió con la felicidad). Cuando usted se trata a sí mismo igual que lo trataron sus padres u otras personas importantes, usted siente que es igual que ellos y, por tanto, que ellos lo quieren y que usted es digno de ser querido. Cuando los padres presionan a sus hijos para que destaquen o para que se comporten siguiendo las normas de etiqueta social de los adultos, los niños sacan la conclusión, comprensiva pero errónea, de que sus padres quieren la perfección. Como resultado de ello, los niños crecen sintiéndose bien con ellos mismos cuando se exigen incluso más que lo que sus padres, erróneamente, les exigieron. Si se exige demasiado tanto a usted como a los demás, identificar la raíz de estas expectativas es el primer paso para liberarse de este tipo de adicción a la infelicidad y vivir una vida en la que usted se sienta siempre válido y no tema no estar a la altura de las circunstancias. Los niños también pueden sentirse sobrecargados por las expectativas de sus padres aun cuando los padres no les exijan demasiado de una manera abierta. Cuando los padres sufren una seria depresión, son adictos a alguna sustancia o son disfuncionales de cualquier otra manera, los niños pueden interpretar esas ocasiones en las que sus padres no pueden responder con amor y cuidado, pensando que lo que sus padres quieren es que sus hijos les ayuden a ellos, que asuman algunas de las responsabilidades propias sus padres o aprendan a no pedir nada para ellos mismos. Con frecuencia la única forma en que estos niños pueden obtener la atención positiva que necesitan de unos padres que tienen dificultades para funcionar normalmente es convertirse en una fuente de fortaleza emocional o de ayuda práctica para sus padres; en otras palabras, adoptan un comportamiento propio de una edad mucho más madura. Por ejemplo, hay niños que obtienen una respuesta positiva por parte de un padre disfuncional cuando asumen la responsabilidad de tareas tales como cocinar, limpiar o ayudar con sus hermanos pequeños. Los niños quizá también aprendan que pueden hacer que el estado de ánimo de sus padres mejore y obtener así también un poco de atención emocional para ellos mismos, si se encargan de animar a sus padres o de cuidarlos. Es muy significativo que estos niños normalmente aprenden a sentirse más aceptados por parte de sus padres disfuncionales (y por lo tanto más felices) si renuncian a pedir a sus padres nada de lo que necesitan. Cuando son adultos, quizá estos niños busquen satisfacción teniendo relaciones con amigos o con una pareja que también necesitan ser salvados. Tienden a sentirse más cómodos dentro de relaciones unilaterales en las que se puedan entregar completamente a ayudar a sus amigos o a su pareja a funcionar mejor. Los «rescatadores» están acostumbrados a aportar el 100 % esfuerzo que implica una relación y quizá vean que en realidad no están obteniendo mucha (o ninguna) atención por parte de su pareja. Algunas veces los rescatadores se dan cuenta de que la relación es unilateral, pero piensan que serán capaces de transformar a la otra persona en un amigo o en una pareja con mayor capacidad para dar. Otros rescatadores asumen que es normal estar en una relación en la que uno de ellos lo da todo.
La conexión entre haber sido castigado y el hecho de responder con severidad ante usted y ante los demás
Si a usted le imponían disciplina cuando era niño, las consecuencias emocionales que sufrió pueden ser otra pieza del puzzle de por qué su vida no está resultando ser como usted deseaba. Disciplinar definido como el hecho de añadir consecuencias desagradables en la educación de los niños. En esta definición de disciplina se incluyen no solo castigos, sino cualquier reacción ante los niños que les haga sentirse no válidos, avergonzados o malos. Las medidas disciplinarias incluyen: desaprobar, obligarles a dejar de jugar por un rato, restricción de privilegios, no intervenir y dejar que ocurran las «consecuencias naturales», amonestarlos, darles una bofetada o pegarles. Hasta este momento, quizá usted creía que se merecía los castigos que recibió porque era necesario controlar su comportamiento o construir su carácter. Pero hemos descubierto que todas las modalidades de disciplina dañan a los niños creando en ellos la necesidad de aplicarse castigos a ellos mismos y a los demás. Ya que todos los niños pequeños creen que sus padres son perfectos y que saben lo que es bueno para ellos, por definición, los niños que son castigados regularmente, sin darse cuenta, sacan la conclusión de que sentirse infelices es bueno. Debido a que los niños tienen una necesidad innata de imitar a sus padres, desarrollan la necesidad de reproducir la «felicidad» que sienten cuando son castigados, lo que implica en realidad provocarse alguna forma de infelicidad. Como adultos, pueden culparse a sí mismos, o pueden implicarse con amigos o parejas que los tratan mal o a quienes ellos tratan mal.
LA NORMA DEL AMOR: LA ALTERNATIVA POSITIVA A LA DISCIPLINA Y LA PERMISIVIDAD
La mayoría de los padres no eran conscientes de que había otra alternativa a la disciplina que no era la permisividad. Los padres deben conocer el objetivo de la disciplina, es decir, responsabilizarse de un hijo, se puede lograr de manera mucho más efectiva si los padres evitan imponer cualquier tipo de consecuencia negativa. Hacerse cargo de un hijo es una necesidad imperativa; todos los niños necesitan ser protegidos de su propia inmadurez. Deben tomarse sus medicamentos, sentarse en sus sillas en el coche, no deben jugar a los barcos dentro del inodoro ni desordenar las habitaciones de sus hermanos. Pero se puede educar a los niños sin necesidad de crear situaciones desagradables.
Esta forma de mantener a los niños sanos y salvos sin tener que castigarlos o sin censurarlos, se le denomina la norma del amor; que definimos como: educar a los niños sin añadir infelicidad y sin privar a los niños del cariño y admiración de sus padres. Imponerles momentos sin jugar, restricciones, castigos y otras formas de disciplina se basan en la suposición de que ser demasiado agradables con los niños que «no se portan bien», solo provocará que su mal comportamiento aumente. Pero, en el proceso de controlar a los niños, la disciplina los daña porque interfiere con la fuente de bienestar interior más consistente y satisfactorio que tienen los niños: su convicción de que están provocando el amor incondicional de sus padres para que cuiden de ellos. Por esta razón, la disciplina les hace sentirse peor y menos capaces de renunciar a sus deseos.
Por el contrario, la norma del amor les enseña a los niños que aunque tengan que renunciar a la satisfacción de lograr algo que deseaban, pueden confiar siempre en la satisfacción que le ofrece la relación de padres e hijos. La norma del amor es muy superior a la disciplina porque preserva el cariño y la cercanía que todos los niños quieren y necesitan sentir con sus padres y con otros adultos importantes. Cuando los niños imitan a los padres que utilizan la norma del amor, desarrollan la capacidad de crear para sí mismos una felicidad verdadera que permanece siempre intacta frente a las emociones molestas o dolorosas. Educarlo a usted empezó a ser un problema en potencia para sus padres en el momento en que comenzó a saber moverse solo. Sus padres ya no podían ponerlo en el suelo y saber que podían darse la vuelta y encontrarlo en el mismo lugar. Anteriormente, el problema más difícil para sus padres era qué hacer cuando usted se sentía infeliz. Ahora el dilema, que permanecería hasta que usted se hizo adulto, sería qué hacer cuando lo que usted quería y los deseos de sus padres entraban en conflicto.
LA DISCIPLINA ENSEÑA A LOS NIÑOS A TRATARSE A SÍ MISMOS Y A LOS DEMÁS CON SEVERIDAD
Probablemente a sus padres les dijeron que usted debería comportarse con los modales y las virtudes de un adulto, pero probablemente también les aconsejaron que reforzaran esas expectativas, poco realistas, con distintas medidas disciplinarias. Esos castigos iban desde frases de desaprobación, a la imposición de momentos sin jugar, pasando por momentos de no-intervención y dejar que las consecuencias «naturales» ocurrieran, hasta gritarle « ¡no!» o darle una cachetada o pegarle. La ironía es que la peor manera de enseñar a un niño altruismo, normas de seguridad y respeto por los demás es castigarlo por no mostrar ese mismo comportamiento. Debido a que los niños tienen una mente que no comprende que los vasos se rompen, que los fuegos de la cocina queman y que tirar de la cola al gato puede dolerle, no pueden comprender la desaprobación o los castigos de sus padres. Niños más mayores a menudo son castigados por un comportamiento que es, en realidad, normal y apropiado para su edad:
Decir ocasionalmente mentiras, enfadarse cuando no consiguen lo que quieren, dejar las tareas sin hacer, dejarse comida en el plato o ser un mal perdedor. Aunque los niños perciban la disciplina como algo desagradable, debido a que adoran a sus padres, también sienten que se lo merecen.
Al crecer, los niños creen que están haciendo algo bueno cuando, al igual que sus padres, se provocan infelicidad al desaprobarse y al castigarse a ellos mismos por hacer algo «mal». Si sus padres recurrieron a la disciplina, era porque querían enseñarle a estar a salvo, a que tuviera cuidado con las cosas de los demás, a ser educado, a ser responsable y a ser amable con los demás. Sin darse cuenta, lo que usted aprendió realmente fue que la fuerza es la razón, que la agresión es una manera efectiva de resolver las diferencias en una relación y que es bueno sentirse negativo sobre usted mismo y sobre aquellos que no hacen lo que usted quiere.
Quizá estas mismas lecciones se convirtieron en obsesiones tiempo después. Cuando los padres siguen el consejo tradicional de negar a sus hijos cualquier tipo de privilegio si se comportan de forma inaceptable según sus padres, esos niños, frecuentemente, se convierten en adultos que se privan a sí mismos de cosas que necesitan, como una forma de consolarse cuando las cosas van mal. Los niños que recibieron castigos físicos, cuando son adultos, quizá se descubran haciéndose daño «accidentalmente» después de haber hecho algo que ellos consideran malo o vergonzoso.
Los comportamientos problemáticos de los adultos, frecuentemente tienen su raíz en su primera relación con sus padres, pero también pueden haberse sentido marcados por experiencias con otros adultos importantes para ellos. Incluso si sus padres eran estrictos en sus castigos, el impulso de tratarse a usted mismo con dureza pudo haberse visto aminorado si sus profesores u otros adultos importantes reaccionaron ante usted con compresión y compasión en vez de con disciplina. Por otro lado, si los adultos con los que usted se encontró eran estrictos en sus castigos, sus impulsos críticos hacia sí mismo se habrían intensificado. Quizá usted pueda recordar algún momento en el que un profesor o un tutor le hizo sentirse avergonzado o incompetente, o algún momento en que le sorprendió que un profesor o un tutor respondiera con una amabilidad que usted no se esperaba. En ambos casos, esos fueron momentos profundos y que dejaron huella.
UNA ADICCIÓN A LA INFELICIDAD NO ES MOTIVO DE VERGÜENZA O DE CULPA
La razón de elegir la palabra «adicción» para referirnos a la necesidad aprendida de infelicidad es subrayar el hecho de que una vez que los niños confunden la infelicidad con la felicidad, seguirán necesitando cierto grado de infelicidad para mantener su equilibrio interior. Cuando decimos que alguien tiene una adicción a la infelicidad, no queremos decir que esa persona sea moralmente débil o que le falte fuerza de voluntad. Debido a que la adicción a la infelicidad se produce antes de que la mente del niño se aproxime a lo que será su mente adulta, no pueden ser conscientes de esta confusión. Ni tampoco pueden descubrirlo por sí mismos cuando crecen. En otras palabras, la adicción a la infelicidad no es una elección intencionada.
Si usted descubre que, como tantas otras personas, usted tiene una adicción a la infelicidad, no hay razón para sentirse avergonzado, incómodo o decepcionado.
Vale subrayar el siguiente punto: aunque usted haya desarrollado una adicción a la infelicidad, usted puede igualmente querer y valorar a sus padres o a otros adultos que fueron importantes para usted, incluso reconociendo que algunos de sus actos fueron, de forma intencionada pero muy importante, la raíz de su incapacidad para hacer realidad la vida que usted quiere. La razón para querer comprender la causa de su necesidad de infelicidad no es culpar o excusar a alguien, sino para darle los instrumentos que necesita para que pueda responsabilizarse de su vida y pueda cambiarla.
(Fragmentos del Libro: Adictos a la Infelicidad de MARTHA HEINEMAN PIEPER Y WILLIAM J. PIEPER).