Mi religión no es un dogma. No me obliga a aprender palabras ni conceptos que no entiendo. Se puede explicar con el intelecto y transmitir con el corazón. Es algo tan sencillo como “amar al prójimo como a uno mismo”.
Mi religión no excluye a nadie. No tiene buenos ni malos. Todos estamos en el mismo camino. Más jóvenes o más maduros no importa, porque todos somos hijos de Dios y tendremos todas las oportunidades que necesitemos para aprenderlo.
Mi religión no tiene jerarquías. Nadie es superior a nadie. Todos somos hermanos con mayor o menor experiencia o nivel de consciencia, pero iguales.
Mi religión está exenta de rituales. No necesito modificar ningún ambiente. La tierra es mi casa para meditar, orar o, en definitiva, “canalizar” la fuente de toda la energía.
Mi religión tiene templos: nuestro cuerpo, el templo de cada uno va edificando poco a poco, alimentándolo con salud y con todas las energías que necesitan cada una de sus manifestaciones.
Mi religión tiene avatar. Todos aquellos seres que con un mayor grado de consciencia han venido para dejarnos el mensaje eterno del creador, el pulso universal o energía divina: el amor.
Mi religión tiene magia: la magia del amor; la energía más sutil y poderosa, gracias a la cual existe la creación manifestada, lo visible y lo invisible. Ella convierte la oscuridad en luz, la discordia en concordia, la desconexión en la conexión con la realidad de la que formamos parte.
Mi religión tiene padres:
Mi padre es Dios, mi madre es la creación manifestada, la naturaleza a la que pertenezco y que es, ciertamente una naturaleza divina.
Mi religión soy yo, porque soy igual que dios y soy universo; por tanto, mi religión es una religión universal.
(Paola Vargas)
